Los objetivos reales de la guerra fría están aún hoy vigentes”, alerta el maestro de historiadores
tomado de http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/06/12/catalunya/1339482558_364796.html
Carles Geli Barcelona 12 JUN 2012 - 08:33 CET
“En una carta a sus clientes más exquisitos, los responsables de la
banca J. P. Morgan comunicaban el pasado julio que se obtenían márgenes
de beneficios de los más altos de las últimas décadas y admitían que era
gracias a la reducción de salarios y prestaciones”. Es una anécdota,
claro; pero, primero, a saber cómo se ha enterado de ella el historiador Josep Fontana (Barcelona, 1931), y luego, cómo eso le sirve para liofilizarlo
universal: “Entre 1973 y 2011 la productividad mundial ha aumentado un
84,4%, mientras que la retribución de la hora lo ha hecho un 10,7%; es
lo que Paul Krugman llama ‘la gran divergencia”.
Durante años, hasta su jubilación en 2001, las anécdotas de Fontana provenían de una carta de Isabel II o de Fernando VII; no varió, pues, ayer la estrategia en el Máster en Historia del Mundo de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, donde este curso ha hablado de La guerra fría y su legado. La de ayer era la última clase y, oficialmente, de su carrera, cumplidos los 80 años.
Citaba a Krugman ya avanzada la sesión, calmado cierto acaloramiento por el cambio imprevisto de aula y la sorpresa de hallarse con el triple de asistentes con relación a los siete alumnos del máster; ahí estaban, entre otros, antiguos y conspicuos discípulos (los historiadores Eva Serra, Jaume Torras, Joan Fuster, Josep Pic y Joaquim Albareda); hacerle eso a él, hombre de costumbres y tan puntual.., “como mínimo, haberme avisado del cambio de aula”, les regañó. Pero es que era su última clase: “¡Oh, qué cosa! Sí, maestrazgo, ¡y tanto!”, lanzaba como cortafuegos para frenar elogios.
Como se debía a los alumnos “consumidores”, sacó raudo el reloj y desenfundó un buen número de folios. “Siempre suele medio leer las clases”, constataba una alumna, tan sorprendida como el profesor por la ínclita asistencia.
Con los dedos meñiques encajando al milímetro las hojas de su discurso, Fontana recordó que su generación creció con la lógica de que “el progreso es el motor de la historia”, pero que “no ha sido un regalo de las clases dominantes, sino fruto de su temor a las revoluciones y las huelgas de principios del XX”. Libros recentísimos (“él es quien aún hoy hace los pedidos de la biblioteca; tiene un ojo infalible: nunca caducan”, admitía un profesor en voz baja) o textos privados de Eisenhower (pero ¿de dónde los saca?) iban trufando la evolución del “engaño más grande inventado en la historia”: la amenaza militar y comunista de la URSS. Trago de agua fría directamente de la botella, necesario pero dominando el escenario: “Los objetivos reales de la guerra fría están vigentes: garantizar la libertad de acceso a materias primas y mantener el control dentro de las sociedades occidentales”.
Agitando una u otra mano, Fontana enlazó como tácitamente todos esperaban, su discurso con su último libro, Por el bien del imperio, y con la actualidad. La conciliación entre clases dirigentes y proletariado iniciada en 1917 muta desde 1975 en un “desmembramiento a conciencia” del Estado de bienestar. “Las clases dominantes no dormían tan tranquilas por primera vez desde 1789”, lanzó en una de sus sibilinas andanadas.
A partir de ahí sacó su arsenal preferido: artículos de The Economist, The Guardian, The New York Times de los últimos meses y semanas, alguno “descolgado esta mañana”, como el de Krugman, y mucho Stiglitz (“es un superdotado: por capacidad de análisis y síntesis”, decía otro veterano) iban trufando infinitas conexiones: que si el déficit de los países del sur de Europa se ha producido “en los últimos cuatro años por absorber deuda privada fruto de especulaciones puras; vamos, el caso Bankia, que no se ha hundido por hacer escuelas y hospitales”; que “autoridad y represión van juntos”; que “el déficit es solo excusa para desmontar el Estado de bienestar”... En fin, que en los últimos 35 años “entramos en una nueva etapa” que demuestra que “la historia también puede ser regresión”.
La clase fue corta (55 minutos) y Fontana atajó los aplausos rápido: “Mañana haré lo de siempre”; o sea, ir al despacho, que mantendrá, y atender a alumnos. “Lamento la suerte de los que os quedáis más que la mía; hay que luchar por muchas cosas ahora”, dijo, enlazando así con la última frase de su lección magistral: “El estudio de la historia ha de ayudar a crear una conciencia de la historia”. Mejor que él en eso, pocos. O nadie.
Durante años, hasta su jubilación en 2001, las anécdotas de Fontana provenían de una carta de Isabel II o de Fernando VII; no varió, pues, ayer la estrategia en el Máster en Historia del Mundo de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, donde este curso ha hablado de La guerra fría y su legado. La de ayer era la última clase y, oficialmente, de su carrera, cumplidos los 80 años.
Citaba a Krugman ya avanzada la sesión, calmado cierto acaloramiento por el cambio imprevisto de aula y la sorpresa de hallarse con el triple de asistentes con relación a los siete alumnos del máster; ahí estaban, entre otros, antiguos y conspicuos discípulos (los historiadores Eva Serra, Jaume Torras, Joan Fuster, Josep Pic y Joaquim Albareda); hacerle eso a él, hombre de costumbres y tan puntual.., “como mínimo, haberme avisado del cambio de aula”, les regañó. Pero es que era su última clase: “¡Oh, qué cosa! Sí, maestrazgo, ¡y tanto!”, lanzaba como cortafuegos para frenar elogios.
Como se debía a los alumnos “consumidores”, sacó raudo el reloj y desenfundó un buen número de folios. “Siempre suele medio leer las clases”, constataba una alumna, tan sorprendida como el profesor por la ínclita asistencia.
Con los dedos meñiques encajando al milímetro las hojas de su discurso, Fontana recordó que su generación creció con la lógica de que “el progreso es el motor de la historia”, pero que “no ha sido un regalo de las clases dominantes, sino fruto de su temor a las revoluciones y las huelgas de principios del XX”. Libros recentísimos (“él es quien aún hoy hace los pedidos de la biblioteca; tiene un ojo infalible: nunca caducan”, admitía un profesor en voz baja) o textos privados de Eisenhower (pero ¿de dónde los saca?) iban trufando la evolución del “engaño más grande inventado en la historia”: la amenaza militar y comunista de la URSS. Trago de agua fría directamente de la botella, necesario pero dominando el escenario: “Los objetivos reales de la guerra fría están vigentes: garantizar la libertad de acceso a materias primas y mantener el control dentro de las sociedades occidentales”.
Agitando una u otra mano, Fontana enlazó como tácitamente todos esperaban, su discurso con su último libro, Por el bien del imperio, y con la actualidad. La conciliación entre clases dirigentes y proletariado iniciada en 1917 muta desde 1975 en un “desmembramiento a conciencia” del Estado de bienestar. “Las clases dominantes no dormían tan tranquilas por primera vez desde 1789”, lanzó en una de sus sibilinas andanadas.
A partir de ahí sacó su arsenal preferido: artículos de The Economist, The Guardian, The New York Times de los últimos meses y semanas, alguno “descolgado esta mañana”, como el de Krugman, y mucho Stiglitz (“es un superdotado: por capacidad de análisis y síntesis”, decía otro veterano) iban trufando infinitas conexiones: que si el déficit de los países del sur de Europa se ha producido “en los últimos cuatro años por absorber deuda privada fruto de especulaciones puras; vamos, el caso Bankia, que no se ha hundido por hacer escuelas y hospitales”; que “autoridad y represión van juntos”; que “el déficit es solo excusa para desmontar el Estado de bienestar”... En fin, que en los últimos 35 años “entramos en una nueva etapa” que demuestra que “la historia también puede ser regresión”.
La clase fue corta (55 minutos) y Fontana atajó los aplausos rápido: “Mañana haré lo de siempre”; o sea, ir al despacho, que mantendrá, y atender a alumnos. “Lamento la suerte de los que os quedáis más que la mía; hay que luchar por muchas cosas ahora”, dijo, enlazando así con la última frase de su lección magistral: “El estudio de la historia ha de ayudar a crear una conciencia de la historia”. Mejor que él en eso, pocos. O nadie.
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