lunes, septiembre 05, 2011

La terminología sectaria es impropia del historiador; se escribe desde la buena fe


Catedrático de la Universidad de Extremadura. Acaba de publicar su último libro ‘La Historia Contemporánea en sus documentos’


Tomadod e http://www.lavozdeasturias.es/culturas/terminologia-sectaria-impropia-historiador-escribe_0_548345231.html
04/09/2011 00:00 /
El catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura, Enrique Moradiellos, (Oviedo, 1961) acaba de disfrutar de unos días de vacaciones en su ciudad natal tras presentar su último trabajo: La Historia contemporánea en sus documentos , editado por RBA.
¿Siempre quiso ser historiador? En la medida en la que uno tiene memoria de su vida siempre me gustó la historia, en parte creo que por vivir en Oviedo.
¿En qué le influyó? Me encantaba ir a la Catedral y verla. También el prerrománico cuando subías. Vi cuevas como Tito Bustillo y me pareció maravilloso pensar que allí había gente que hacía esas cosas y cómo vivían.
¿Cuando supo que iba a estudiar Historia? En la escuela ya sabía que quería hacer letras, y lo que más me gustaba era la Historia. Siempre me gustó. Luego en la carrera tuve gente buena. David Ruiz no era un mal profesor aunque no tengo relación con él. Me gustó Ignacio Ruiz de la Peña, Javier Fortea. Y María Josefa Sanz, en Paleografía, fue un descubrimiento.
¿Fue un alumno brillante? Nunca me preocupó que me llamaran empollón porque no me sentía así. Era muy buen estudiante y tengo un buen expediente; pero luego intenté sacar el carné de conducir hace dos años y fuí pésimo. Lo saqué a los 48 años. Me costó una ingeniería (risas).
Se especializó en Historia Contemporánea.
Fue un proceso que se decantó entre COU y primero de carrera. En eso tuvo mucha importancia el contexto en el que vivíamos, el de la transición.
Hábleme de ello.
Viví una época en la que las formas políticas y las relaciones sociales, las ideologías que alimentan esas formas de vida social, estaban en cambio y contestadas. Existían unas Cortes españolas y un Consejo del Movimiento que poco después desapareció. Viví muy activamente la transición, en eso fui muy prematuro. Estaba en primero de BUP con 14 año, cuando estaba muriendo Franco, y ya estaba en los grupos ligados al Partido Comunista y la extrema izquierda.
¿Perteneció al PCE? Todavía peor (risas). A la Liga Comunista Revolucionaria. Si te lo tomabas en serio, en el troskismo el estudio de la realidad era un factor clave. Y quien decía estudio decía intervención pública.
¿De qué tipo? Había que moderar asambleas, hablar en público y eso me ayudó muchísimo porque era bastante tímido. La militancia te obligaba. Ese aprendizaje político fue vital para tener olfato histórico. Y me agotó las simpatías por la actividad política.
¿Y se desligó de ella? Lo interesante en ese momento era el colapso del régimen, qué iba a pasar, qué alternativas había: Si España iba a ir por la vía francesa o la italiana; si sería un laborismo a lo inglés. Y en segundo de carrera empecé a abandonar la militancia activa, de hecho la dejé totalmente. En 1979 sucedieron la guerra de Afganistán y la revolución islámica de Jomeini. Todo eso me hizo empezar a poner en cuestión la actividad política directa y subrayar el aspecto de estudio.
¿Qué historiadores le influyeron? Me impresionó mucho Paul Preston. Su libro La destrucción de la democracia en España , que es de 1977, lo leí en 1979 en primera de carrera. Ahí ya había una historia de carne y hueso, de decisiones humanas y de organizaciones que tienen inmediatamente aplicación. Descubrí que me gustaba más una historia, digámoslo, no estructural, sino más coyuntural y con protagonistas, no con masas.
Completó estudios en Inglaterra.
Allí entré en contacto con una escuela que está definida por la individualización del agente histórico, que no puede ser orgánico. Esa impronta me fue llevando a colisión con esas visiones estructurales llamadas marxistas. Creo que era funcionalismo simple y de muy poca densidad intelectual.
¿Qué importancia tuvo su etapa inglesa? Decisiva. Fueron cuatro años y medio en Londres, que era un punto clave. Estuve allí de 1987 a enero de 1992. En aquellos años cayó el Muro de Berlín. Nadie lo pensaba y lo imprevisto sucede. Eso fue clave para mi generación y más para mí. Aquello cambió perspectivas de análisis, parámetros de visión.
¿Por qué decidió volver? A la que hoy es mi mujer Inglaterra no le gustaba. Me vine para gran horror de Paul Preston, a quien no le pareció del todo bien. Saqué una plaza en la Complutense, pero cuando vino la oposición había una lista de espera y me colocaban detrás. Perderla me generó un gran desplome moral. Al final fui a Cáceres y me quedé por varios motivos.
¿Satisfecho de haberse quedado en Extremadura? Mucho. Es una universidad pequeña como la de Oviedo, cercana a Madrid, a donde acudo una vez al mes. Eso te permite seguir trabajando.
¿Su nuevo libro es un manual de historia? No. Es un libro que ha utilizado un criterio que me gustaba y que existe mucho en Gran Bretaña: utilizar documentos, entendidos en el sentido laxo, como un soporte de información significativa sobre el pasado de los hombres.
¿Qué quiere decir? Utilizo, por ejemplo, los pasquines de la Revolución Francesa o determinadas fotografías. Y sobre la base de esos documentos infiero, deduzco interpretativamente, lo que hay detrás para ver cómo operamos. No es un manual entendido como una sucesión de temas explicados para conocimiento del lector.
¿A qué público va dirigido? Al ser unidades de lectura autónoma de no más de doce páginas como mucho, mi editor pensó que podría ir a un público interesado por la historia, pero no necesariamente estudiantes. Reorientándolo así su alcance puede ser mayor. Quiero incidir. Una de las cosas que deben hacer los historiadores es intervenir en el debate en lo que afecte al uso o al abuso de la historia. Esa es una parte de nuestra profesión, que en el mundo anglófono lo tienen como una parte esencial de la profesión.
¿Hay que sacar la Historia de los círculos académicos? Claro. Es un componente esencial de la conciencia racionalista del ciudadano. Si no existe una ciudadanía capaz de plantearse la estructura lógica de las cosas y de saber sus límites, dónde queda la democracia.
¿La Historia es una disciplina siempre expuesta a ser revisada? La palabra revisión, en principio, designa a la labor permanente del gremio a lo largo del tiempo, volviendo a poner en cuestión sus fundamentos, sus pruebas, logros y resultados.
¿Es correcto el término revisionismo histórico? Es una etiqueta mal utilizada. Otra cosa es el pseudo revisionismo político, el presentismo, eso es uso y abuso de la historia.
Entonces, ¿no debe usarse en sentido peyorativo? En absoluto. Puramente ponderativo. El término revisionismo está contaminado desde que Lenin llamó revisionistas a los socialdemócratas. Es el revisionismo histórico como etiqueta peyorativa, como reformista. Una vez utilizado, ese término está ya copado por la idea negativa desde el leninismo. Y por el revisionismo del holocausto que en realidad, en otros términos, es negacionismo.
Si Pío Moa o César Vidal no son revisionistas, ¿Cómo los clasificamos? A Moa lo he llamado publicista y propagandista. Vuelve a utilizar la historia incumpliendo ciertos principios y una actitud. La Historia, desde Tácito, si se escribe debe ser de buena fe interpretativa de partida. Después estudio, lectura de las pruebas y valoración de las mismas. Sin encono. La terminología sectaria es impropia en un texto histórico.
Sin perjuicios apriorísticos.
Completamente. Hay que tratar de ponerse en el lugar del otro. No me parece sensato hacer una biografía donde empieces a decir lo malo o mezquino que fue no se quien.
¿Qué limita a un historiador? Las pruebas. De lo que no hay prueba no cabe decir verdad. Desde luego no sería histórico. Podría ser mitológico, ficticio o una posibilidad. El principio de evidencia crítica es clave. Por aquí pasa la diferencia entre un fabulador y un historiador.
Se cumplen 75 años del inicio de la Guerra Civil, ¿cómo interpreta que el presidente del Congreso no condenara el golpe del 18 de julio? Estaba fuera de España y no sé qué dijo Bono. El golpe del 36 fue condenado en la declaración de noviembre del 2002. Y tiene mucha importancia porque había mayoría absoluta del PP y lo firmó.
¿Entonces ya se condenó? Hubo una condena de las Cortes españolas en noviembre de 2002. La aprobó la comisión constitucional que presidía Alfonso Guerra.
¿Hace falta entonces una nueva condena? No tiene sentido. La Historia no se rectifica ni se cambia porque ahora se condene.
El último libro sobre la guerra civil española escrito por Paul Preston es el ‘El Holocausto Español’, ¿cómo valora ese título? Es un término equívoco, inapropiado. Le he transmitido mi discrepancia. Parto del principio de que un discípulo nunca critica a un maestro, pero el título no me gusta. El holocausto es un término acuñado semánticamente para definir un genocidio, el judío. Es un proceso de exterminio biológico de una población a cargo del Estado con intención totalizadora. En España tenemos testimonios de que hubo penas de 7, 12 y 30 años. En ningún holocausto hay penas de treinta años ni indultos, ni eso que dicen que el niño vio como se llevaban al padre. En un holocausto se llevan al padre, al hijo y al Espíritu Santo.
Miembros de la Academia de la Historia apelaron a la libertad de expresión para justificar los errores del Diccionario Biográfico Español.
Eso no puede ser. Cuando el historiador escribe en calidad de historiador, y con fondos públicos, tiene que ser riguroso.
¿Ha sido Gonzalo Anes, director de la Academia de la Historia, el principal responsable de lo sucedido? Anes fue un gran historiador pero hace mucho que no hace demasiadas cosas. Es verdad que cuando se llega a su edad es normal retirarse u ocupar cargos de representación. Pero es el director y tiene una responsabilidad. Debería haber controlado a sus ayudantes.
¿Cómo valora el proyecto? Hacer un diccionario biográfico está bien. Aquí faltaba. Lo hay en Gran Bretaña y en Francia. Me ha escandalizado que haya vivos en el diccionario. Es un error de partida.
¿Por qué? ¿Y si Aznar vuelve a ser presidente del Gobierno como Maura que volvió a los 70 años? En un diccionario histórico hay que dar la fecha de muerte de los biografiados.
¿A quien se debió encargar la biografía de Franco? Juan Pablo Fusi sería buen candidato. O Paul Preston. Desde luego no a Luis Suárez.
¿Por qué? Es prácticamente el albacea testamentario de Franco. Y el dueño de su archivo hasta que, con la presión del ministerio de Cultura, ha tenido que hacer su microfilmación.
Volvamos a julio de 1936. ¿Por qué estalla la Guerra Civil? Porque un golpe de estado fracasa. Fue una sublevación faccional que fracasa en la mitad de España, lo que cual quiere decir que, o dividimos o el país o me apresto a conquistarlo. Y el Gobierno pierde la mitad de España. Una de dos, o llegamos al acuerdo y cerramos fronteras, o me apresto a defenderlo si me atacan. Es la guerra. En tres días el golpe deviene en guerra. ¿Por qué el golpe es faccional pero tiene tanta amplitud? Porque la situación existente es de enorme crisis de autoridad. Eso sin duda. Y cuando dices eso pareces de Pío Moa, pero la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Y yo no quiero ser propagandista, ni mi etiqueta es ser el anti Moa. No. Pío Moa es un hombre muy respetable, no me gusta lo que dice, creo que es falso y me dedico a decir donde falla. Hay otras cosas que dice que son verdad, obviamente.
¿Cómo cuales? Ha entrado en los archivos del PSOE y ha dicho que la facción largocaballerista quería una revolución y era bolchevizante. Es que lo decían ellos. Está descubriendo el Mediterráneo, que una parte de la historiografía lo oculta. ¿Que una parte del Gobierno del Frente Popular estaba enfrentada a Largo Caballero? Sí. Y probablemente empezando a considerar si utilizaba la Guardia Civil contra ellos. Sí. Porque Largo Caballero, que no es que fuera un inconsciente, sino que estaba bolchevizado, pensaba que cuanto peor, mejor. Y sí caía el Gobierno no iban a venir ni militares ni nada, sería un gobierno socialista revolucionario, es que es verdad.
Pio Moa compara la revolución del 34 con el golpe del 36.
No es lo mismo. El 34 fue un ataque de un partido minoritario en el Parlamento que ataca el Estado con sus propias fuerzas, las milicias armadas, una insurrección armada desde fuera. El del 36 es un golpe a cargo de una facción del ejército que incumple su juramento y abre la expectativa de la guerra.
Catedrático de la Universidad de Extremadura. Acaba de publicar su último libro ‘La Historia Contemporánea en sus documentos’ 
 

sábado, septiembre 03, 2011

Eric Hobsbawm: principios y convicciones


El viento de la Historia
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=134998
tomado de 

Página 12



El niño Eric Hobsbawm pasea con su niñera por las calles de Alejandría en el año 1918. Un pordiosero chino les pide una moneda. La niñera se la niega. El chino ignora a la niñera, mira fijamente a la criatura y le dedica una exquisita maldición de su país milenario: “Ojalá te toquen vivir tiempos interesantes”. Ochenta y cinco años después, cuando es un venerable historiador y se sienta a escribir sus memorias, sabe que ya tiene el título: Tiempos interesantes. En esas memorias, hace una breve enumeración de las cosas que presenció a lo largo del siglo que le tocó vivir y uno no puede dejar de pensar en aquel monólogo que recitaba el replicante en el final de Blade Runner, con la mirada perdida en la lluvia ácida que caía del cielo y el afán de dejar al menos ese testimonio de los inéditos fenómenos que habían contemplado sus ojos: “He visto atardeceres de dos lunas en Júpiter...” A los 86 años, Hobsbawm dice: “He visto cómo se extinguían de la faz de la tierra todos los imperios coloniales europeos, incluido aquel que llegó a ser el más vasto y poderoso de ellos durante mis años de infancia. He visto grandes potencias mundiales relegadas a jugar en las ligas inferiores. He visto la irrupción y la caída de un estado alemán que esperaba durar mil años, y también el nacimiento y el final de un poder revolucionario que amenazaba extenderse al mundo entero. He visto un tiempo en que la palabra capitalismo contaba con tan pocos votos como la palabra comunismo en la actualidad. Dudo de que llegue a ver el fin del imperio americano, pero puedo asegurar que algunos lectores de este libro habrán de presenciarlo”.

Como aquel replicante de Blade Runner, Eric Hobsbawm pertenece a una especie que debía ser eliminada (primero por mitteleuropeo, después por judío, después por marxista). Tuvo más suerte que el replicante de Blade Runner: sobrevivió largamente a la eliminación a sus compañeros de especie. Su inesperada longevidad terminó por darle status de venerable rara avis. El adjudica esa longevidad tan activa a que lo obligaron a arrancar tarde. Le cobraron peaje por sus “anomalías”: ser judío pobre en la República de Weimar y en la Alemania de Hitler, inmigrante indeseado en la Inglaterra en guerra con el Reich, marxista durante toda la Guerra Fría, antisoviético y antichino dentro del PC, antiespecialista en un mundo de especialistas, políglota en un mundo cada vez más anglófono, intelectual desvelado por los no intelectuales, anomalía dentro de anomalía dentro de anomalía. “Todo ello complicó mi vida como ser humano y paralizó mi carrera durante años, pero me ha representado una ventaja considerable como historiador”, dice él.

Agnes Heller dice que la Historia habla de los hechos vistos desde afuera y las memorias hablan de los hechos vistos desde adentro. Dos hechos marcaron tempranamente la vida de Hobsbawm: aquella maldición china y el descubrimiento entre los papeles de su padre (que murió quebrado cuando él tenía trece años, en plena hiperinflación berlinesa) de un cuestionario íntimo en donde el progenitor se preguntaba qué era la felicidad, esa entelequia que había perseguido sin éxito durante toda su corta vida, y se contestaba: la suerte de no tener mala suerte. Tiempos interesantes y mala suerte. De esa ecuación sale Hobsbawm. O, mejor dicho, de los inesperados beneficios de ambas cosas.

Por ser pelirrojo y de ojos azules, en Viena no le decían Jude sino Englander. En Inglaterra, en cambio, adonde lo enviaron cuando murió su madre (un año después que el padre), es simplemente “El Feo”. Pero si se hubiera quedado en Viena, habría terminado gaseado en los campos. El joven Hobsbawm refugia su fealdad afiliándose al PC británico (donde cantan: “Hasta que llegue la revolución, el amor es un sentimiento antibolchevique”). Pero cuando estalla la guerra es el único de sus camaradas de estudios y de militancia al que no eligen para el servicio secreto: no por extranjero ni por marxista; es el único que no sabe hacer el crucigrama del Times. Eso lo alejará providencialmente del caso de los dobles espías Kim Philby y Guy Burgess, pero lo dejará sin trabajo durante años. Cuando condena en un plenario del PC la represión soviética en Hungría en 1956, cree que el partido va a expulsarlo, pero son tantas las bajas que no le hacen nada. Y a él le da vergüenza abandonar el barco cuando todos lo hacen, así que conserva el carnet. “Quitarme de encima el sambenito de pertenecer al PC habría mejorado mis perspectivas profesionales. Pero sencillamente no quise hacerlo. Yo quería alcanzar el reconocimiento como comunista confeso. No defiendo esta forma de orgullo, pero no puedo negar su fuerza.”

Hobsbawm vio convertirse en pretérito casi todos los signos que definían y regían su presente, pero se descubrió providencialmente equipado para relatarlos porque, a diferencia de tantas otras víctimas de la Historia, él tuvo, como judío mitteleuropeo y como marxista anómalo, “tiempo de reflexionar acerca de la desintegración de un imperio y de una época, al ser una muerte largamente anunciada, en ambos casos”. Cuando todos los historiadores de su generación se retiraban o se morían, él siguió publicando libros, cada vez más sabios. En pleno auge del pensamiento neoconservador, cuando se aseguraba que habíamos llegado al fin de la Historia, Hobsbawm dijo que lo que había terminado era el siglo veinte nomás y logró que se hiciera canónica su manera marxista de ver el siglo (cuyo inicio fijó en 1917, con la Revolución de Octubre y su cierre, en la caída de la URSS en 1989). Después de la caída de las Torres Gemelas en 2001, dijo algo que repitió cuando mataron a Bin Laden hace meses: “El mundo necesita más que nunca a los historiadores, especialmente a los escépticos”. Si el pasado es otro país, era de rigor que un expatriado múltiple como él se convirtiera en su historiador por antonomasia.

Hobsbawm usa el raro prisma de su experiencia personal para buscar la real dimensión de las cosas en el laberinto de la Historia. De ahí su anomalía, su heterodoxia, su excentricidad; de ahí su ecuanimidad por momentos exquisita y por momentos casi inverosímil. En sus memorias, en sus reportajes, en su Era de los extremos, Hobsbawm nos cuenta el siglo veinte como si el propio siglo hablara de sí mismo, en una de esas sobremesas de trasnoche en que de golpe llega la hora de la sinceridad más descarnada: el siglo habla y todos sentimos que habla de nosotros. La única manera de que nos entre de verdad la Historia es entender que no es letra muerta, sino experiencia viva: que eso que pasó nos pasó a todos. Ese es el Efecto Hobsbawm para mí: alguien que sopla suavemente en nuestro oído y nos hace entender de golpe qué es el famoso viento de la Historia, cómo se vive en tiempos interesantes.

* Esta nota fue publicada en Página 12 el 22/07/11