domingo, junio 29, 2014

Jack Goody y la comparación socio cultural de civilizaciones

El ansia de interpretar y comprender en la historia pasa por la comparación.   Jack Goody es uno de esos investigadores (antropólogo e historiador británico) que han realizado ingeniosos sistemas de comparación.


Sin duda, Goody debe ser una lectura obligatoria para aquellos historiadores interesados en incidir académica y socialmente en Centroamérica.   A leer a este maestro gestor de proyectos.

Una interesante entrevista a Goody se puede bajar de

http://www.revistaaen.es/index.php/aen/article/download/15637/15496

domingo, junio 15, 2014

“Los populistas ofrecen soluciones falsas a problemas reales”

El académico canadiense, Michael Ignatieff, reivindica la política y defiende cambios en el sistema tras su sonado fracaso electoral

 Madrid 15 JUN 2014 - 00:00 CET  tomado de http://internacional.elpais.com/internacional/2014/06/10/actualidad/1402412024_548929.html
Michael Ignatieff, el pasado martes en Madrid. / JULIÁN ROJAS
La atalaya mental desde la que Michael Ignatieff intenta comprender el mundo es un lugar privilegiado, al que ha llegado después de un tránsito doloroso y revelador por las cimas y las cloacas de la política.Catedrático de la Universidad de Harvard, Ignatieff (Toronto, 1947) fue el líder de la oposición liberal en Canadá hasta 2011, año en el que se estrelló con estrépito en unas elecciones que le apartaron de la carrera. La derrota y sus cinco años de política activa le propinaron al intelectual una inesperada cura de humildad, pero sobre todo le permitieron una exposición única a las entrañas de la maquinaria de los partidos. Ignatieff critica con lucidez mucho de lo que le tocó vivir, pero a la vez reivindica con energía la política y a los políticos. “La nobleza [de la política] reside en la lucha por defender aquello en lo que crees y en animar a otros a luchar por mantener lo mejor de nuestra vida en común como pueblo”. Es una de las conclusiones que Ignatieff, un hombre que aspiró a ser un político diferente, recoge con asombrosa humildad en su nuevo libro Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política (Taurus). “Yo entré en política con una pesada carga y pagué un elevado precio por ello, pero es mejor haber pagado que haber vivido una vida a la defensiva. Una vida vivida a la defensiva no es una vida vivida con plenitud”, reflexiona en su relato autobiográfico, candidato a convertirse en libro de texto en las escuelas de ciencia política.
De paso por Madrid, el pensador canadiense conversa sobre los Gobiernos, los vicios de la política y la deriva populista que corroe el ADN del sistema; también el europeo. Le indigna especialmente el abuso de la retórica antiinmigración por parte de los partidos que cobran vigor en estos tiempos de crisis. “El miedo y la fobia europea a la inmigración son una vergüenza propiciada por una Europa mediocre, pequeña y provinciana sin cabida en la economía global”, sentencia.
Pregunta. Usted creyó que podía ser un buen político; que un intelectual ajeno al mundo de los partidos y las elecciones sería capaz de triunfar. ¿Qué falló?
Respuesta. Los outsiders permanentemente soñamos con que podemos irrumpir en el juego político, pero la política requiere una serie de habilidades específicas, no todo el mundo puede hacerlo. Hay una serie de trucos que hay que aprender. Por ejemplo, no puedes responder a lo que te preguntan, sino a lo que te gustaría que te hubieran preguntado. No puedes repetir algo en negativo, hay que darle la vuelta y expresarlo en positivo. Es naif pensar que vienes de fuera, y simplemente puedes hacerlo. Yo no lo hice mal, me convertí en el líder de mi partido [LIBERAL], pero no era el momento adecuado. La política es el arte de lo posible, pero ahora. Ni más tarde, ni mañana. Ahora. No es suficiente con tener ideas, hay que actuar en el momento adecuado. Y esto lo digo desde la admiración por la política. Los outsiders, los catedráticos, en el fondo, no respetan la política ni entienden las habilidades específicas que son necesarias para defenderse en la arena política.
La política requiere una serie de habilidades específicas. No todo el mundo puede hacerlo. Hay trucos que aprender”
P. ¿Qué cambiaría del juego político?
R. Para empezar, despediría a todos los periodistas [risas]. La política se ha convertido en algo muy trivial, muy personal y desagradable. Cuando eres político, solo lees a los periodistas políticos, vives en una burbuja, a pesar de que cada vez menos gente lee ese tipo de periodismo. Como político, en lugar de gobernar, vives obsesionado con historias que no son importantes, que dentro de un año nadie se acordará de ellas. A mí me tocó estar en la oposición, donde tu función es asestar golpes bajos. El problema es que a veces los políticos no distinguen entre el enemigo y el adversario. Si no se respeta al adversario, al final a lo que asistimos es a un circo romano. Es un espectáculo desagradable, lo que nos indica que algo estamos haciendo mal. En parte por eso, la gente está asqueada con la política. Parece que a veces olvidamos que en política también hay reglas. La democracia es el antagonismo estructurado, no es la guerra. La batalla entre enemigos es la guerra. La democracia es la batalla entre adversarios. Porque además, el que es tu adversario hoy puede ser tu aliado mañana, como sucede en las coaliciones del norte de Europa.
P. ¿Cómo trasladaría la distinción entre enemigos y adversarios al caso español?
R. En España, ustedes tienen un Estado multinacional y la única manera de mantener la unidad nacional es si los catalanes y el resto de españoles se tratan como adversarios y no como enemigos. La gente se olvida de que en el Parlamento de Canadá yo me sentaba al lado de gente que cobraba el mismo sueldo, la misma pensión y que, sin embargo, están comprometidos con la idea de romper mi país. Pero no son mis enemigos, son mis hermanos. Jugamos con las mismas reglas, simplemente no estamos de acuerdo sobre el modelo de país en el que queremos vivir, pero es normal y la democracia tiene que ser capaz de dar cabida a desacuerdos de este tipo. Lo importante es mantenerlo al nivel de una disputa democrática y no una guerra civil. Por eso, no puede haber enemigos en el Parlamento español, ni en el canadiense y tampoco en el ucranio.
Como político,
en lugar de gobernar, vives obsesionado
con historias
que no son importantes”
P. ¿Hasta qué punto el circo romano del que habla ha contribuido a la creciente desafección de los ciudadanos con la política? Los resultados de las recientes elecciones europeas han sido devastadores para la clase política tradicional en casi toda Europa.
R. Los populistas, de derechas o de izquierdas, ofrecen soluciones falsas a problemas reales. En Europa hay grandes problemas. Crisis económica, desempleo, enfado con los inmigrantes…, pero la gente siente que los partidos tradicionales no les ofrecen soluciones reales. La democracia no sobrevive sin soluciones a los problemas reales.
P. ¿Qué soluciones piensa que deben aportar los políticos tradicionales?
R. Hace falta liderazgo. Hay que plantarse frente al UKIP [antieuropeos británicos], a Le Pen [Marine, ultraderecha francesa] o a quién sea y decirles que se vayan a tomar viento. La gente vota a los políticos valientes. Una cosa es tener el derecho a determinar la política migratoria como país y otra permitir que esta desconfianza [RISAS]populista[/RISAS] hacia los extranjeros. No solo es moralmente incorrecto; es estúpido desde un punto de vista económico.
P. ¿Cómo se combate la retórica antiinmigración que explotan con éxito los populistas?
R. El discurso antiinmigración me ofende moralmente. Es especialmente estúpido en sociedades como la europea con una población que envejece y no crece. La inmigración es la solución, no es el problema. Estados Unidos y Canadá tienen una demografía dinámica gracias a la inmigración. Si quieres una Europa libre de guerras, tienes que querer que haya rumanos y búlgaros en las calles de Madrid. Si quieres una economía dinámica, tienes que dejar que venga la gente que trabaja duro. No podremos tener una globalización moral a menos que resolvamos la cuestión migratoria. El miedo y la fobia europea a la inmigración son una vergüenza propiciada por una Europa mediocre, pequeña y provinciana sin cabida en la economía global.
P. Uno de los ejes de su campaña de 2011 fue la desigualdad. Tres años después, se ha convertido en uno de los grandes temas de la conversación global. Pero no parece que se haya dado el salto de la retórica a la acción. ¿Por qué?
R. El problema fundamental es la falta de reformas fiscales. No puede ser que en las democracias liberales sean las clases medias las que soporten el peso del Estado, porque eso es lo que está fomentando que la gente apoye a los populistas. Que las grandes empresas no paguen su parte de impuestos es un escándalo global. El problema es que solo la extrema izquierda propone una mayor carga fiscal para los ricos. Yo defiendo el capitalismo y no creo que sea el Estado el que deba redistribuir, pero también creo que todo el mundo, y repito, todo el mundo, tiene que pagar la parte que justamente le corresponde. Para mí, es un programa centrista, no de izquierda radical. Si no resolvemos la crisis fiscal, nos enfrentaremos a un problema global muy serio. Si no hay justicia social, el sistema simplemente no va a funcionar.
P. Usted es una referencia académica en derechos humanos. Los drones, las migraciones, la privacidad en la Red, las herencias de la guerra contra el terror de George W. Bush. ¿Ha llegado el momento de revisar el consenso de los derechos humanos?
R. Los últimos 15 años han sido malos para los derechos humanos. Hemos secuestrado gente, torturado, invadido otros países, rechazado a inmigrantes. Las democracias liberales tenemos que ser autocríticas. Los derechos humanos deben ser el eje de la política. Si no, no estaremos gobernando. Estaremos simplemente gestionando el poder. Los derechos humanos son la redención del poder.


Intelectuales y pasiones políticas. La Gran Guerra confirmó a un buen lote de intelectuales en el papel de sacerdotes y codificadores de sus mitos



 13 JUN 2014 - 20:14 CET tomado de http://internacional.elpais.com/internacional/2014/06/13/actualidad/1402683241_683178.html

Escribía Julien Benda en 1927 que uno de los grandes títulos del siglo XX en la historia moral de la humanidad habría de ser el de “siglo de la organización intelectual de los odios políticos”. Achacaba Benda ese dudoso honor al hecho de que un gran número de intelectuales había desertado de los valores universalistas de la verdad, la justicia y la razón para ponerse al servicio de la pasión particularista de la nación. La fascinación que sobre los intelectuales ejercía aquella pasión nacional constituía, según titulaba Benda su célebre panfleto, La trahison des clercs.
La traición comenzó pronto, desde el mismo momento en que cientos de intelectuales saltaron a la escena pública en defensa del honor de Francia frente a quienes habían firmado la acusación contra la injusta condena, sostenida en una mentira, del capitán Dreyfus por un tribunal militar.
Es la pasión política que convierte la nación en una religión en cuyo altar se sacrifica la verdad, la justicia y la razón
Pero esta traición no pasa de un juego de niños si se compara con lo que ocurrirá en las primeras semanas de la Gran Guerra, cuando la fabricación del estereotipo nacional del enemigo disolvió las diferencias de clase y situación social para fundirlas en la unión sagrada contra el invasor. Nada menos que 93 intelectuales alemanes, entre ellos varios premios Nobel de física, química y medicina, no dudaron en recurrir a las más burdas mentiras y al más repugnante racismo con el propósito de limpiar “el honor de Alemania”. En un manifiesto Al mundo civilizado, y ante las protestas contra la destrucción de Lovaina, la crema de la intelectualidad alemana rechazó la idea de comprar la derrota de su nación “por el coste de salvar una obra de arte”, y reafirmó la voluntad del Ejército alemán fundido en un todo con el pueblo de llevar “a cabo esta guerra hasta el final como una nación civilizada”.
Fue, como ha recordado Peter Novick, el primer ejemplo escandaloso de cooperación de académicos del más alto nivel en la propaganda en tiempos de guerra. Y fue, en efecto, la Gran Guerra la partera de la nación como la más fuerte y destructora de las pasiones políticas que habrá contemplado la historia de Europa, y la que confirmó a un buen lote de intelectuales en el papel de sacerdotes y codificadores de sus mitos: la identificación del otro como enemigo al que es preciso humillar y destruir al tiempo que se afirma la propia diferencia; la invención de un pasado nacional como territorio mítico poblado de personajes legendarios; la creación de un habitus racial o étnico con el propósito de disolver las diferencias de rango, de posición y de clase para fundirlas en la unión sagrada de una patria a la que ofrendar la vida. Es la pasión política, pasión de poder, que convierte la nación en una religión en cuyo altar se sacrifica la verdad, la justicia y la razón. El resultado de este sacrificio es bien conocido: un ascenso imparable de los nacionalismos y la consiguiente devastación de Europa.
En España, veinte años después de que la Gran Guerra hubiera recorrido la mitad de su camino,otra guerra, de alpargatas y fusil en sus primeras semanas, de tanques y aviones después, servirá también de acelerado proceso de nacionalización, solo que aquí el otro a exterminar vivía entre el nosotros exterminador, en el piso de abajo o a pocas manzanas de distancia. Y como, según advirtiera Antonio Machado, la retórica en las guerras civiles es la misma para los dos beligerantes, la española fue vivida retóricamente por cada uno de ellos como una guerra contra el invasor, asumiendo los intelectuales de cada parte, orgánicos o no, la tarea de constructores de sendas naciones, de la que solo una podría levantarse con el santo y seña de la única y verdadera España. Venció la Nación católica, que condenó a la Antiespaña al exterminio y al exilio. 
Algo tendrá que ver con esa identificación de nación y religión el hecho de que cuando los jóvenes universitarios e intelectuales comenzaron a dar la cara en sus protestas contra la represión y la conculcación de derechos y libertades, el lenguaje de nación, propio de intelectuales en guerra, dejara paso a un lenguaje de democracia, carente de pasión nacional: la nación brilla por su ausencia en los manifiestos firmados por intelectuales en los años cincuenta y sesenta. Por eso, una vez promulgada la Constitución, solo pudimos apelar a ella, y no a la nación, como base común a todos. Y es evidente que si —por decirlo con palabras de Habermas— hubiéramos aprendido a entender, a la luz de una historia repleta de catástrofes nacionales, como un logro histórico el Estado social y democrático de Derecho que de la Constitución fue el mejor resultado, aun con sus carencias y límites, otro gallo hoy nos cantaría.
Los intelectuales han sido decisivos para transformar comunidades de lengua en comunidades de cultura
Pero no ha sido así, y en que no lo haya sido tienen mucha parte los intelectuales que durante un tiempo, cuando eran jóvenes y el futuro una revolución pendiente, hablaron el lenguaje de democracia y libertad; luego, cuando se hicieron mayores y el presente era una pugna por el poder, recurrieron al lenguaje de nación e identidad. La participación de intelectuales en los procesos de construcción nacional ha sido decisiva en la transformación de comunidades de lengua en comunidades de cultura para saltar de ahí a comunidades políticas que se identifican como comunidades de destino, por decirlo ahora con palabras de Max Weber, no muy diferentes de las de Otto Bauer. Un territorio, una lengua, una cultura, una identidad, una nación, un pasado con sentido y un destino que es un Estado, un poder: todo uno y todo contra el otro, que vuelve a ser el enemigo al que es preciso humillar para mejor acusarlo de las supuestas desventuras propias.
Contaba Michael Ignatieff que en todos los lugares a los que había viajado con el propósito de entender las raíces de los conflictos étnicos, había encontrado la misma situación: aquellos que creen que una nación debe ser el hogar de todos sin distinción de raza, color o religión, y aquellos que pretenden que la nación sea el hogar de gente como ellos. Ignatieff sabía de qué lado estaba, pero terminaba su viaje con una reflexión desoladora: también sabía cuál era el lado que iba ganando la batalla. Sin duda, el que Julien Benda había bautizado como el del odio político intelectualmente organizado. Frente a eso, al viejo intelectual solo le queda esgrimir un argumento en desuso: su compromiso con la verdad, la justicia y la razón por encima de cualquier pasión política. Son valores que no sirven para tocar poder, pero tal vez algo valgan todavía para evitar las catástrofes provocadas por la pasión de nación

martes, junio 10, 2014

Las lecciones de 1914

El historiador Christopher Clark defiende en ‘Sonámbulos’ que la I Guerra Mundial fue una elección de los hombres de Estado

 20 MAY 2014 - 00:05 CETTomado de   http://cultura.elpais.com/cultura/2014/05/19/actualidad/1400528763_920016.html

Pocas veces un libro de historia consigue un éxito global tan contundente como el que ha logrado el catedrático de CambridgeChristopher Clark (Sidney, 1960) con Sonámbulos, un ensayo de 800 páginas (más de 100 son notas) sobre el principio de la I Guerra Mundial. Harold Evans lo calificó en The New York Times de “brillante” y “fascinante”, mientras que el historiador R.J.W. Evans escribió en The New York Review of Books que era el “más consistente, sutil, perspicaz y provocador” de todos los libros publicados con motivo del centenario del principio del conflicto, que se conmemora este verano. El volumen, publicado en castellano por Galaxia Gutenberg, ha sido un best seller en el Reino Unido, Alemania y acaba de ganar en Francia el premio Aujourd’hui a la mejor investigación histórica. “Los protagonistas de 1914 eran como sonámbulos, vigilantes pero ciegos, angustiados por los sueños, pero inconscientes ante la realidad del horror que estaban a punto de traer al mundo”, escribe en este ensayo, en el que trata de cambiar la pregunta para entender el comienzo de la catástrofe de las catástrofes: no responder al porqué sino responder al cómo.
Clark, que confiesa que tiene el mail saturado de peticiones tras el éxito de su libro, visitó Madrid este lunes, invitado por la Fundación Ramón Areces, donde dio una conferencia dentro de un ciclo dedicado al aniversario de la I Guerra Mundial. “Más que intentar cambiar la respuesta mi objetivo era tratar de cambiar la pregunta”, explica en una entrevista. “Responder al porqué plantea muchos problemas ya que nos lleva a respuestas muy abstractas: imperialismo, chovinismo, nacionalismo y se van añadiendo causas hasta que se crea la ilusión óptica de que Europa era un volcán a punto de estallar, como si hubiese algo inevitable, como si las personas que tomaron las decisiones que llevaron a la guerra fuesen víctimas de otras fuerzas. Me parece una visión equivocada. Esta guerra fue elegida por los hombres de Estado que la desencadenaron. Pensar en cómo explica mucho mejor como ocurrieron las cosas”.
Cristopher Clark, historiador que firma 'Sonámbulos'. / CLAUDIO ÁLVAREZ
Este historiador, profesor en Cambridge desde 1987 y autor un famoso libro sobre Prusia, Iron Kingdom. The Rise and Downfall of Prusia (1600-1947), lanza un puñado de ideas polémicas sobre aquellos días de verano que pasaron entre el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, el 28 de junio, y el inicio de las hostilidades, el 3 de agosto. La primera de ellas es que no hay un culpable claro, la segunda es que la guerra era perfectamente evitable, incluso, escribe enSonámbulos, “improbable”. La idea de que con decisiones diferentes de un puñado de actores se hubiesen evitado cuatro años de destrucción total y 20 millones de muertos, entre militares y civiles, no está claro si resulta inquietante o reconfortante.
“Imagine que el complot para asesinar al archiduque hubiese fracasado. Sabemos que hubiese regresado a Viena y hubiese despedido a su muy belicoso jefe del Estado Mayor, Franz Conrad von Hötzendorf. Las voces a favor de la paz hubiesen prevalecido. El peligro de guerra entre Austria y Serbia hubiese estado mucho más lejano. Imagine también otro posible camino: los británicos estaban barajando en el verano de 1914 abandonar su relación con Rusia y buscar una alianza con Berlín, lo que hubiese ocurrido en julio, pero no pasó a causa de la crisis. Se abre una constelación totalmente diferente. Las causas que explican cómo pasamos de Sarajevo a una guerra Europa, 37 días después, son decisiones a muy corto plazo, muy rápidas”.
Portada de la edición española de 'Sonámbulos', de Christopher Clark.
“Todos son responsables aunque alguno es más responsable que otros. Creo que las mayores responsabilidades se reparten entre Viena, Berlín y París. Quería huir de la noción de que la culpabilidad debe ser el concepto que lo organiza todo”, prosigue. “Hay que reconocer que con pequeños cambios, las cosas hubiesen sido diferentes”, dice. Clark ha escrito bastantes artículos sobre los paralelismos entre 1914 y 2014 porque terminó de escribir su libro cuando el euro estaba al borde del pricipicio. Cree que la comparación con la crisis de Ucrania es “superficial” pero que sí se puede establecer un paralelismo más profundo con la actuación de los Gobiernos europeos durante la crisis. “Todos los actores eran conscientes en 1914 de que existía el peligro de un desastre total, pero no era suficiente para superar su egoísmo. Los dirigentes de 1914 me recuerdan a los jugadores en un casino: existe una desconexión total entre las ganancias que los jugadores creen que van a conseguir y el mismo hecho de que el casino exista, y es un negocio precisamente porque al final siempre pierden”.
Sonámbulos es una mina de información sobre la Europa de principios de siglo, sobre los actores que empujaron el mundo hacia el guerra –todos hombres, destaca Clark, que “hacen referencias constantes a su masculinidad en su lenguaje”, otra idea del libro que ha provocado muchos comentarios–, sobre la diplomacia Europa, sobre guerras poco conocidas anteriores a la Gran Guerra –Libia, 1911, por ejemplo–. Pero también es una obra que enseña a leer el pasado con la mirada puesta en el futuro. “La gran lección de 1914 es que nos enseña hasta qué punto las cosas pueden ir mal cuando la gente deja de hablar, cuando el compromiso es imposible. 1914 también nos recuerda que las guerras pueden llegar como consecuencia de decisiones rápidas y de cambios súbitos e imprevisibles en el sistema”.