Posted by Anaclet Pons en Enero 9, 2009
Los historiadores americanos suelen empezar el año, como hemos anunciado, con su reunión anual. En esos primeros días, los allí reunidos despliegan una frenética actividad en todos los órdenes. El resto de asociados se solazan con las fiestas y repasan el último número de la American Historical Review, una publicación que aparece cada dos meses y cuyo último número corresponde a diciembre de 2008.En esta ocasión, el tema central, lo que llaman el AHR Forum, está dedicado con toda justicia a Joan W. Scott: “Revisiting Gender: A Useful Category of Historical Analysis”. Esto es lo que incluye:
Introduction
A History of “Gender”, a cargo de Joanne Meyerowitz, profesora de History and American Studies en Yale
A Paradigm of Our Own: Joan Scott in Latin American History, de Heidi Tinsman, historiadora de la UCI
An Archipelago of Stories: Gender History in Eastern Europe, por Maria Bucur-Deckard, profesora asociada en Indiana
The Three Ages of Joan Scott, de Dyan Elliott, historiadora de la Northwestern
Chinese History: A Useful Category of Gender Analysis, por Gail Hershatter (UCSC) y Wang Zheng ( Y, para concluir, Unanswered Questions, el texto de la misma Joan W. Scott
Bien. Por si alguien no tiene acceso a ese número, les ofrezco algunos párrafos de este último artículo:
Cuando presenté mi artículo sobre el “Género” a la AHR en 1986, su título era “¿Es el género una categoría útil para el análisis histórico?” Los editores me hicieron cambiarlo, poniendo el título en modo afirmativo, porque, según me dijeron, las interrogaciones no estaban permitidas para rotular un artículo. Diligentemente, cumplí con esa convención, aunque pensé que con la revisión perdía cierta fuerza retórica. Unos veinte años más tarde, los artículos preparados para este foro parecen responder afirmativamente a la pregunta, y lo hacen con una rica variedad de ejemplos extraídos de las últimas investigaciones históricas . Al mismo tiempo, sugieren que las cuestiones de género nunca han sido respondidas por completo y, de hecho, quiero insistir en que el término género sólo es útil como pregunta.
He leído los artículos, de modo que no sería de gran ayuda recordar los ceños fruncidos que saludaron la presentación inicial de mi ensayo, en un seminario en el Instituto de Estudios Avanzados en el otoño de 1985. Los historiadores de Princeton acudieron a oírme hablar -mi primera intervención como nueva integrante del Instituto– y los profesores, todos varones, estaban consternados. Con los brazos cruzados con fuerza sobre sus pechos, se mostraban a sí mismos tan y tan lejos en sus sillas que se quedaron sin palabras. Más tarde, me llegaron algunos de sus comentarios por boca de algunas de mis amigas y colegas. Eso es filosofía, no historia, manifestaba Lawrence Stone a quien quisiera escucharle. Me ahorré las reacciones más negativas, que eran evidentes en ese silencio ensordecedor. Evidentemente, la academia no estaba lista ni para el género ni para la teoría posestructuralista que me había servido para formular esas ideas. Estaba conmocionada, pero impertérrita, pues pensar en estas nuevas formas era demasiado interesante como para devolverme a la historia ortodoxa.
En las reunión de la American Historical Association de diciembre, la reacción al texto fue totalmente diferente: las respuestas de las feministas, de quienes se ocupaban de la historia de las mujeres, así como de nuestro creciente grupo de seguidores, fueron críticas pero comprometidas. Estaba dando voz –no inventando– a algunas de las ideas y preguntas que el movimiento feminista había planteado, buscando formas de convertir las cuestiones políticas en históricas. El ensayo era una amalgama de dos tipos de influencias procedentes, por un lado, de la historia y, por otro, de la literatura. Desde la historia, era producto de esas tempranas e increíbles Berkshire Conferences on the History of Women de la década de los setenta. Fue allí donde escuché por primera vez mencionar las cuestiones de género, en una conversación con Natalie Zemon Davis, quien nos recordó que “la mujer” siempre se definía en relación con los hombres. “Nuestro objetivo”, dijo, “es comprender la importancia de los sexos, de los grupos de género en el pasado histórico. Nuestro objetivo es descubrir la gama de roles sexuales y del simbolismo sexual en distintas sociedades y épocas, para averiguar qué significado tienen y cómo funcionan para mantener el orden social o para promover el cambio ” (“Women’s History’ in Transition: The European Case”, Feminist Studies 3, no. 3–4, 1976, pág. 90). Del lado literario, era resultado del tiempo que pasé en la Brown University a principios de los ochenta, trabajando con feministas desde el posestructuralismo y la crítica psicoanalítica, como Elizabeth Weed, Naomi Schor, Mary Anne Doane y Ellen Rooney. Ellas me enseñaron cómo pensar operando de forma productiva con la idea de diferencia, a comprender que las diferencias de sexo no estaban establecidas de forma natural, sino que se habían generado a través del lenguaje, y me enseñaron también a analizar el lenguaje como algo volátil, como un sistema mudable cuyos significados no pueden ser fijados de una vez por todas.
Creo que es justo que las autoras de los artículos que componen este forum nos recuerden que no fui yo la que dio origen al concepto de género, ni siquiera entre los historiadores, y que mi papel fue el de ocupar un lugar en el que convergían varias líneas de pensamiento. “Joan Scott” no es, desde esta perspectiva, una persona, sino un marcador, la representante de un esfuerzo colectivo en el que yo (Joan Scott, la persona) sólo era una parte. Probablemente esa sea la razón por la que el artículo ha perdurado: había una resonancia familiar, incluso para los lectores que no estaban de acuerdo con todos sus argumentos y que no tenían intención de seguir sus sugerencias. Estableció algunos términos con los que hemos tenido que lidiar, algunas teorías con las que nos hemos tenido comprometer y, sobre todo, captó algo de la excitación de aquellos tiempos: un camino más allá de las ideas que se ha convertido en sofocante o rancio, abriéndonos a diversos conocimientos que aún teníamos que producir. Hablar de “Género” es plantearse problemas históricos, no es un programa ni un tratado metodológico. Es sobre todo una invitación a pensar críticamente acerca de cómo los significados de los cuerpos sexuados se producen, se despliegan y cambian; y eso, a fin de cuentas, es lo que explica su longevidad.
(…)
El “lenguaje de género” no se puede codificar en los diccionarios, ni su significado puede ser fácilmente asumido o traducido. No se reduce a ninguna cantidad conocida de lo masculino o femenino, de hombre o de mujer. Es precisamente ese significado particular el que necesitamos separar en los materiales históricos que examinamos. Cuando el género es una pregunta abierta sobre cómo se establecieron esos sentidos, lo que significaban y en qué contextos, sigue siendo una categoría útil para el análisis histórico. Tal vez aquella pregunta, la que tuve que quitar en el título del artículo de la AHR, tendría que haberse mantenido después de todo, aunque sólo fuera para recordarnos que el género es una pregunta que sólo se responde gradualmente a través de las investigaciones de los estudiosos, los historiadores entre ellos”.
Hasta aquí. Aprovechemos la ocasión para citar el último libro de Scott, que crítica la norma francesa de 2004 que prohibía la manifestación externa de la filiación religiosa: The Politics of the Veil (PUP, 2007, 208 págs).
La autora sostiene que la ley es un síntoma dl e fracaso de Francia a la hora de integrar a sus antiguos colonizados como ciudadanos de pleno derecho. Analiza asimismo la larga historia de racismo que hay tras la ley, así como las barreras ideológicas que se levantan contra la asimilación musulmana. Por supuesto, subraya las conflictivas aproximaciones a la sexualidad que se sitúan en el centro del debate – cómo los partidarios franceses de la prohibición ven la apertura sexual como el estándar de la normalidad, la emancipación y la individualidad, mientras el pudor sexual implícito en el pañuelo sería prueba de que los musulmanes nunca pueden ser plenamente franceses. Scott sostiene que la norma, alejada de la conciliación religiosa y las diferencias étnicas, sólo las exacerba. Muestra cómo la insistencia en la homogeneidad ya no es viable para Francia – ni para Occidente en general- y cómo crea el auténtico “choque de civilizaciones” que se dice que constituye la raíz de estas tensiones.
El volumen no tuvo una gran repercusión, pero al menos podemos citar un par de reseñas, una recogida en un medio francés y otra en uno anglosajón.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario