miércoles, abril 14, 2010

AntiWhite - de Justo Serna y Anaclet Pons Cómo se escribe la microhistoria

   (Texto extraído del capítulo Quinto del libro Cómo se escribe la microhistoria
                                                               en el que se examina la polémica entre Carlo Ginzburg y Hayden White)
                                                                                                        
                                                         

"¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son".
                                                                                                      
                                                                                                             Friedrich Nietzsche

           Que el historiador haya perdido su inocencia, que se deje tomar como objeto, que él mismo se tome por objeto, ¿quién habrá de lamentarlo? Se mantiene que si el discurso histórico no se atuviese, por cuantos intermediarios se quiera, a lo que, a falta de algo mejor, hemos de llamar lo real, estaríamos siempre en el discurso, pero ese discurso dejaría de ser histórico"

Pierre Vidal-Naquet
 Tomado de http://www.uv.es/jserna/AntiWhite.htm
1. En el prefacio de El queso, Carlo Ginzburg hace profesión de fe en favor de la verdad.  Como se recordará, hay un pasaje vibrante en el que el historiador critica las formas contemporáneas del escepticismo que, a su juicio,  ejemplifica centralmente Foucault. Ese escepticismo implicaba una suerte de silencio ante una fuente sesgada, mendaz, ante una fuente que no permite la restitución del pasado porque el pasado mismo como idea es irrecuperable. Ginzburg se pronunciaba allí contra lo que llamaba el neopirronismo, contra el irracionalismo estetizante y contra un populismo negro y mudo que, invocando la voz de los excluidos, se negaría al análisis y a la interpretación. Frente a ello, oponía la búsqueda paciente y modesta de la verdad, sin temor a ser denunciado como oficiante de un desprestigiado positivismo, sin temor a ser acusado de violencia ideológica o racionalista. Esa reconstrucción podría realizarse incluso a partir de testimonios dudosos, puesto que no  por ello serían menos significativos. El Pierre Rivière de Foucault no sería objeto de interpretación para no violentarlo; en cambio, el Menocchio de Ginzburg sí que lo sería, sin ese miedo improductivo al que conduciría el silencio de Foucault. Ese silencio estaría, en parte, justificado por las críticas recibidas de Derrida, críticas dirigidas a su obra temprana, a la Historia de la locura. En opinión de Ginzburg, habría un primer Foucault interesante, el autor de una obra "irritante pero genial" que se ocuparía de estudiar la locura y las diferentes concepciones históricas de la exclusión. Pero, más adelante, y como consecuencia de su nihilismo creciente, en parte próximo al de Derrida, habría derivado hacia ese irracionalismo que denuncia y cuyos primeros vestigios podrían encontrarse en Las palabras y las cosas y en La arqueología del saber. Es decir, lo que le atrae de Foucault es su condición de pionero en el estudio de las clases populares, pero lo que rechaza es el tratamiento, un juicio en suma que seguirá manteniendo a lo largo del tiempo. Así, en la entrevista que concediera a la revista Radical History en 1986, señalaba haber descubierto en la obra de Foucault una parte muy estimulante y a la vez algo mucho más débil, incluso insostenible y en cualquier caso menos interesante. Es por eso, pues, que reconocía la ambivalencia de sus tratos con Foucault, un sentimiento que le llevaba a situar en el lado positivo el texto sobre la locura y en el negativo Las palabras y las cosas. Aun así, como ya hemos anticipado, cuando estudia la locura, el filósofo francés se ocupa más del fenómeno de la exclusión y de sus recursos que de los excluidos. Es por eso, pues, que la voz de los marginados está ausente de la obra de Foucault tanto por razones de objeto como por esa imposibilidad de restitución de la que es muestra el Pierre Rivière. Es por eso por lo que, en fin, aquel libro era ciertamente genial, pero irritante.

De todos modos, no nos interesan en este momento tanto las relaciones de Ginzburg con Foucault como los tratos que aquél tuvo y tiene con una cierta idea de verdad. En esa alusión aparece un adjetivo ("estetizante") que acompaña a las formas de escepticismo y que Ginzburg parece emplear para subrayarlas.  ¿Qué significa aquí estetizante?  En italiano, este término alude a la actitud, a menudo exagerada,  de aquel que atribuye a las cualidades estéticas un  valor primario, concibiendo la vida esencialmente como el culto del arte o de lo bello. En consecuencia, si éste es el valor primario, la verdad queda desplazada, lo cual en el arte no sería un problema pero sí que lo sería en una investigación que pretende restituir de algún modo una realidad del pasado. Ahora bien, admitida esa declaración de Ginzburg, ¿habría contradicción entre el reproche al escepticismo esteticista y lo que él hace?

Este problema es central no sólo en este historiador, sino más en general en los debates contemporáneos sobre la historia, al menos desde los años setenta en adelante. En lo que a El queso concierne, nuevamente podríamos calificar de ambigua su posición. Como hemos visto, hay pasajes que son descripciones más o menos imaginarias cuya función en el relato es también provocar un efecto estético. Sin embargo,  esos momentos creativos no dominan sobre la obra, en el sentido de que le den significado a la investigación, sino que son apoyaturas retóricas, licencias que se concede y que le permiten conectar mejor con su lector. De ese modo, le da vida a una pesquisa y le da humanidad a unos personajes que son algo más que inquisidor y encausado. Sin embargo, esa ambigüedad es la que, entre otras cosas,  ha facilitado que su obra haya sido objeto de polémica también en este sentido. Más aún, sorprende que en una obra como ésta, y en especial en un prefacio en el que hay una declaración de intenciones, su autor nada nos diga  sobre la forma en que ha construido su relato y por tanto sobre las descripciones y las presentaciones de ambientes y personajes, y sobre la intriga con la que reviste su escritura. Ese silencio quizá no extrañaría en una obra convencional,  pero en su caso se hace evidente. De este modo, nos hallamos ante una paradoja historiográfica: por un lado, El queso ha sido tenido como un ejemplo de innovación del relato histórico; por otro, su autor no desvela en absoluto la retórica en la que se basó, los efectos de depuración estética que buscó,  ni, en fin, la organización o el suministro de su información.


¿Es que acaso este problema estaba ausente de las preocupaciones de los historiadores en aquellas fechas? La posición de Ginzburg resulta nuevamente ambigua, porque por una parte renueva el relato y por otra hará manifestación explícita de su reflexión y de su posición muchos años después. En efecto, sólo en los años noventa se planteará abiertamente esta cuestión, al menos con respecto a El queso. Y lo hará sobre todo en dos artículos aparecidos en 1994. Por un lado, en "L'occhio dello straniero"; por otro, en un artículo de encargo para una publicación alemana, en el que se le pedía una reflexión sobre su obra, un artículo que lleva por título "Microhistoria: dos o tres cosas que sé de ella". Las breves referencias a El queso se centran particularmente en los problemas de la narración. Como ocurriera en Mitos, esas alusiones describen una especie de itinerario intelectual contextualizando con ello aquel libro dentro de un conjunto de cuestiones presentes en su obra. Así, el relato y, más aún, "la figura del historiador-narrador" eran los asuntos que motivaban su atención y su experimentación. Como en "Indicios", Ginzburg  proponía también la lista de sus predecesores: en este caso, y hablando de narración, no eran otros historiadores los que le habrían influido, sino aquellos grandes escritores a los que como Proust, Woolf o Musil les debemos la principal innovación del género narrativo. A esto mismo ya hicimos alusión anteriormente para otros fines. A esta nómina de autores, narradores de prestigio y evidentes revolucionarios de la novela contemporánea, Ginzburg añadía el Queneau de los Ejercicios de estilo como estímulo adicional.

Las palabras que emplea el propio Ginzburg en "Microhistoria" con respecto a El queso son bien significativas: existía una "estrategia narrativa" y, más aún, tenía una clara "disponibilidad a la experimentación". Quizá llame la atención que si esto era tan evidente como lo declara en los noventa, no aparezca explícita o manifiestamente en los setenta. La novela, por ejemplo, grande o pequeña, no suele estar precedida por un prólogo del autor que "aclare" las intenciones del escritor o los  propósitos de la obra. No hay mensaje que se revele ni tampoco suele ser común que el novelista confiese cuáles han sido sus recursos formales o estilísticos. En principio, en efecto, es una convención de los géneros de ficción no aportar dato contextual alguno acerca de los materiales de los que procede el escrito o acerca de la anécdota personal o de la historia en la que se funda la trama. Y cuando se hace, cuando se vulnera deliberadamente esta regla no escrita, las consecuencias suelen ser bastante chistosas o dudosas, hasta el punto de que, incluso, ese peritexto, ese prólogo, puede llegar a tomarse como un falso paratexto, como si fueran unas palabras que integran la narración propiamente dicha. En ese caso, de darse tal confusión, un relato que es de ficción tiende a anular la declaración de verdad en la que se basa el peritexto.

Ahora bien, con El queso, nos las vemos con un libro de historia y, por tanto, con una obra cuyo registro de verdad es el precepto incontrovertible. En ese caso, un prólogo aclaratorio no es improcedente. Más aún, suele ser convención comúnmente aceptada insertar textos que descifren las claves de la investigación, el contexto de su producción, el objeto y el propósito que guiaron a su autor. El prefacio de Ginzburg se extiende, como hemos visto, en este sentido. Describe con mucho detalle el ambiente historiográfico y los referentes con los que confrontar el texto, pero lo que no nos dice, sobre lo  que no se extiende, es sobre el relato, sus condiciones y recursos. ¿Cómo es posible que ocurra esto si, años después, el propio Ginzburg subrayará la dimensión narrativa y experimental del volumen? El silencio de los setenta y su contraste con la declaración explícita de los noventa puede hacernos pensar  en una operación de reacomodación de algo que no había; puede hacernos pensar que se trata de una reconstrucción retrospectiva que intenta  adaptar un viejo libro a un asunto nuevo, una cuestión que ha devenido central en los últimos tiempos. No creemos que sólo sea un mero ejercicio de razón ulterior. Creemos, por contra, que es a todas luces evidente la clave narrativa y experimental (lo confiese o no Ginburg en los setenta) de El queso. Su lectura contextual y actual revela esa preocupación y esa estrategia, revela implícitamente la condición de relato que el historiador impone a su obra. De todos modos, sigue sin aclararse el silencio acerca de este tema en aquel momento. Convendrá, pues, extenderse en los tratos que el historiador italiano tenga con la narración (y, por añadidura, con las narraciones de ficción), y convendrá observar también cómo traba relación entre aquélla y la verdad.



2. Para cuando Ginzburg publica su obra, en 1976, el debate sobre el relato ya había aparecido en la discusión contemporánea de los historiadores. Nombres tales como los de Paul Veyne, Hayden White o Michael de Certeau habían planteado este problema, el de la escritura de la historia,  y lo habían hecho poniéndolo en relación con  la verdad. Sin embargo, como hemos visto, su única alusión en este plano era a Foucault. Ahora bien, el problema de la verdad tratado en este filósofo no ponía el acento en el relato, sino en las implicaciones de poder de la verdad construida históricamente. ¿Cuándo se planteará Ginzburg de manera manifiesta esa cuestión? Habrá que esperar hasta  los años ochenta, momento a partir del cual se pronuncia reiteradamente, en términos críticos.  Esos pronunciamientos prolongan algunas de las ideas que vertiera Ginzburg contra Foucault en el prefacio de El queso. Sin embargo, ya no es el mismo interlocutor el que es objeto de su crítica. Ahora, por el contrario, el antagonista es uno de esos tres historiadores que desde hacía tiempo venía interrogándose acerca de la escritura de la historia: Hayden White. No obstante, una parte de sus ideas con respecto a White no son estrictamente originales, puesto que provienen de uno de sus maestros: Arnaldo Momigliano. ¿Cuáles son estas ideas?

Momigliano era un  historiador que, como él,  también procedía de la comunidad hebrea del norte de Italia. Además, pertenecía a la misma generación de la que había formado parte Leone Ginzburg, una generación castigada por la guerra,  perseguida por las leyes raciales de 1938 y en parte sacrificada en el holocausto. Su formación intelectual reunía la tradición judía confesional y la predisposición laica apreciable en la colonia hebrea radicada en el Piamonte. Su estancia en Inglaterra, huyendo de la persecución, le permitió entrar en contacto con los emigrados centroeuropeos, en particular con el Instituto Warburg, ensanchando con ello sus intereses históricos. De toda su obra, centrada particularmente en la antigüedad greco-romana y en la cultura hebraica, aquello que destaca especialmente es su predisposición historiográfica. En efecto, de sus libros cobran especial relieve los ensayos dedicados a analizar el concepto y la práctica de historia, en polémica entre otros con Droysen. Para lo que ahora nos interesa, Momigliano mantuvo en los últimos años de su vida  una posición crítica con respecto a Hayden White.


Son varias las referencias que podrían rastrearse en su obra y que aluden al historiador norteamericano. Por ejemplo, en 1974, y recién publicado el libro de White Metahistoria, Momigliano lo abordaba  en un ensayo titulado "El historicismo revisitado". Este libro de White, aparecido un año antes, tenía por subtítulo La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX y, como se sabe, abordaba la poética de la historia, esto es, los recursos retóricos que constituyen el discurso histórico. La conclusión más obvia de su análisis consistía en argumentar que la verdad era una producción del texto y, por tanto, que lo real histórico sólo tenía existencia lingüística. Establecido así, ficción y verdad eran ingredientes inextricables en cualquier obra histórica. Sobre esta tesis polemizará Momigliano. Así,  cuando Momigliano hablaba de historicismo,  lo hacía en principio sin aludir a la corriente filosófica o a la escuela histórica alemanas del siglo XIX; lo hacía mencionando sin más la historicidad de la sociedad humana, pero también de su observador, el historiador. Éste partiría de los hechos del pasado, unos hechos seleccionados, explicados y evaluados de acuerdo con criterios o categorías dependientes del investigador. De este modo,  la disciplina histórica podría caer en un "relativismo" en la medida en que la observación se subordinaría a los intereses del observador. En efecto, esta disciplina, lejos de aportar un conocimiento objetivo, en el sentido antiguo que le diera el positivismo, pone en juego la perspectiva del sujeto cognoscente. Este es el punto justamente clave de la posición de Momigliano: la historia es una disciplina extraordinariamente complicada "por la cambiante experiencia del agente clasificador --el historiador-- que está él mismo en la historia". Ahora bien, la solución correcta para Momigliano no estaría en la respuesta dada por White. ¿Por qué razón? Porque a su juicio este último hace depender equivocadamente los hechos de las figuras retóricas que los presentan. "La retórica no plantea cuestiones de verdad, que es lo que preocupaba a Ranke y sus sucesores y lo que todavía nos preocupa a nosotros. Sobre todo --añade--, la retórica no incluye técnicas para la investigación de la verdad, que es lo que los historiadores ansían inventar".

 Momigliano amplió estos argumentos en un artículo aparecido originalmente en inglés  en 1981 y recogido después, en 1984, en su libro Sui fondamenti della storia antica. En ese ensayo --"La retorica della Storia e la storia de la retorica: sui tropi di Hayden White"--, le acusa amablemente de haber excluido la investigación de la verdad de las tareas del historiador. Más aún, define la búsqueda de la verdad como su tarea fundamental. Por tanto, eliminarla tiene graves consecuencias. Frente a esto, frente a la verdad, White se limitaría a concebir a los historiadores como otros tantos narradores, como retóricos que podrían caracterizarse, según los casos,  por los distintos modos de discurso empleados. Con ello, la historia no sería sino otra forma de literatura, donde la realidad, lejos de ser un dato externo, es una construcción del propio discurso. En este texto y en otros, la clave del reproche es, pues,  la reducción de la historia a retórica. Como buen helenista, Momigliano recupera esa relación de acuerdo con lo dicho en la antigüedad, y  comprueba que el hallazgo de White es menos novedoso de lo que parece. En efecto, ya los antiguos apreciaron la parte de retórica que había en la investigación en tanto los hechos debían presentarse a un auditorio y, por tanto, el historiador necesitaba ser un orador que pudiera seducir y convencer. Ahora bien, como él mismo concluye, la retórica tenía una consecuencia ambivalente para los primeros historiadores, la consecuencia de la bella mentira, de la supeditación de los hechos a su presentación formal y a su efecto de convicción. Y esto, como dice Momigliano, amenaza la integridad moral de esa búsqueda de la verdad que se impone el historiador.


Sin rechazar, pues, la parte de retórica que tenga el oficio de historiador, Momigliano la entiende como una reducción intolerable de una tarea más amplia. Sobre este asunto se extendió en un célebre texto recogido en su libro de 1985 Tra storia e storicismo. Allí subraya que los historiadores, a la manera de los retóricos, de los sofistas, de los oradores,  recurren a licencias del lenguaje y a fórmulas del discurso. A su vez, esos mismos historiadores obrarían al modo de los médicos, los cuales investigan, observan los síntomas y diagnostican con el propósito de sanar. Es evidente que estas analogías no las inventa Momigliano, sino que las documenta en ese tiempo greco-romano que tan bien conoce. Pero además le sirven para describir las diferentes tareas que la investigación histórica se propondría. Los historiadores persiguen  la verdad como los médicos buscan la salud, pero el enfermo, además de recobrarla, necesita ser convencido y  confiar en que el galeno obra adecuadamente, En ese sentido, la enfermedad es percibida, pero a la vez es un dato objetivo, que no depende sólo del artificio y del poder de convicción. En términos análogos, la verdad de los historiadores es también percibida y por tanto depende de artificios de presentación, pero al igual que aquélla debe tomarse como un dato objetivo, que no se supedita exclusivamente a lo retórico y que se resuelve en términos de correspondencia.

Buena parte de estos argumentos, e incluso las analogías que empleara Momigliano, pasarán a la obra de Carlo Ginzburg. También pasará el principal antagonista con el que enfrentarse a la hora de rebatir la idea de la historia como retórica: Hayden White. Que haya esta afinidad puede obedecer a diversas razones y, en cualquier caso, el propio Ginzburg ha dejado constancia en distintas ocasiones de su admiración por el trabajo de Momigliano. ¿Qué es lo que le atraía? Según declaraba a la Radical History Review, se sentía próximo a la feliz combinación de dos elementos en una misma obra, en la obra de Momigliano: por un lado, una cierta "kind of self-consciousness"; por otro, un "real empirical work", esto es, justamente aquello que puede apreciarse en el propio trabajo de Ginzburg. De todos modos, el debate que él mantendrá con White se tornará mucho más encarnizado de lo que lo había sido en el caso de Momigliano. En este sentido, conviene detenerse en la posición de Ginzburg frente a White por varias razones. En primer lugar, porque aclara, aunque sea retrospectivamente, ciertas claves de El queso. En segundo término, porque manifiesta cuál es su postura explícita sobre la relación entre la verdad y la estética y, por tanto, los tratos que puedan darse entre la historia y la retórica. Finalmente, porque rechaza las consecuencias del escepticismo epistemológico y del relativismo moral que habría en la perspectiva de White, lo cual por extensión nos permite entender mejor la crítica acerba que le hiciera a Foucault. De todos modos, nos hallamos ante un debate parcial, incompleto. ¿Por qué? Porque la polémica se frustra, al menos en parte, al desentenderse de la confrontación uno de los contendientes, en concreto Hayden White. ¿Qué controversia intelectual es ésta cuya principal característica es el inmediato silencio de una de las partes?  Quizá sea mejor decir que se trata de una controversia historiográfica en la que ha sido  Carlo Ginzburg quien se ha enfrentado con Hayden White.
        

         Ese y no otro es nuestro interés, es decir, cómo se mide el historiador italiano frente a las tesis del norteamericano. ¿Es que, acaso, la obra de Ginzburg se elaborará desde entonces  o se definirá a partir de lo que sostiene White? No, por supuesto: su investigación sustantiva, sus estudios sobre la brujería, sobre la cultura popular o  sobre el sabbat, son independientes de las indicaciones historiográficas de Hayden White. Pero, por alguna razón, una razón de época ‑‑podríamos añadir‑‑, Ginzburg se muestra crecientemente interesado en polemizar con el norteamericano, al que percibe como epítome de una cierta manera de hacer y de concebir la disciplina histórica. De hecho, cuando le acusa prolonga la diatriba contra el escepticismo que ya era manifiesta en el prefacio de El queso. White sería ahora, después de Foucault, el principal avalista de una nueva forma de historia que vendría a trastocar o a confirmar la subversión de algunas certidumbres de la profesión a las que se tenía por indiscutibles desde antiguo. La quiebra de esas evidencias, o mejor la masiva difusión ‑‑que no necesaria aceptación‑‑ de la postura defendida por White, es reciente entre los historiadores occidentales, principalmente desde los años ochenta. Eso mismo justificaría que sólo en fecha reciente Ginzburg se hubiera  tomado en serio la hondura de su repercusión y, por tanto, que  se hubiera planteado la pertinencia y la urgencia de la crítica. Pero hay más. Sólo en los años ochenta es cuando se apreciarían verdaderamente las consecuencias, como diría Momigliano, de su aproximación a la historiografía, una aproximación que, al eliminar la búsqueda tradicional de la verdad, pondría en riesgo el conocimiento y la moralidad. En efecto, sería en esa década, en 1987, el año de la muerte de Momigliano, cuando Hayden White publicaría El contenido de la forma,   y allí se recogería un artículo publicado originalmente en 1982 con el título de "La política de la interpretación histórica", texto que centraría buena parte de las críticas de Ginzburg.


         3. Lo primero que hay que tener en cuenta es que, como decíamos, nos hallamos ante una polémica frustrada. ¿Frustrada, en qué sentido? En el sentido de que se aborta pronto, frustrada en la medida en que uno de los contendientes, Hayden White, parece renunciar a responder in extenso a la diatriba de la que supuestamente es objeto. De hecho, su último libro, Figural Realism, que recoge textos de esos años, no contiene alusión alguna a Ginzburg a pesar de que los temas abordados y los enfoques adoptados invitaban a ello. En todo caso, esta controversia ha tenido cierto eco, porque trataba aspectos fundamentales y discutidos en relación con la historia. Por eso, no es extraño que otros la hayan continuado, yendo más allá de lo dicho por White  o por el propio Ginzburg, y que incluso existan balances de la discusión.

 En una larga y enjundiosa entrevista concedida por  Hayden White en febrero de 1993 a Storia de la Storiografia, éste se refiere de manera explícita a quien se le enfrenta en la polémica, es decir, al historiador italiano, diciendo:

"Ginzburg, for example, hates Metahistory. He thinks I am a fascist. He is also kind of naive in many respects. He thinks that my conception of history is like that of Croce, that is subjectivist, and that I think you can manipulate the facts for an aesthetic effect. I think that one can do so, and although Ginzburg thinks you ought not do that, in my view, he himself does it quite often".

         La alusión, aunque breve, es directa y, por tanto, conviene que subrayemos su importancia. Como puede comprobarse fehacientemente, White afirma ser víctima de un violento ataque por parte de Ginzburg.  En primer lugar, la que  es su obra principal, Metahistoria, sería objeto de devaluación, hasta el punto de ser un libro literalmente odioso para el investigador italiano. En segundo lugar,  su persona sería ultrajada por lo que sin duda parece una injuria: si hemos de creerle, Ginzburg piensa que White es un fascista, pensamiento que el primero habría divulgado en sus intervenciones públicas. En tercer término, la aportación del norteamericano tendría poca novedad, en tanto sólo nos las veríamos con un croceano, es decir, con alguien que, a la manera de Benedetto Croce, sostendría una concepción subjetivista de la historia, alguien que se permitiría y permitiría la manipulación de los hechos con el fin de lograr un efecto estético.


         ¿Hemos de creer a White o no? De entrada, no nos indica dónde Ginzburg ha afirmado tales cosas, ni en qué contexto lo habría hecho. Pero, de ser cierto que  odia Metahistoria, nos sorprendería la manifestación de un sentimiento tan  fuerte y profundo, de clara animadversión, por  lo que es, sin más, un texto escrupulosa y meramente académico. Mayor sorpresa causaría, desde nuestro punto de vista, el hecho de que Ginzburg tildara o, mejor, denunciara a White como un fascista latente o manifiesto, cuando por las informaciones disponibles no parece que el norteamericano experimente simpatía política alguna por el totalitarismo derechista o por la violencia ultra. Y qué decir de White si éste sólo fuera un croceano más bien vulgar, reiterativo, avalista y legitimador de las manipulaciones históricas. De creer esto así, sin matices, Ginzburg amputaría los referentes intelectuales en los que White se reconoce, que no se reducen a un sólo interlocutor. En fin, si hemos de creer a White en lo que a Ginzburg concierne, alguno de los dos deforma al adversario hasta hacerlo irreconocible: o bien White miente, simplifica o mistifica, al sentirse agredido con o sin razón; o bien Ginzburg es un tipo de genio destemplado, bronco, tosco, colérico, atrabiliario, en suma, alguien que haría públicos sus odios, que denostaría con ruido y furia, y que atribuiría insidiosamente a otros lo que él mismo perpetra, esto es, la manipulación.
      
Son varias las ocasiones en las que el investigador italiano se ha referido explícitamente a Hayden White, aunque nunca lo haya convertido en el motivo exclusivo o dominante de una intervención escrita. Las alusiones al norteamericano, que no pueden considerarse meramente accidentales, marginales o intrascendentes, son, sin embargo, referencias sacadas a colación como ejemplo de posiciones más o menos comunes y difundidas, y  ante las que Ginzburg se mide o se define. Es decir, cuando habla de White lo hace como uno de los casos posibles a destacar a propósito de asuntos más generales que rebasan la biografía del norteamericano, o, como antes decíamos, como epítome de una perspectiva historiográfica cuya difusión es reciente.

         ¿Qué se extrae de esas referencias? Dichas intervenciones permiten adivinar  un retrato intelectual de White, retrato en el que Ginzburg condensaría aquellos rasgos que considera propios y sobresalientes de la corriente intelectual que convendremos en llamar escepticismo epistemológico. Ahora bien, ese retrato no queda impresionado de una vez para siempre en una instantánea definitiva. Parece, por el contrario,  haber sido trazado tentativa, intermitente, fragmentaria, reiterativa e, incluso, contradictoriamente: sería, pues, testimonio del propio acercamiento de Ginzburg a White, una aproximación que no es ni exhaustiva ni sistemática. Es decir, hay exceso y hay defecto, y, por tanto, la exégesis requiere por nuestra parte un esfuerzo suplementario, el esfuerzo que  dé un cierto orden a lo que, sin duda, es un desorden argumental y descriptivo, fruto de distintas intervenciones y de diferentes énfasis. Tendremos White y AntiWhite, pero lo que no podremos hallar en Ginzburg es algo así como un AntiWhite perfectamente acabado de un solo trazo y que, a la vez, sea completamente coherente.
        

         Una tentación, por nuestra parte, sería la de dar apariencia de orden a lo que no lo tiene y a lo que nos ha traído tantos quebraderos de cabeza. Con ello, podríamos limar salientes, podríamos amalgamar imágenes que no siempre son coincidentes y podríamos solapar perfiles desiguales. Hacer eso significaría negar a Ginzburg su propio itinerario de lectura, como si ésta se hubiera hecho de una vez para siempre. La lectura de Ginzburg es, por el contrario, un trabajo en progresión, con  tanteos,  hallazgos y desvíos. Al fin y al cabo, no es nuestro objeto la reconstrucción de la imagen completa, acabada, sistemática y coherente del norteamericano; nos interesa más, por el contrario, proceder a la exhumación de aquellos rasgos que el propio Ginzburg subraya  de su referente, aquellos perfiles que aprueba o que le disgustan, a partir de los cuales se mide, se distancia, se irrita o se enfrenta.

Las alusiones explícitas y significativas que Ginzburg realiza de White se contienen en distintos textos. Para lo que ahora nos interesa, para la reconstrucción de ese retrato que el historiador italiano emprende, el negativo del suyo propio, serán en principio cuatro los trabajos que tomaremos como objeto de análisis; principalmente porque cada uno de ellos va añadiendo elementos, rasgos o atributos que completan la imagen de su oponente. Los textos a los que nos referimos han aparecido entre finales de los años ochenta y la primera mitad de los noventa.  En concreto,  las referencias a White se reparten en los artículos "Montrer et citer. La vérité de l'histoire", "Unus testis. Lo sterminio degli ebrei e il principio di realtà", y "Aristotele, la storia, la prova", publicados el primero en Le Débat y los dos restantes en Quaderni Storici, respectivamente. Asimismo, incluimos el volumen titulado El juez y el historiador, aparecido en  1991.

         El primero de ellos, que  está dedicado a la memoria de Arnaldo Momigliano,  se publicó inicialmente en alemán en 1988, y un año después en su versión francesa, la más difundida. El segundo, cuya dedicatoria se brinda a Primo Levi, es la traducción italiana de una ponencia titulada "Just One Witness" y presentada a un  congreso internacional sobre el holocausto, celebrado en la Universidad de California‑Los Angeles en abril de 1990 y  publicado en 1992 con el título de Probing the Limits of Representation. Por su parte, el tercero de los artículos mencionados, que encabeza un número monográfico de Quaderni Storici (1994) dedicado a "La prova",  constituye una reelaboración con retoques del argumento desarrollado para una introducción, en concreto la que dedicara a La donation de Constantin, de Lorenzo Valla, publicado en París en 1993. Finalmente, el libro que hemos mencionado lleva por oportuno e informativo subtítulo: Consideraciones al margen del proceso Sofri, en alusión a la figura de Adriano Sofri, "uno de mis amigos más queridos", injustamente inculpado y condenado, según Ginzburg, como inductor de un homicidio político.  Los tres primeros trabajos pueden considerarse, de entrada al menos, como intervenciones de naturaleza historiográfica en tanto su autor nos habla de la realidad del pasado, de su expresión en las fuentes y de su conversión en escritura histórica. Por contra, el volumen mencionado es un livre de circonstances, un texto nacido como respuesta a un problema judicial, político y, en fin, personal. Conviene, pues, preguntarse en qué términos alude Carlo Ginzburg a su colega norteamericano.


Tomemos, por ejemplo, "Montrer et citer", del año 1989. Parte Ginzburg de una desazón que le es propia y que, según manifiesta, es resultado de un divorcio entre disciplinas: aquel que separa habitualmente la reflexión teórica sobre la historia, por un lado, y la práctica concreta de la investigación, por otro. La primera tarea es asumida por los  filósofos, algo evidente,  por ejemplo, en las páginas de revistas como History and Theory, que no suele reclutar a sus colaboradores de entre los historiadores, al menos en los primeros tiempos de su publicación. Estos últimos, en efecto, apenas se ocuparían de explorar las implicaciones teóricas de su oficio, y, como mucho, producirían reflexiones metodológicas ingenuas, confusas o poco interesantes a juicio de "un esprit nourri de philosophie", según apostillaba irónicamente Ginzburg.

         Otro aspecto que confirmaría ese hiato al que aludimos es la materia acerca de la que se reflexiona: mientras los teóricos se centran de manera exclusiva en los productos finales, en los productos resultantes, es decir, en los libros, en las monografías publicadas, los historiadores que debaten acerca de su disciplina pretenden sobre todo hacerlo sobre las condiciones de elaboración de su trabajo, sobre las implicaciones de la investigación empírica que desarrollan. Una prueba fehaciente de esta separación es, por ejemplo, la que puede hallarse en la repercusión que tuvo la polémica seguida entre los filósofos analíticos desde que en 1942 Hempel publicara "La función de las leyes generales en historia". Mientras entre los filósofos profesionales, la controversia dictó  lo relevante, entre los historiadores, aquella polémica  sólo provocó escaso interés.

         En una posición ciertamente original, entre filósofos e historiadores, pareció situarse la obra de Hayden White, al menos desde que en 1966 diera a la luz su ensayo titulado "The Burden of History", texto después incluido en Tropics of Discourse y que el propio autor reconoce inevitablemente poshempeliano. De entrada, fue la suya una postura a contracorriente y, desde luego, añade Ginzburg, hay que reconocerle haber provocado y estimulado un nuevo debate en medio de un clima intelectual diferente. ¿Qué es lo que en sustancia defendía en aquel trabajo primerizo? Ginzburg no parece estar demasiado preocupado en dar cuenta exhaustiva del contenido de aquel texto, en informarnos de los pormenores precisos de cuál sea el desarrollo de sus argumentos. Por eso mismo, abrevia sus reflexiones subrayando lo  que, para él, es lo esencial de aquella intervención.
        
         En ese sentido, señala, la base que da consistencia a la tesis sostenida por White es el reconocimiento del constructivismo en la definición epistemológica contemporánea de los saberes. Y añade para explicitarlo: frente a un positivismo rezagado, frente a postulados positivistas aún en curso, el norteamericano ponía de relieve la naturaleza inevitablemente constructivista de la enunciación histórica, en sintonía con el constructivismo del que participarían también los enunciados artísticos y científicos, tal y como vendría manteniéndose en época reciente. En suma, el arte, la ciencia y la historia, más allá de sus diferencias ostensibles, compartirían la condición de ser manifestaciones culturales que, se admita o no, acaban configurando,su propio objeto a partir del acto de enunciación. Apuntado esto, Ginzburg enmudece. Sin embargo, su alusión es insuficiente para entender completamente su propio argumento en relación con otros que más tarde defenderá. Por tanto, añadamos información que aclare lo que sostenía Ginzburg a propósito de aquel ensayo.

            White iniciaba su ensayo mencionando la "táctica" frecuente y afortunada de la que se servirían los historiadores frente a sus críticos: frente a aquellos que le reprochan a la historia la falta de un status de ciencia pura, sus oficiantes responderían aduciendo que es el suyo un conocimiento fundado más sobre la intuición que sobre métodos analíticos, y, por tanto, próximo al arte o, mejor, presentándose como una clase especial de arte; por contra, ante aquellos que le imputan su incapacidad para ahondar en las esferas más recónditas de la conciencia humana, a la manera en que lo harían, por ejemplo, los literatos, los historiadores se defenderían argumentando la naturaleza de semiciencia que la disciplina tendría, estando privados, pues, del derecho a la manipulación "libre" de los datos históricos.
        
         Además de una táctica defensiva, sostener lo anterior sería sobre todo una forma de definir epistemológicamente el saber histórico, erigido sobre el terreno neutro del arte y de la ciencia. Si de tácticas hablamos, si designamos esa equidistancia en términos metafóricos tomados de la guerra, añade White, es porque hay una liza, es porque la historia estaría implicada en una suerte de conflicto. De hecho, existe una opinión difusa según la cual, frente a la mediación afortunada entre arte y ciencia que la historia dice o parece asumir, "the historian is the irredeemable enemy of both", lo que expresado en otros términos quiere decir que habría una evidente hostilidad hacia la historia. ¿Cuáles serían las razones de esa crítica más o menos acerba hacia esta disciplina?
        
         La primera de ellas tendría que ver con la propia naturaleza de la profesión histórica. Según sostiene White, "history is perhaps the conservative discipline par excellence", conservadora en el sentido de asumir y defender una voluntaria ingenuidad metodológica frente a lo que proponían el idealismo filosófico y el positivismo sociológico. Este conservadurismo, en fin, ha tenido distintas manifestaciones, pero, sin duda, una de las más importantes ha sido la resistencia a cualquier clase de autoanálisis. La segunda de las razones que fundamentaría la crítica de la historia se apoyaría en un descubrimiento reciente: "the discovery of the common constructivist character of both artistic and scientific statements". Conviene dar el suficiente relieve a este asunto en tanto que es el argumento básico en el se detiene Ginzburg con el fin de identificar la tesis de White.
        
         El constructivismo, señalado por White y recordado por Ginzburg al abordar el contenido de "The Burden of History", es un descubrimiento reciente. Su impacto no puede ignorarse, entre otras cosas porque pondría seriamente en crisis algunas de las certidumbres  más firmes de la conciencia histórica heredada del siglo XIX. El constructivismo, en efecto, subrayaría la dependencia histórica de esas mismas creencias, su accidentalidad, al admitirse al final  que  la propia noción de historia sería "a product of a specific historical situation". Con ello, perdería su apreciado status como forma de pensamiento autónomo y autoconfirmatorio, y, además, añade White, haría irrelevante ese supuesto terreno neutro en el que los historiadores creerían hallarse. Y ello porque no estaría nada claro, al menos de entrada, que el arte y la ciencia fueran dos formas esencialmente diferentes de comprender el mundo o que el historiador estuviera especialmente dotado para ejercer ese papel de mediador que se atribuye desde el ochocientos.
        

         De lo anterior se sigue, pues, que "the burden of the historian in our time is to reestablish the dignity of historical studies on a basis that will make them consonant with the aims and purposes of the intellectual community at large". ¿Y cómo se llevaría a cabo esa tarea que, a juicio de White, le compete al investigador actual? "The contemporary historian ‑‑señala‑‑ has to establish the value of the study of the past, not as an end in itself, but as a way of providing perspectives on the present that contribute to the solution of problems peculiar to our own time". Y, en esa labor, su propósito no puede distanciarse de las "techniques of analysis and representation " con las que "modern science and modern art have offered for understanding the operations of consciousness and social process".
        
         Pero, como añade White, esa tarea implica no sólo aproximarse a los "latest technical and methodological developments in the social sciences", que es lo que, en efecto, ha ocurrido con la renovación historiográfica; supone también apropiarse o hacer uso de las "modern artistic techniques in any significant way", como serían las yuxtaposiciones, las involuciones, las reducciones y las distorsiones, a la manera de lo emprendido por James, Woolf, Joyce o Faulkner, prácticas que habrían despertado un muy escaso interés entre los historiadores, al menos a la altura del año 1966. A su juicio, pues, ésa es la manera actual en que la historia puede asumirse como combinación entre ciencia y arte: por un lado, haciendo uso de procedimientos científicos experimentados con éxito y, a la vez, empleando "impressionistic, expressionistic, surrealistic, and (perhaps) even actionist modes of representation for dramatizing the significance of data".      

         ¿Cuáles son las implicaciones de lo que nos propone White en 1966? O, dicho en otros términos, ¿qué se deriva del constructivismo intrínseco e inevitable que atribuye a los enunciados históricos? La "prudencia" manifestada por el norteamericano o, mejor, la posición moderada por la que parece inclinarse ‑‑ciencia y arte‑‑, no son objeto de especial mención por parte del historiador italiano, a pesar de que en algún sentido El queso, por ejemplo, pueda verse como un híbrido entre ciencia y arte. Ahora bien, si Ginzburg no lo aborda explícitamente, no es porque esta discusión sea irrelevante, sino quizá porque para él el significado de dicha idea no está dado de antemano, y puede variar de acuerdo con quien la enuncie. Por tanto, conviene en este caso situarla dentro del itinerario de White:  al fin y al cabo, se expresa en un ensayo no muy extenso, y menos analítico que tentativo.

Por eso mismo, si Ginzburg no se extiende sobre esta cuestión es, en parte, porque a su juicio las consecuencias de lo defendido por White en 1966 sólo se hacen patentes, sólo adquieren un significado biográfico, en la progresión intelectual que el norteamericano experimenta y que, en este caso, le lleva a la publicación de su obra más relevante y más atrevida. En efecto, añade el italiano, años después de la publicación de "The Burden of History", en 1973 en concreto,  White prolongaría y consumaría el giro dado al análisis del objeto y de la disciplina histórica desarrollando su perspectiva resueltamente "antipositiviste" con la publicación de Metahistoria.


         Sin lugar a dudas, nos recuerda Carlo Ginzburg, nos hallamos ante el texto capital del norteamericano, ampliamente reconocido y por el que merece ser juzgado, más allá de intervenciones breves, circunstanciales o menores que jalonan su biografía y que en todo caso son parasitarias de aquel trabajo. ¿Qué es lo que White sostiene? Lo que se propone es averiguar qué clase de conocimiento produce la historia. De entrada, fue éste un saber reconocido, privilegiado, admirado, sobre todo en el pasado, sobre todo en el reciente siglo XIX, época de publicación de las grandes obras de la historiografía europea. Llegado, sin embargo, un determinado momento, una doble corriente de opinión comenzó a censurar los usos y la naturaleza de la historia. ¿Y ello por qué? Según nos advierte White, la reacción de hostilidad frente a la historia se debía a que se le imputó una incapacidad manifiesta para devenir ciencia rigurosa o auténtico arte, que son, en definitiva, los pivotes en torno a los cuales ha girado la propia conciencia histórica a la hora de definirse epistemológicamente. Recupera, pues, con dicho argumento la tesis básica de "The Burden of History".

         Se trata, en efecto, de una rebelión contemporánea contra la  propia historia que ha tenido múltiples derivaciones. En el momento de escribir Metahistoria, esta corriente hostil se encarnaba en las figuras de Claude Lévi‑Strauss y de Michel Foucault, para quienes la historia merecería impugnarse por ser una suerte de autoengaño específicamente occidental, es decir, ideología justificativa que serviría, en palabras de White, para "fundamentar en forma retroactiva la presunta superioridad de la sociedad industrial  moderna". ¿Se propone ahondar en ese tratamiento derogatorio dado a la historia por parte de algunos de los máximos representantes del pensamiento francés de los años sesenta? Aunque su perspectiva no sea completamente ajena a esos mismos autores, ‑‑de hecho, afirma haberse "beneficiado con la lectura de los críticos estructuralistas franceses"‑‑ no es ésa la tarea que ahora se impone: aquello que puede definirse como la meta de su largo ensayo es "aportar un punto de vista nuevo sobre el actual debate acerca de la naturaleza y la función del conocimiento histórico". Con ello, se podrá averiguar no sólo cuál es la epistemología en la que los historiadores dicen fundamentar su saber, sino también apreciar la justeza, las razones y la genealogía de esa rebelión reciente contra la historia.

         A partir, pues, de ese objeto, su análisis se delimita en torno a la gran producción historiografía del siglo XIX, momento clave de institucionalización, de asentamiento y de desarrollo de la disciplina. Más en concreto, estudiará la obra de algunos de los maestros reconocidos de la historia decimonónica (Michelet, Ranke, Tocqueville, Burckhardt), así como la producción y las ideas de los principales filósofos de la historia, entre ellos, Hegel, Marx, Nietzsche y Croce. ¿Era el suyo un planteamiento clásico de historia de las ideas? No exactamente: más bien, se trataba de aplicar una perspectiva formalista sobre aquellos que designaríamos como clásicos y, por tanto, sobre los diferentes modelos reconocidos  de concebir la producción y la escritura históricas. Es decir, una aproximación que Ginzburg admite y reconoce relevante cuando se aplica a otros productos culturales: los mitos, los cuentos, etcétera. Ahora bien, en el caso de White,  el fin es revelar los componentes estructurales que hacen posible cada uno de los relatos de la historia.


         Admitido esto, aquello que intenta el norteamericano, y por lo que es significativo para el itinerario intelectual que Ginzburg nos propone, es la defensa de tres argumentos básicos acerca de la escritura de la historia. El primero de ellos haría referencia a la naturaleza interna de toda obra histórica. Esta consistiría, según leemos al inicio del libro, en "una estructura verbal en forma de discurso en prosa narrativa", o, como añade algunas páginas después, una estructura verbal que "dice ser un modelo, o imagen, de estructuras y procesos pasados con el fin de explicar lo que fueron representándolos". En efecto, este producto resultante, manifestado en las monografías, combinaría "cierta cantidad de `datos´, conceptos teóricos para `explicar´ esos datos, y una estructura narrativa para presentarlos como la representación de conjuntos de acontecimientos que supuestamente ocurrieron en tiempos pasados", según leemos a partir de la paráfrasis irónica de Ranke.

La alusión que Ginzburg hace en "Montrer" de este conocido e importante argumento quiere ser fiel, incluso, en lo que a literalidad se refiere. De hecho, reproduce la primera parte de su enunciado: "toute oeuvre historique est ‑‑y cita al pie de la letra‑‑ ``une structure verbale sous la forme d'un discours narratif en prose''. Sin embargo, como en el caso de "The Burden of History", la alusión es informativamente breve, y  el lector puede quedarse sin averiguar cuál es la base intelectual en la que White se fundamenta o dice fundarse. Ginzburg no nos dice nada acerca de cuáles sean los interlocutores con los que White dialoga o de los que hace partir su análisis para llegar al argumento que el propio historiador italiano evitaba. Pues bien, la mención que ahora podamos hacer, lejos de impugnar la presentación de Ginzburg, prolonga el hilo conductor del que tanto el italiano como el norteamericano se valen.     
         En ese sentido  ‑‑y  reproducimos la cita que Ginzburg hace de White‑‑, concebir la obra histórica como "une structure verbale sous la forme d'un discourse narratif en prose" es fruto de una indagación intelectual acerca del problema del realismo. De hecho, añade White, éste "es el problema para la historiografía moderna", como también lo es para Ginzburg. Aunque enunciarlo no implica ni plantearlo igual ni, por supuesto, responder desde posiciones similares. En buena medida, éstas dependerán de los referentes de los que se sirven y de cómo son empleados, pues puede haber coincidencias en los nombres y diferencias en sus usos, como de hecho así sucede.

            Desde esa perspectiva, White nos habla de sus interlocutores teóricos. En primer lugar, subraya la importancia que para él tuvieron René Wellek, Erich Auerbach, E.H. Gombrich, Northrop Frye y Kenneth Burke, vale decir, aquellos que se habían planteado centralmente el problema del realismo, y de cuya producción destaca Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, de Auerbach, y Arte e ilusión, de Gombrich. En segundo lugar, y aunque sin el relieve de los anteriores, también afirmaba haberse beneficiado de la lectura del Michelet de  Roland Barthes, de Las palabras y las cosas de Michel Foucault, así como de Lucien Goldmann y de Jacques Derrida, autores a los que, en 1973, identificaba como el grupo de los "críticos estructuralistas franceses", ocupados, por tanto, de la exhumación de las estructuras culturales y de sus componentes. En último y tercer lugar, subraya la influencia de cierta filosofía anglosajona, en concreto aquella que se habría ocupado del problema de la narración desde la perspectiva analítica, mencionando a W.B. Gallie, Arthur C. Danto y Louis O. Mink, sobre todo por los análisis del elemento "ficticio" en el relato histórico.
        
         Si White insiste, a partir de su opción formalista, en la historia como estructura verbal, el segundo argumento evocado por Ginzburg constituiría el desarrollo consiguiente de aquel punto de partida y sobre el que una parte de la literatura mencionada ya se había pronunciado. Nos referimos, claro, a cómo esa estructura verbal, ese discurso en prosa, dice representar la realidad extratextual. Según lo recordado por Ginzburg, aquello que White sostiene es la correlación que habría existido entre "modes littéraires spécifiques" y "les oeuvres historiques de Michelet, Ranke, Marx, Tocqueville ou Burckhardt". Es decir, aquello que el norteamericano mantendría abiertamente sería la dependencia de lo que él denomina la "imaginación" histórica con respecto a la propia historia concebida como producto literario, como discurso en prosa.
        
         Si el realismo novelístico era un producto de los dispositivos internos de la obra, el realismo que reclamaría la monografía histórica tendría una misma naturaleza. De hecho, como insistentemente nos recuerda White a lo largo de Metahistoria, el realismo fue la piedra de toque, la palabra de orden, de "la cultura europea del siglo XIX". Es más, el realismo histórico de esa centuria sería algo así como "la matriz de (...) las distintas escuelas de pensamiento" a las que convertiría precisamente en "habitantes de un mismo universo de discurso". Más aún, "ser `realista´ significaba ver las cosas en forma clara, como realmente eran, y también extraer de esa comprensión clara de la realidad las conclusiones apropiadas para vivir una vida posible con base en ellas. Vistas así ‑‑añadía White‑‑, las afirmaciones de `realismo´ esencial eran a la vez epistemológicas y éticas". La operación de Hayden White sería, pues, en este asunto hacer depender el realismo que se predicaba, no del principio de realidad al que pretenderían ser fieles nuestros colegas del pasado,  sino de la estructura profunda, de la moda literaria específica, que informaría la propia obra histórica.


         Finalmente, el tercer argumento evocado por Ginzburg constituye la conclusión, la apostilla de los dos primeros, y es con toda seguridad el aserto más polémico y, a la vez, el más importante.  Según lo dicho, White subrayaría la condición de sistemas cerrados que tendrían las obras de los grandes historiadores mencionados y de aquellos otros que participarían de ese mismo universo de discurso. Como sistemas cerrados, contendrían "modelos de representación o conceptualización histórica" cuyo valor no procedería de las teorías aplicadas, de los "datos" empleados, de las fuentes utilizadas o de la realidad extratextual en la que dicen fundarse. Su valor, por contra, dependería "más bien de la consistencia, la coherencia y la fuerza esclarecedora de sus respectivas visiones del campo histórico". En este sentido, resulta curioso que El queso, que parece depender de los datos y de las interpretaciones de esos datos, nunca haya sido objeto de revisión por parte de Ginzburg. Pasa el tiempo, se multiplican las traducciones, se suceden las reimpresiones, aumentan los conocimientos sobre ese período y, sin embargo, El queso se mantiene efectivamente como una obra cerrada en la que ni siquiera se añade otro prólogo o un epílogo que contextualizara su elaboración o que actualizara su posición ante las críticas recibidas o ante las nuevas informaciones si las hubiera. Desde este punto de vista, y como ya hemos señalado, Ginzburg o la concibió o la admitió finalmente como una obra inconmensurable, en el sentido empleado por White y que al historiador italiano le repugnaría.
        
         En efecto, si volvemos a la parte  final de Metahistoria, puede leerse que, para White, "cada uno de los grandes historiadores y filósofos de la historia que he estudiado despliega un talento para la narración histórica o una consistencia de visión que hace de su obra un sistema de pensamiento efectivamente cerrado, que es imposible de medir con los otros que aparecen como sus competidores";  o, dicho en términos diferentes, por los distintos modos de la escritura histórica y por su fuerte coherencia interna, estructural, los textos de los grandes historiadores del siglo XIX no consentirían su respectiva comparación, convirtiéndose, pues, en mutuamente inconmensurables. "Por esto --concluye White-- no es posible `refutarlos´, ni `impugnar´ sus generalizaciones, ni apelando a nuevos datos que puedan aparecer en posteriores investigaciones ni mediante la elaboración de una nueva teoría para interpretar los conjuntos de acontecimientos que constituyen el objeto de su investigación y análisis".
        
         ¿Por qué decimos que este último argumento es el más importante y, a la vez, el más polémico? Lo sostenemos porque, al considerar las obras históricas sólo como estructuras verbales formales, White no se extiende sobre la relación que pueda darse entre el texto y la realidad externa en la que dicen fundarse los historiadores, sobre el tipo de referencialidad que pueda haber entre el discurso histórico y el pasado expresado en informaciones documentales, e incluso sobre la referencialidad misma que caracterice los vestigios con respecto a la sociedad que los alumbró. O, dicho en otros términos. Por un lado, dedica un largo ensayo, un extenso y enjundioso volumen, al análisis de los dispositivos internos de producción de la realidad textual de las diferentes obras históricas. Ahora bien, ese análisis no tiene por meta revelarnos la existencia de un criterio ajeno a la estructura verbal en prosa, un criterio extratextual, en fin, que permita su respectiva evaluación según la calidad de sus teorías explicativas, de la información incorporada, o de la realidad externa de la que dicen hablar. Admitido lo anterior, la comparación y la refutación no son, en efecto, tareas sobre las que White pueda o deba decir algo. Y ésta es una conclusión cuyas consecuencias y  envergadura conviene retener especialmente, no porque sea importante en el discurso de White ‑‑que lo es‑‑, sino porque constituye uno de los momentos capitales de la descripción emprendida por Ginzburg y a partir de la cual se medirá y con la que se enfrentará.



4. Como antes se indicó, el siguiente ensayo en el que Ginzburg menciona y aborda de manera explícita a White es el que lleva por título "Unus testis". La alusión al norteamericano que se contiene en ese trabajo es ahora mucho más extensa, mucho más pormenorizada, incluso con detalles biográficos. De hecho, buena parte del artículo constituye una interpelación directa a ‑‑y un análisis explícito de‑‑ White. Sin embargo, como suele ocurrir en la mayor parte de sus obras, su objeto expreso no coincide con la meta implícita que se propone. En este caso, el propósito manifiesto de su texto es la defensa de lo que llama con evidente expresión freudiana "el principio de realidad". Aunque no es eso lo que ahora nos interesa, sino, más bien, de qué manera White acaba retratado.

         Las alusiones al norteamericano se  hacen explícitas a propósito de la relación entre novela e historia.  Parte Ginzburg de la proposición común que viene a sostener el carácter narrativo de la historia, argumento insistentemente repetido entre determinados círculos desde hace ya algunos años y sobre el que, en principio, no se pronuncia. O, dicho en otros términos, se hace manifiesta su mención a partir del relativo parentesco o proximidad que muchos atribuyen hoy en día a la ficción y a la obra histórica en tanto ambos "géneros" participarían de una misma condición de relato. Defender y fundamentar dicho aserto, sigue Ginzburg, ha sido tarea prioritaria, entre otros,  del norteamericano Hayden White y del francés Michel de Certeau, en concreto a partir de sus respectivas y conocidas obras: Metahistoria  y La escritura de la historia, publicadas originaria y respectivamente en 1973 y 1975. 

         Centrémonos, por el momento, en el primero. Así, al menos, nos lo propone Ginzburg porque, aunque se dé entre ambas obras "una certa convergenza", parece excluir a Michel de Certeau por razones sobre las que no se extiende, pero que tienen que ver con la aceptación última de ese "principio de realidad" por parte del investigador francés. Es decir, aunque De Certeau se detenga en los recursos retóricos y discursivos de los historiadores, admitiría que esos recursos se supeditan en última instancia al principio de realidad que guía su investigación. ¿Y como sabría esto Ginzburg, si no parece inferirse de su obra? Según él mismo confiesa, esa aceptación estaría  avalada por un testimonio personal hecho por De Certeau a Pierre Vidal‑Naquet. Pues bien, para sopesar de manera adecuada la empresa intelectual de White, para captar la clave desde la que se mantiene su posición, el historiador italiano emprende una aproximación biográfica.  Esta aproximación, que es una interpretación de su trayectoria y, como tal, irremediablemente reduccionista, complementa, añade, matiza y corrige los datos apuntados en "Montrer" y su diagnóstico. ¿Qué incorpora Ginzburg ahora que complete la teoría de White acerca de la obra histórica?
        
         Aquello que nos propone no es indagar en los fundamentos teóricos o asertivos de Metahistoria, descritos en lo esencial en lo dicho hasta ahora, sino averiguar y evaluar los referentes en los que ha basado su análisis. O, dicho en otros términos, aquello que nos propone es observar la posición epistemológica desde la que habla White, identificando para ello los interlocutores de los que se ha servido en la elaboración de su edificio teórico. Dicha identificación acaba siendo algo así como un recorrido sui generis por la biografía intelectual del investigador norteamericano. Aunque sólo fuera por eso, merecería tomar en consideración este trabajo de Ginzburg, siendo como es el esfuerzo más serio (y polémico) de exactitud y de exhaustividad por su parte en relación con White.
        

         Según leemos en "Unus testis", la trayectoria de Hayden White se habría definido a partir de cuatro referentes teóricos que serían, a la vez, cuatro influencias de distinta cronología. Nos habla así, en primer lugar, del impacto temprano que tuvo en su concepción la filosofía neoidealista italiana  a partir sobre todo de la lectura entusiasta de la obra de Benedetto Croce, lectura cuya repercusión iría disminuyendo paulatinamente. Señala asimismo el creciente e indesmayable relieve que tendría en su investigación la reflexión de Michel Foucault, conocida y valorada muy pronto también, ya desde los años sesenta. Le atribuye a Roland Barthes, en tercer lugar, y a sus obras mayores, una influencia no menos relevante, aunque algo más tardía, en la producción del norteamericano. Y, en fin, deja en último lugar el referente implícito más recurrente y a la vez más inquietante de Hayden White: Giovanni Gentile. Veamos en qué medida esto es así.

         El primer dato significativo de White, según el itinerario descrito, se remonta a 1959, fecha de la publicación de su primer trabajo en el dominio historiográfico y, por tanto, anterior a "The Burden of History". ¿En qué consistía aquel temprano ensayo? Eran el prólogo y la introducción que el norteamericano dedicaba al libro de Carlo Antoni Dallo storicismo alla sociologia, publicado originariamente en 1940, y cuya versión inglesa se  debía a la mediación y al esfuerzo del propio White. ¿Quién era aquel autor? Ginzburg es escueto. Convendrá, pues, añadir datos que permitan enmarcar informativamente el argumento de aquél. Según confesaba Hayden White, su conocimiento de Carlo Antoni era resultado del intercambio cultural del que se había beneficiado gracias a la obtención de una beca Fullbright de ampliación de estudios en Italia.
        
         Nacido en 1896 y profesor de filosofía en distintos liceos y universidades, Antoni era, sobre todo, un fiel colega y prestigioso seguidor de Benedetto Croce, reconocido con distintos galardones, entre ellos, el "Premio Einaudi" en 1952. Según la opinión que Ginzburg expresa en su breve referencia, lo realmente sustantivo de aquellas palabras introductorias y contextualizadoras que White dedicara a la obra de Antoni  es la temprana opción que revelan: su adhesión a la tradición croceana. En efecto, Antoni, que, según se insiste repetida y enfáticamente, era un discípulo de Benedetto Croce, constituía la excusa o, mejor, la razón que le permitía al norteamericano mostrar su proximidad con el filósofo neoidealista italiano. Fuera de esto, la alusión de Ginzburg a Antoni ya no se repite: tal vez porque, en efecto, la propia apoyatura de White en Carlo Antoni se nos muestra como significativamente circunstancial, perdiendo relieve frente al protagonismo que logra el gran Benedetto Croce, aquel que con un punto de ironía y con otro de constatación llamaba Gramsci el "papa laico" de Italia.

         Sin embargo, si nos aventuramos en el itinerario biográfico y en la clave de lectura que el propio Ginzburg nos propone, al argumento del historiador italiano deben añadírsele algunos datos para entender mejor la trayectoria de White sugerida en este retrato. En ese sentido, es imprescindible señalar cuál era el objeto de análisis de aquel texto. En aquel volumen se estudiaba el declive del historicismo alemán. Sin embargo, dicho asunto no se percibe inmediatamente en su título inglés ya que un neutro History reemplazaba al italiano Storicismo, dado que la voz Historicism habría confundido al lector, al decir de White,  al menos después de la "unfortunate" designación de Popper.

         No obstante el objeto enunciado, es decir, más allá de las páginas que, en efecto, dedicaba Antoni al historicismo, lo que, a juicio de White, hacía interesante el libro eran dos de sus virtudes implícitas. En primer lugar, su ilustración y defensa del pensamiento croceano, "not always familiar to American readers". Y, sobre todo, su perspectiva epistemológica, dado que "perhaps it will serve to help resolve that pointless, because misconceived, conflict between `objective´ history and `relativistic´ history", conflicto que "breaks out ever so often in the American historical and philosophical journals and which had its origins in this country in a misreading of Croce's early works".

Veamos estos asuntos con un mayor detalle y evaluemos, ahora sí, con Ginzburg, la temprana sintonía que sintió el norteamericano con Croce. En primer lugar, el título de su introducción es en sí mismo revelador: "On History and Historicisms". Y es éste, porque su propósito es dar fe de la preeminencia otorgada a la historia en el siglo XIX y dar cuenta de la naturaleza distintiva de los historicismos. Si la historia tuvo un relieve tan evidente, dice White, es por la estima que le dispensaron los representantes del romanticismo, del idealismo poskantiano y del darwinismo. Ese aprecio tuvo, además, su reflejo en el desarrollo de distintas formas de "historicist attitude": en concreto, las que, en palabras de White, se expresarían en el "naturalistic historicism", que postularía la aplicación de las categorías de la ciencia positiva a los fenómenos históricos, disolviendo con ello la historia en la sociología; las que se manifestarían en el "metaphysical historicism", en virtud del cual se establecería un criterio de discriminación de lo real "outside of time", en el concepto o en la creencia religiosa, de manera que aquello que cree descubrirse es "not a process but a plan"; y, en fin, las que se difundieron bajo el "aesthetic historicism".
        
         Conviene detenerse en esta última corriente en tanto es o puede ser concebida ahora como el punto de arranque del narrativismo de White, inmediatamente matizado, como veremos, por sucesivas aportaciones. Dice el norteamericano que, frente a los historicismos naturalista y metafísico, que reducen o hacen desaparecer la responsabilidad oponiéndole un monismo explicativo, el historicismo estético se desarrolló afirmando la libertad humana y la creatividad individual, esto es, depositando el crédito en la acción humana propiamente dicha.  En este caso, la meta de la reflexión no fue la propia realidad histórica, susceptible de ser descrita a partir de categorías científicas o invocando un Weltplan preestablecido, según lo señalado antes. Al contrario, el objeto será el propio investigador tomado, en efecto, como centro de atención. Eso significaba que la validación de la visión verdadera de la historia no dependía tanto del pasado, como del sujeto cognoscente, es decir, del historiador irremediablemente contemporáneo, del historiador habitante del tiempo presente.
        

         En opinión de White, la novedad aportada se llevó demasiado lejos, hasta el punto de que los objetos tradicionales de la reflexión y del conocimiento, el pensamiento y la acción humanas en el pasado, acabaron siendo menos relevantes que la propia creación original y creativa del historiador individual. De hecho, concluye, "the effect of the narrative was considered more important than its truth or falsity", con lo que se llegaba a un "radical relativism, a nihilism", dado que no se distinguía entre el mundo imaginario, aquel que era creado por la mente del artista, libre de ataduras y omnisciente, y el mundo real, aquel que era extrasubjetivo y extraño a la conciencia o al dictado de la volición. Admitido lo anterior, admitido lo indistinto del relato literario e histórico, el historiador quedaba irresponsabilizado de cualquier obligación con respecto a la verdad, deviniendo nada más y nada menos que un servidor de la belleza. ¿Quiénes fueron los que defendieron argumentos de este género? Según White, los representantes de este punto de vista "historicista" estético habrían sido Michelet, Burckhardt y Carlyle, siendo Nietzsche "its high priest" , precisamente ‑‑añade‑‑ por consumar dicha perspectiva con "a revolt against history itself".
        
         La escisión entre los diferentes historicismos sólo pudo superarse,  apostilla White, hacia finales de la centuria gracias a la aportación de Benedetto Croce. En efecto, fue él quien sintetizó todas esas formas de actitud historicista, quien depuró, por parafrasear al propio filósofo italiano, lo que estaba muerto de lo que estaba vivo, y, en fin, quien convirtió la distinta verdad que contenían en una "new, autonomous and self‑justifying form of thought". Al radicalizar el historicismo, al ser sensible a las demandas del arte y de la poesía, y al plantearse también la cuestión de la verdad, su pensamiento ahondó en "the problem of history conceived as art", en unos términos que no eran exactamente coincidentes con los de Nietzsche y Burckhardt. Es ahora, por tanto, cuando cobra relieve el filósofo italiano, y es ahora precisamente cuando Ginzburg desarrolla su argumento a propósito de la relación White‑Croce.                 
Si nos adentramos en las páginas de la introducción, señala Carlo Ginzburg, advertimos de inmediato el peso que adquiere la invocación de Croce, de un joven Benedetto Croce, el de La storia ridotta sotto il concetto generale dell'arte, de 1893. Dicho texto, que nacía después de un pasajero coqueteo con el marxismo, se concibe como "the revolutionary essay which ultimately would lead to the declaration of the independence of history", después completada con la publicación de la Estética, en 1901. ¿En qué sentido sería la suya una contribución "revolucionaria"? En el sentido de identificar historia y arte y, por tanto, en el sentido de subrayar la identificación de la actividad histórica como práctica también artística, como nos recuerda Ginzburg.
        
         ¿Cómo llegaba a esa conclusión? La conclusión era un paso adelante, era una derivación valiente y significativa que intentaba afrontar de otro modo la discusión decimonónica acerca de la naturaleza epistemológica y metodológica de las ciencias. Como se sabe, el debate se había centrado, sobre todo en Alemania, en las posibilidades y en los límites de las disciplinas sedicentemente nomotéticas e ideográficas y, por tanto, en los rendimientos cognoscitivos de los métodos generalizantes e individualizantes. Si ciencia es siempre ciencia de lo universal, obtención de leyes generales explicativas, y el arte es siempre la manifestación de lo irreductiblemente individual, ¿qué es la historia, en ese caso? "Since history obviously was knowledge of the individual, history ‑‑proseguía White‑‑ must be an art", y, como tal arte, relacionado con la intuición y con la imaginación. Ahora bien, si admitimos que lo es, en ese caso será "a special kind of art", dado que afirmar la intuición o la imaginación no dice nada acerca de la relación de lo individual con lo universal. Por tanto, enunciado así, no se resuelve ni se agota la cuestión planteada, al menos en términos de conocimiento.


Croce prosigue, en este caso en Logica come scienza del concetto puro, preguntándose acerca de la historia y su relación con la verdad, aspecto que no trataría o que no resolvería aquel que defendiera la identificación de historia y arte. Por tanto, al plantearse el problema epistemológico de la historia, Croce aborda también la relación  que pueda haber entre lo individual y lo universal. En ese sentido, concluye que la verdad universal y la verdad individual son realmente elementos inseparables en cada cognición digna de tal nombre: "the universal must be present, incarnate in the individual", añade White. Por ello mismo sólo habría una clase de juicio: aquel en el que lo individual se intuye y se subordina al pensamiento bajo conceptos universales. Llegados a este punto, pues, la historia se revela finalmente como la cognición de lo individual bajo la expresión de conceptos puros, que son los que encarnan lo universal. Cuando ocurre así, el mundo descubierto por la imaginación ‑‑operación propia del arte‑‑ puede ser evaluado en términos de verdad o falsedad, de belleza o fealdad, de utilidad o inutilidad, conceptos puros que tienen que ver más con la filosofía que con la ciencia.

         ¿Es este Hayden White el que ahora conocemos? ¿Es este Hayden White fielmente croceano y "moderado", ajeno al radicalismo del "aesthetic historicism" de Nietzsche, el que habrá llegado en 1959 a su maduración intelectual? No, añade Ginzburg: con el paso del tiempo y de su propio desarrollo, el norteamericano se distanciará del neoidealismo de Croce consumando su propia aportación original en el ámbito historiográfico. Esa distancia voluntariamente marcada por White se planteará, no porque se le antojara incorrecto o restrictivo el supuesto croceano de la identificación de la historia y el arte, sino por una razón que llamaremos, con Ginzburg, antirrealista. Esto es, aquello que apartaba a White de Croce procedía del apego irreductible que el propio filósofo italiano aún sentía por la representación realista del mundo, entendiendo por tal un concepto del arte dominado "por las premisas del perspectivismo renacentista, es decir, por el figuralismo visual". Ello le llevaba a despreciar la aprehensión estética del mundo basada en el irracionalismo, por ejemplo, al considerar que "el arte no representativo" era "arte simplemente malo (...), y por lo tanto como no arte".
        
         Sostener lo anterior, leemos en algún pasaje de Metahistoria, era defender una visión empobrecida del arte, lo que, a juicio de White, afectaba muy negativamente a la propia concepción de la historia que el filósofo italiano mantenía, dada la identificación que hacía entre una y otra actividad humana. En términos literales:

"...aunque Croce estaba en lo correcto en su percepción de que el arte es un modo de conocer el mundo, y no una mera reacción física a él ni una experiencia inmediata de él, su concepción del arte como representación literal de lo real aislaba efectivamente al historiador en cuanto artista de los más recientes ‑‑y cada vez más dominantes‑‑ avances hechos en la representación de los diferentes niveles de conciencia por los simbolistas y posimpresionistas de toda Europa". 

        

         Creer en ello, apostillaba el norteamericano, convertía a Croce, al filósofo neoidealista,  en un involuntario, paradójico y rezagado "realista". ¿Realista, en qué sentido? No en su acepción estrictamente artística o literaria, es decir, como corriente decimonónica de la novela y del relato, sino realista en su sentido cognitivo, añade Ginzburg. El reconocimiento de la admisión irreductible del realismo epistemológico en Croce, más allá de la valoración y de la estima que el filósofo aún despertara en White, es fundamental. A juicio de Ginzburg, ése es el momento en el que el norteamericano se separa de manera más o menos rotunda de Croce, y es también el momento en el que se produce su aportación más abierta y enfáticamente antirrealista: aquella en la que se desinteresa de conciliar arte y ciencia, narración y verdad, a la manera de sostenido en 1959 y en 1966.
        
         Podría argumentarse que, al menos, el texto de 1966 ("The Burden") formará parte después, en 1978, de la recopilación Tropics of Discourse, lo que introduce "moderación" croceana en un libro posterior a Metahistoria. Sin embargo, no hay que olvidar dos cosas: en primer lugar, que, en todo caso, "The Burden of History" expresa opiniones o puntos de vista de 1966; y, en segundo lugar, que, según nos recuerda Ginzburg en "Unus testis", "a partire da Metahistory egli si è interessato sempre meno alla costruzione di una `scienza generale della società´, e sempre più al `lato artistico dell'attività storiografica´". Como añade el historiador italiano, esto último se confirmaría justamente en Tropics of Discourse. Es en ese volumen en donde el concepto de "trópica", heredado del enfoque de Metahistoria, se elabora en un universo de discurso poscroceano, en concreto más próximo al estructuralismo, como él mismo ya reconocía en su obra de 1973.
        
         Según puede leerse en las primeras páginas de la introducción a Tropics of Discourse, aquello que estudia con los procedimientos de la tropología es "the process by which all discourse constitutes the objects which it pretends only to describe realistically and to analyze objectively". Al margen de las implicaciones concretas que esta orientación tendrá en la propia obra de White, lo que ahora interesa destacar es en qué medida la posición que encarna el análisis tropológico le distanciaba definitivamente de Benedetto Croce. Pues bien, Ginzburg pone de relieve este aspecto, lo subraya, y ello por cuanto le permite entender por qué White no es un croceano, por qué el White maduro y original no se adhiere a la perspectiva epistemológica del filósofo italiano.
        
         Si se toma radicalmente en serio, y el argumento lo merece, que sólo es el verbo del historiador el que constituye lo real, aunque crea o diga captarla en términos realistas, se niega auténtica posibilidad cognoscitiva al sujeto que se enfrenta  a la realidad ontológica externa. Además, si se añade inmediatamente que, a decir verdad, no hay criterio epistemológico que confirme la calidad del conocimiento que el sujeto ha creído captar y que, por tanto, nos permita discriminar en términos de conocimiento entre unas y otras obras históricas, la conclusión anticroceana es obvia: no hay propiamente aprehensión representativa del mundo, que era, a la postre, lo que a Croce le interesaba del arte y, por ende, de la misma historia. Y ello al margen, de momento, del juicio que a Ginzburg o a nosotros nos pueda merecer la pertinencia o la impertinencia del argumento y de sus consecuencias.
        

         Como apostilla el historiador italiano, defender lo anterior es asumir de manera explícita una posición "soggettivista", dado que se admite la imposibilidad de ese criterio objetivo que consienta jerarquizar las obras y sus resultados. Pues bien, concluye previsiblemente Ginzburg, el subjetivismo así expresado es contrario al realismo irreductible del que nunca se desprendió Croce, en tanto para él la obra era, en efecto, una representación, pero una representación de algo externo, de algo que no era sólo una producción textual inverificable empíricamente. Por tanto, la distancia con respecto al filósofo neoidealista la marca el propio White en su momento de mayor maduración: justo cuando en paralelo comienzan a difundirse posiciones antirrealistas por parte de otros intelectuales, también europeos, pero, ahora sí, contemporáneos del norteamericano.

         Tomemos el caso de Francia, que es el que nos propone Carlo Ginzburg para identificar a aquellos otros referentes poscroceanos del itinerario de Hayden White. Concretamente, las figuras que emergen en su biografía intelectual, al decir del historiador italiano, son Michel Foucault y Roland Barthes. ¿Qué tiene de evidente y qué de extraño que sean éstos los pares de White? Y, más aún, ¿hasta qué punto es relevante y honda la influencia que Ginzburg les atribuye? La verdad es que el historiador italiano no se muestra pródigo y, en ese sentido, no aventura una tesis completa sobre el particular. Quizá por la evidencia de la sintonía manifiesta, aunque relativa, que habría entre las posiciones de White, Foucault y Barthes. Intentaremos, como antes, completar la descripción que emprende el historiador italiano dentro de su propia clave de lectura.
        
         White nunca ha ocultado, y eso se hace abiertamente explícito en Metahistoria, la simpatía que le despertó la perspectiva estructuralista. Es más, a la altura de 1993, en la entrevista que mencionábamos, todavía se seguía definiendo como estructuralista, aunque no ignorara los avatares ya antiguos que habían sacudido dicha corriente, las críticas de las que ha sido objeto y, en fin, las abdicaciones de aquellos que fueron sus maestros pensadores. ¿De qué estructuralismo hablamos? Apelar a dicha etiqueta es ya en sí mismo problemático, en tanto la complejidad o la indefinición de aquel movimiento intelectual y, también, de aquella moda suscitaron todo tipo de controversias, de adhesiones y  de distancias críticas. Con todo, una versión llevadera, operativa e instrumentalmente aceptable para los fines que ahora nos proponemos podría discurrir en los siguientes términos.
        
         El estructuralismo fue una corriente del pensamiento francés que sostuvo, frente al humanismo y al "historicismo", la primacía cognoscitiva de las estructuras inconscientes y extrasubjetivas en el análisis de la realidad. Desarrollado principalmente en los años sesenta, el enfoque estructuralista tuvo su reflejo en la adopción de unos presupuestos metodológicos exportados desde la lingüística y desde la antropología a las restantes ciencias sociales. Entre otras rasgos, se caracterizó por el énfasis dado al conocimiento del todo, expresado en este caso en el conjunto y en la intersección de las relaciones profundas y de las combinaciones sistemáticas de las partes que lo integran y a partir de las cuales se define. Esas partes, pues, son irrelevantes fuera de su combinatoria, por lo que dejan de ser concebidas como elementos primeros, observables, irreductibles o aislables.
        

         ¿En qué medida Michel Foucault y Roland Barthes fueron estructuralistas, es decir, se reconocieron como tales? Responder con pormenores a esta pregunta nos alejaría de nuestro argumento principal, y no es precisamente eso lo que nos interesa. Pero para abreviar y, a la vez, para dar cuenta razonable de este aspecto en relación con aquello que nos ocupa, diremos que Foucault y Barthes fueron tenidos por tales, alcanzando celebridad como conspicuos representantes del primer estructuralismo en ámbito filosófico y semiótico. Como es obvio, eso no significa que lo fueran stricto sensu, que admitieran la pertinencia de dicha calificación o que se mantuvieran en la obediencia estructuralista durante toda su vida intelectual.
         
         Sin embargo, su fidelidad o no al estructuralismo o a lo que se difundió como tal nos interesa menos que la percepción que de Foucault y de Barthes tuvieron y tienen White y, por ende, Ginzburg, que es quien nos propone un retrato particular. Tomemos, por ejemplo, Metahistoria. ¿Qué hay de explícito en esta obra que efectivamente recoja la influencia de Foucault o de Barthes? Si atendemos a la literalidad del texto, la presencia de ambos autores se manifiesta por el uso o la lectura que realiza White de dos de sus obras: la edición inglesa de Las palabras y las cosas y la versión original de Michelet.

         En el primer caso, nos hallamos ante un texto doblemente capital: para el propio autor y para el debate intelectual contemporáneo. Las palabras y las cosas fue, en efecto, un ensayo que por su profesión de fe antihumanista alcanzó celebridad y fue empleado como portaestandarte del estructuralismo. El objeto explícito de aquel volumen era llevar a cabo lo que Foucault denominaba la arqueología de las ciencias humanas, es decir, observar cómo y en qué momento histórico se habían constituido esas disciplinas renunciando a aplicar sobre esa historia una noción de progreso evolutivo como expresión de una racionalidad que se iría desenvolviendo. Según revelaba su autor, la formación de estas ciencias se habría producido en la edad contemporánea o, mejor, bajo aquel orden discursivo y cognoscitivo que en terminología foucaultiana cabría calificar como episteme moderna por oposición a la episteme clásica.
        
         Es decir, disciplinas como la lingüística, la economía o la psicología no nacerían autodepurándose de aquellos elementos precientíficos que habrían impedido o dificultado su progreso. Nacerían, por contra, en oposición a anteriores dominios de lo empírico, como la gramática general, la historia natural y el análisis de las riquezas, marcándose entre unas y otras una cesura, una ruptura de episteme, ruptura en la que simultáneamente se crearía al hombre como objeto y sujeto: tesis que justificaría el célebre dictum foucaultiano acerca del hombre como creación reciente. Con esta operación, más amplia y más compleja en la obra de Foucault de lo que aquí nos permitimos, su autor postulaba una noción discreta de la historia intelectual de la que se expulsaría aquello que el autor entendía que eran ciertas ingenuidades epistemológicas de  los historiadores, en concreto la evidencia de los objetos de conocimiento o, dicho en otros términos, la supuesta existencia natural de los objetos. La conclusión contraria iba, pues, en la dirección constitutiva del objeto de conocimiento en el discurso. Pero, además, de esa historia intelectual foucaultiana quedarían ausentes la idea de tradición y de continuidad, la idea de los universales antropológicos y, entre estos últimos, la idea del propio hombre como hilo conductor y como medida de todas las cosas.
        

         En el segundo de los casos que hemos mencionado siguiendo las indicaciones de Ginzburg, cabría observar el papel desempeñado por Barthes, en concreto en Metahistoria. Pues bien, si nos guiamos por los indicios más inmediatos, no parece que, a la altura de 1973, la influencia barthesiana tenga una gran hondura. Es más: repasando las referencias literales que se contienen, no sería desacertado sostener que el Michelet del semiótico sólo fue objeto de una lectura instrumental, justificada explícitamente por la reproducción de ciertos pasajes del gran historiador francés que se reunían en la obra de Barthes. De hecho, su empleo sólo se aprecia en el capítulo que White dedicara al propio Michelet. Por tanto, de entrada, estaríamos dispuestos a afirmar que la relevancia que aquel volumen podía tener para el norteamericano era evidentemente menor, aunque útil para los fines que se había  propuesto. A esa misma conclusión, es decir, a la escasa impronta que tempranamente dejó Barthes en White, llega Ginzburg. Añadamos, sin embargo, alguna información ulterior que nos permita ahondar en el propio argumento del historiador italiano.
        
         Como nos recordaba Louis‑Jean Calvet, Roland Barthes se había enfrentado a la lectura de Michelet en unas condiciones muy especiales, en concreto hacia 1945, es decir, con treinta años y cuando se resentía de una tuberculosis que le impedía una vida profesional activa y le apartaba de  lo que después sería su dedicación plena a la escritura. Michelet fue para él una obsesión y un lenitivo, una huida del tedio y una forma peculiar de autoinspección. Fue, además, un objeto de análisis y un referente intelectual que, a pesar de su posterior evolución o tal vez por ello mismo, jamás abandonó o desdeñó. ¿Por qué razón? ¿Qué encontraba en Michelet aquel que se le tuvo por príncipe del estructuralismo? Michelet fue para Barthes un écrivain y no tanto un écrivant, es decir, jamás escribió acomodándose a una koïné normativa. Fue, por contra, un auténtico creador capaz de una escritura propia, sobre todo personal, y en la que se encarnaría con incisiones profundas el yo del historiador. Gracias a esa cualidad, desplegaría un arte pulsional, viene a decir Barthes, un arte que introduciría directamente el cuerpo en el lenguaje. Con Michelet, nos las veríamos, pues, con un historiador excesivo, dueño de un significante suntuoso y escéptico con la operación reificadora de los hechos postulada por el positivismo. No es extraño, por tanto, que dicha inclinación le aleje de los historiadores, implicados en la disolución del subjetivismo y en la demarcación rigurosa de los géneros, y que esa lectura acabe por aproximarle a Nietzsche. Admitido lo anterior, y más allá del empleo literal de aquella obra, la sintonía entre aquel primer Barthes y White pasa efectivamente por el écrivain Michelet.
        
         Por tanto, yendo más allá de la inspección hecha sobre Metahistoria, convendría preguntarse por la hondura y la cronología precisa de esas influencias foucaultianas y barthesianas en White, que es, a la postre, aquello por lo que se preocupa Ginzburg. La lectura de Foucault no es sólo la que se hace a un par intelectual, sino que, además, es objeto de análisis y de reflexión escrita. Así, los primeros frutos datan de los años setenta, en concreto y también de 1973, con la publicación de "Foucault decoded: notes from underground", recogido en Tropics of Discourse. Más adelante, en 1979, White volvería sobre ese argumento en "El discurso de Foucault", editado después en El contenido de la forma. En cambio, Barthes nunca fue tomado como objeto exclusivo de un ensayo o, al menos, no se recoge ningún trabajo de estas características en sus dos volúmenes recopilatorios. Es más: aquello que puede entenderse como la lectura sistemática de Barthes es algo más tardía en comparación a la de Foucault, añade Ginzburg, y se acentúa sobre todo "all'inizio degli anni '80".

        
         Admitamos con Ginzburg que la lectura profunda de Barthes sea, en efecto, más tardía que la de Foucault. ¿Significa eso que hay una relevancia desigual de ambos autores en la obra de White? A partir de lo que dice Ginzburg, y tomando como principal criterio la publicación o no de un ensayo analítico dedicado a uno pero no a otro, debe señalarse que hay una disparidad en la influencia, en este caso favorable a Foucault, al que, como antes indicábamos, se le dedican dos ensayos. Y, además, añade Ginzburg, de la consulta del propio índice onomástico de alguno de los libros de White, en concreto Tropics of Discourse, parece inferirse una influencia secundaria.
        
         ¿Qué papel cumpliría ese Barthes visto y no visto, ese Barthes presente y no presente? La lectura profunda y sistemática de este autor vendría a reforzar el despegue poscroceano marcadamente antirrealista de White. Es por eso por lo que la lectura tardía del francés por parte de White, apostilla Ginzburg, tiene su materialización más evidente en la apropiación de un dictum barthesiano muy conocido: el hecho sólo tiene una existencia lingüística. Si el lector se atiene a lo dicho por Ginzburg, no sabrá cuál es la procedencia concreta del aserto, de qué texto de Barthes se toma. Por contra, el historiador italiano se apresura en advertir inmediatamente en qué obra White lo enarbola como divisa, en qué libro del norteamericano se consuma su apropiación: El contenido de la forma. Si Ginzburg sostiene lo anterior, ¿en qué medida es coherente la atribución que hace de la influencia de Barthes en White?, y ¿en qué medida es cierta la mayor relevancia que concede a Foucault sobre White? A nuestro juicio, sus argumentos podrían defenderse en los siguientes términos.

         Tomemos la tesis principal de Ginzburg: el hecho de dedicar o no un ensayo al análisis de uno u otro autor. En el caso de Michel Foucault, la razón para destinarle dos trabajos es, por un lado, la sintonía que siente por los procedimientos empleados, ciertamente; pero, por otro y más importante, por abordar aquél temas y asuntos que son muy próximos al propio objeto de White: en concreto, lo que Foucault proporciona en este ámbito es un análisis histórico debelador de lo que podríamos identificar como aprioris, es decir, de aquellos elementos del conocimiento que se han constituido independientemente de la experiencia. La conclusión es, con Ginzburg, que la propia obra foucaultiana trata de demostrar la constitución discursiva de los objetos históricos, argumento muy importante en White. Es decir, lo que más aprecia de su aportación es el momento constructivista del saber concebido como un antirrealismo epistemológico.
        

         Pues bien, si el norteamericano no le dedica ningún ensayo a Barthes, ello puede obedecer a los objetos de conocimiento habitualmente diferentes a los que ambos se enfrentan. En este hecho no se detiene Ginzburg o, al menos, no lo destaca de manera explícita. Foucault parece un historiador, emplea fuentes históricas y analiza discursos y prácticas que podríamos llamar históricos. Y todo ello según unos procedimientos de exhumación‑construcción del pasado, primero la arqueología y luego la genealogía, que también le interesan especialmente a White. Barthes, por contra, sólo se ocupó una vez de un objeto declaradamente histórico, Michelet, aunque eso mismo no fuera obstáculo para que sus recursos analíticos y sus orientaciones metodológicas le interesaran a White. Hay, pues, una diferencia de grado en Foucault y en Barthes en lo que se refiere a la atención y al interés que le dedican a la historia. Así como hay textos de autores diversos que llevan por título evidente e instrumental Foucault for Historians, no conocemos nada parecido en el caso de Barthes, es decir, no hay un Barthes para historiadores.
        
         Sin embargo, hay un Roland Barthes ocupado ocasionalmente de la historia. Tomándonos en serio el argumento de Ginzburg, la conclusión es obvia: es ése Barthes el que tiene influencia en White. Nos referimos, claro, al autor de aquellos dos ensayos breves pero importantes titulados "El discurso de la historia"  y  "El efecto de realidad", publicados originaria y respectivamente en 1967 y 1968. Son éstos dos trabajos  sucintos, cuyo principal objeto es el análisis de lo que con el semiótico francés llamaremos la ilusión referencial, es decir, cómo y de qué manera la historia y la novela, Michelet y Flaubert, provocan el efecto de lo real en unos discursos narrativos que, antes que otra cosa, son eso: palabra. La pregunta que guía la reflexión‑provocación de Barthes es ésta: cómo creen y nos hacen creer historiadores y novelistas que la lengua captura una realidad que es tridimensional y de ontología diferente.
        
         Pues bien, no hay tal cosa, no hay captura. Ahora sí que entendemos en toda su hondura el argumento del historiador italiano al conceder tanta relevancia al dictum barthesiano más querido por White: el hecho no tiene nunca una existencia que no sea lingüística. Y añadiríamos más: aún se entiende mejor si completamos con algunas frases más la referencia. Para Barthes (para el White maduro y poscroceano, en definitiva), los hechos sólo tienen una existencia lingüística, en efecto. Pero, como añade en "El discurso de la historia",  "todo sucede como si esa existencia no fuera más que la `copia´ pura y simple de otra existencia, situada en un campo extraestructural, la `realidad´". Por lo que ya sabemos de White, a partir de las propias indicaciones de Ginzburg, la proximidad de estos asertos a lo sostenido por el norteamericano es evidente. No es disparatada, pues, la tesis de aquél a propósito del refuerzo barthesiano de la etapa poscroceana.

         En fin, tanto Foucault como Barthes le permiten afirmar su propia inclinación epistemológica. Por eso mismo, y en principio, la conclusión a la que llega Ginzburg después de su breve repaso a los referentes descritos es la de que con el norteamericano nos hallamos ante un antirrealista, o, mejor, ante alguien que asume una posición radical y abiertamente subjetivista, sin que de entrada quepa atribuirle a esa calificación una acepción derogatoria. Ahora bien, ¿cómo llega el norteamericano a dicho enfoque epistemológico? White se conduce así, añade el historiador italiano, no sólo al distanciarse de Croce y al apoyarse más o menos en Foucault y en Barthes. Hay, en efecto, un último referente que es clave en la evolución del norteamericano.


         La atribución que en este punto sostiene Ginzburg es probablemente la más polémica. Conviene, pues, abordarla con prudencia y con el mayor esmero.  Según el historiador italiano, White da el paso definitivo en su trayectoria poscroceana a partir de un estímulo que, habiendo sido temprano, había permanecido, a la vez, en estado de latencia. Por eso mismo, añade Ginzburg, hasta ahora no se le había prestado la necesaria  atención. Nos referimos a la obra de Giovanni Gentile y a la influencia que pueda haber tenido en el autor de Metahistoria. Si hemos dejado este referente para el final del repaso y análisis de "Unus testis", es sobre todo por ser la identificación intelectual más discutible, menos evidente y, a la postre, más inquietante de todas las propuestas por Ginzburg.
        
         De hecho, el propio historiador italiano es consciente de esto último. Está en la obligación, pues, de argumentar con convicción, con extensión  y, en definitiva, con un mayor pormenor la cercanía o, mejor aún, la sintonía antigua que White haya podido experimentar con respecto a este discutido pensador italiano. En ese sentido, el lector renuente opone la evidencia del silencio a la atribución que Ginzburg postula, es decir, opone la prueba de que White ni habla de, ni estudia a Gentile, al menos en el sentido en que lo hace con otros de sus referentes intelectuales indiscutibles. Como es lógico, hay que contar con esto último para defender con mejores argumentos la tesis propuesta. Así, "per quanto ne so ‑‑reconoce  abiertamente Ginzburg‑‑, White non ne ha mai analizzato gli scritti, anzi ‑‑añade de inmediato‑‑ non l'ha mai nominato".

         En efecto, si se repasan las obras de White, no hay texto que se dedique abiertamente al filósofo italiano; si, además, confrontamos los índices onomásticos, la conclusión es la misma. Sólo una vez, tal y como subraya Ginzburg, aparece el nombre de Gentile. La alusión se da, por otra parte, acompañada por otras a Heidegger, a Hitler y Mussolini. ¿Resulta sorprendente? ¿En qué sentido se plantean estas menciones? El historiador italiano se detiene en el contenido del trabajo en el que figuran. Ahora bien, conviene añadir algún dato más que nos permita entender estas afinidades electivas. "La política de la interpretación histórica" se publicó originariamente en 1982 y  se puede seguir en El contenido de la forma. Se trata del ensayo en el que hallamos esa referencia y es, entre otras cosas, un estudio acerca de la constitución de la disciplina histórica, es decir, acerca de las condiciones de formación de la historia como saber académico que se pretende riguroso y verdadero.
        
         Este proceso de "disciplinización", prosigue White, entrañó, aparte de otras cosas, un fenómeno de desublimación, es decir, de expulsión de la visión sublime de la historia por ser contradictoria y justamente indisciplinada. "Dado que la historia ‑‑añade‑‑, al contrario que la ficción, supuestamente representa acontecimientos reales y por ello contribuye al conocimiento del mundo real, la imaginación (o `fantasía´) es una facultad particularmente necesitada de disciplinización en los estudios históricos". Pues bien, según lo ve White, la solución dada en este punto a la disciplina de lo histórico fue "la progresiva deposición de lo sublime en favor de lo bello". Con ello, no sólo se domesticaba la forma de escribir la historia, sino, más propiamente, se excluía o se proscribía otra forma de hacerla. Y, llegado a este punto, White cita, entre otros, a dos referentes del siglo XVIII, a Burke  y a Kant: mientras lo bello produce sentimientos de finitud, de encanto y de deleite, lo sublime nos embarga desde lo inconmensurable, desde el terror que se expresa en la pasión y en la saturación o en el suspenso del ánimo.
        

         Entre los pocos historiadores que fueron rebeldes a la disciplina de lo bello, hallamos a Michelet, añade White. Un historiador tan irreductiblemente distinto como Michelet, aquel que fue concebido por Barthes como el príncipe del significante excesivo y suntuoso, sería devaluado "por parte de los historiadores profesionales". Y aquella devaluación se debió, entre otras cosas, al hecho de inspirarse en aquello que "una estética anterior denominó sublime" y que es la que ha estado "elogiando implícitamente" a lo largo del trabajo frente a la autopercepción disciplinaria de los propios historiadores. Fueron varios los pensadores que se mostraron reacios a dicha disciplinización: entre otros Schiller y Nietzsche, en el siglo XIX, y, ya en nuestra época, lo sublime reaparece "en el pensamiento de filósofos como Heidegger y Gentile y en las intuiciones de Hitler y Mussolini".
        
         ¿Permite esa conclusión vincular el nombre de White al de Gentile? En opinión de Ginzburg, y a partir de lo anterior, la afinidad es indiscutible. Veamos, sin embargo, con el historiador italiano en qué medida son sólidos los cargos que se le podrían imputar al argumento que sostiene. Si negáramos la sintonía entre White y Gentile sólo porque el primero no ha analizado sus escritos, deberíamos admitir en descargo de Ginzburg que el caso podría ser similar a lo ocurrido con el trato que dispensara White a Barthes. Queremos decir, la falta de un estudio  concreto de la obra y de las ideas de Gentile por parte de White es un dato de hecho, una carencia que puede ser interpretada de diversas maneras, aunque, desde luego, no tenemos por qué tomarla necesaria e inevitablemente como un sinónimo de desinterés. En un mismo sentido, podría argumentarse acerca de la ausencia de Gentile de los índices onomásticos de los libros del norteamericano. Admitamos, sin embargo, la evidencia de la ausencia. ¿De qué modo podría justificarse dicha falta?
        
         En primer lugar, su ausencia explícita sería hasta 1982, pues es entonces cuando advierte ‑‑para él y para el lector‑‑ que debemos "precavernos contra un sentimentalismo que nos llevaría a descartar semejante concepción de la historia", la que, en origen, identificaba con la visión de lo sublime, "simplemente porque se ha asociado a ideologías fascistas", según leemos en "La política de la interpretación histórica". Gentile aparece como jalón de una tradición intelectual, la de la adhesión a lo sublime, con la que, al final, se identifica de manera explícita. Por tanto, White puede haber adoptado a Gentile como un mentor involuntario del que no tendría por qué ser consciente. En ese caso, la falta a la que aludimos podría ser interpretada como indicio, como prueba de asimilación productiva que no requiere ser enfatizada o mostrada. ¿No era Borges quien decía que la mejor prueba de haber asimilado a un autor es haberlo olvidado literalmente porque ya forma parte de nuestro yo más íntimo, porque nos hemos apropiado de él frente a toda evidencia?
        

         No sabemos si el autor aceptaría la designación que proponemos, pero, en cualquier caso, quizá  lo que Ginzburg pone en funcionamiento para avalar la afinidad que postula es  la intertextualidad. Con ello, no creemos forzar las propias referencias culturales de Ginzburg, en este caso la obra de Bajtin, autor estimado y conocido por el italiano. La heteroglosia, es decir, el cruce de varios lenguajes, la polifonía, esto es, las varias voces, los distintos hablantes que se introducen en un proceso de enunciación, o, sin más, el dialogismo como operación que siempre implica un interlocutor presente, ausente o fantaseado, son todos ellos asuntos clave de la tradición analítica de Bajtin. Para Ginzburg, White habría asimilado hasta tal punto a un autor como Gentile que las resonancias de su obra irían más allá de las citas explícitas o no que pudieran probar su presencia. En definitiva, lo habría asimilado hasta el punto de poder olvidarlo o de no necesitar subrayarlo en el texto o en los índices onomásticos.
        
         La obra de White sería, en efecto, el cruce de varios lenguajes, el producto de varias voces o de distintos hablantes que se incorporan voluntaria o inopinadamente, la suma, en fin, de diferentes interlocutores presentes, ausentes o fantaseados. Gentile es uno de ellos, y lo es, no tanto porque White apruebe o no el énfasis dado a esa atribución, sino porque Ginzburg la percibe, la advierte, la ve, en definitiva. Y esto es lo que resulta de mayor interés. Al relacionar a autores como los propuestos, el historiador italiano subraya algo que está en su propio interior ‑‑lo que no implica que lo apruebe, claro‑‑, y gracias a lo cual puede apreciarlo en otros. Es por eso por lo que más adelante hablará de la filosofía de Gentile como una corriente invisiblemente presente en nuestro paisaje cultural. Veamos, pues, cómo hace explícita, manifiesta y reconocible lo que, en principio, era la invisibilidad de una influencia.
 
         El norteamericano mostró desde fecha bien temprana, dice Ginzburg, un interés manifiesto por la tradición filosófica del neoidealismo italiano, tomando, claro, a Benedetto Croce como mentor de esa primera formación historiográfica. Para quien, al inicio de su carrera, contemplaba con abierta simpatía lo croceano, hemos  de  suponerle  motivado no sólo por este filósofo, sino también por todo aquel universo de discurso en el que el neoidealista había madurado y por aquellas figuras intelectuales, por aquellos contemporáneos, en definitiva, en quienes se había reconocido y de los que se había sentido próximo. La primera evidencia de este supuesto resulta inapelable: Carlo Antoni, aquella buena excusa que White se daba en 1959 para hablar de Benedetto Croce, aquel fiel croceano al que parasitariamente se adhería para divulgar así la obra y las ideas de un filósofo poco difundido entre los americanos.
        
         Si White conoció a un croceano genéricamente ortodoxo, añade Ginzburg, "la familiarità con l'opera di Gentile può essere tranquillamente presupposta in uno studioso come White", un autor que, a pesar de las disonancias y de las distancias que en el futuro se darían, habría de marcar a Croce de una manera decisiva. Es más: entre éste y Gentile hubo una estrechísima camaradería intelectual durante bastantes años, nacida del hegelianismo, hasta el punto de que el propio Croce reconocería repetidamente en Gentile a uno de sus principales estímulos y acicates en la reflexión sobre el arte, la historia y la filosofía. Ahora bien, la época del fascismo es también la época de la abierta separación entre uno y otro, separación que no sólo fue política, sino también filosófica. Mientras Croce subraya la historia hasta el punto de disolver en ella la filosofía al concebirla como "metodología" de aquélla, Gentile adopta el camino opuesto.


Para éste, la historia, entendida como res gestae no debía ser tenida como presupuesto de la historiografía, en el sentido de historia rerum gestarum. Esta es la clave radicalmente subjetivista de la separación entre Croce y Gentile, y es, además, la razón última que podría inspirar la evolución poscroceana de White, apostilla Ginzburg. ¿Por qué y para qué sostenía Gentile esta tesis? Como se sabe, en origen, la aportación de Croce y de Gentile se había constituido mancomunadamente como una batalla contra el positivismo. Veamos, pues, en qué medida el supuesto de la familiaridad de White con Gentile es verosímil. Para ello, nos distanciamos momentáneamente de Ginzburg con el fin de aportar una información  que, desde una perspectiva exclusivamente  italiana, sería redundante o archisabida, un información que, al hablar del libro de Carlo Antoni, no era imprescindible, pero que ahora es básica.
        
         Suponer que un croceano enterado debía de conocer y, a la postre, debía conocer la obra de Giovanni Gentile no es un disparate. De hecho, como es común admitir, la impronta de Croce y, con él, la de Gentile marcan el pensamiento italiano de nuestro siglo. El neoidealismo que Croce elabora y difunde entre dos siglos fue una apuesta epistemológica contra el positivismo, dominante en la Europa de fin de siglo y especialmente arraigado, arrogante y tosco en la Italia de aquellas fechas. Piénsese, por ejemplo, en una de las vertientes más llamativas de aquel positivismo finisecular y, sin duda, una de las contribuciones "más originales" del pensamiento italiano posterior a la unidad: la que inspiró la llamada antropología criminal, alumbrada por Cesare Lombroso con la publicación en 1875 de L'uomo delinquente y ocupada entonces y después en medir las patologías biológicas de los desviados y adivinando retrospectivamente la predisposición al delito a partir de rasgos craneológicos, microcefalias, circunvalaciones cerebrales, etcétera.
        
         Fue sorprendente el éxito alcanzado por lo que sin duda eran excesos positivistas, dado que, como admitía Franco Ferrarotti, Lombroso y los suyos no representaban "sino una fase involutiva de tipo más bien groseramente cientista" en un ambiente, en una atmósfera intelectual de rasgos prefascistas. Es en ese ámbito en el que se difunden combinaciones teóricas más o menos heteróclitas, superficiales e inconsistentes, es decir, unos sincretismos chocantes e ignaros que cerraban un siglo de disputa intelectual: el credo positivista francés entreverado con fidelidades spencerianas, e, incluso, nutrido por un marxismo irreconocible, según puede leerse en las páginas inteligentes que Bobbio dedicó al Perfil ideológico del siglo XX en Italia. Como muy bien ironizó Antonio Labriola en un ambiente confuso del que tampoco pudo zafarse del todo, aquello que tuvo mayor resonancia fue el intento, particularmente atribuible al positivista y socialista Enrico Ferri, de fundar una nueva y "santísima trinidad", aquella que tomó por objeto de devoción coincidente a Darwin, a Spencer y a Marx, todos ellos remotamente aunados por "el papado científico de Comte". Como nos recordaba el propio Ferrarotti, "a partir de los primeros años del siglo actual" comienza a oponerse a tanta banalidad cientifista una "profunda reacción idealista contra la ciencia, espiritualista en Francia (sobre todo con Bergson), neohegelianos en Italia, con Croce y Gentile, que tendían a la restauración de la inefable libertad del agente subjetivo".
        

         En este contexto, en efecto, la aportación croceana y gentileana constituyen una saludable corriente que ha de ventilar y sanear un territorio intelectual empobrecido por las trivialidades del cientifismo más banal. Croce fue durísimo con el positivismo, al que veía precisamente como uno de los aportes o de los nutrientes ideológicos y culturales de la Unidad italiana. Deploraba en la vertiente nativa del positivismo aquello que entendía que eran sus rasgos fundamentales, constitutivos: el mecanicismo, el eclecticismo metodológico, la discrecionalidad o, más aún, la arbitrariedad en la elección de los objetos de investigación, la falta de una concepción global y totalizante, la confusión política e ideológica, etcétera. Frente a todo ello, prosigue Ferrarotti, "devaluar en bloque la ciencia, negar directamente el derecho de ciudadanía a la sociología, reducir la misma filosofía a historia, era fácil" para un autor tan dotado como Croce y para su "séquito", entre cuyos máximos representantes estaba Gentile.
         
         En este contexto, ¿qué papel le cupo a la incipiente izquierda italiana? Como señalaba Norberto Bobbio, el primer ataque al positivismo se dio en un ambiente fielmente marxista, en concreto en aquel que encabezaba Antonio Labriola, a su vez uno de los mentores de Benedetto Croce. Plantémoslo en otros términos: ¿cuáles fueron las relaciones de Antonio Labriola y de Antonio Gramsci con Croce y los suyos? Para empezar ‑‑insistimos‑‑, hay que recordar al lector  que Labriola fue "maestro" de Croce, y que la distancia que este último iniciará pronto con respecto al marxismo es la distancia intelectual y emocional de Croce con respecto al primero. De eso, justamente, nos ha hablado Hayden White en algunas páginas de su Metahistoria. Asimismo, la aportación de Gramsci toma a Croce y a Gentile como los referentes idealistas a los que considerar y con los que polemizar. Este es un asunto más conocido para cualquier lector, al menos para quien pudo seguir la difusión de Antonio Gramsci hace ya unos años. ¿Qué es lo que identificaba (y censuraba) este pensador en el idealismo que le era contemporáneo?
        
         De entrada, el positivismo frente al que reacciona el neoidealismo constituía una vertiente vulgar del antiguo materialismo mecanicista, el cual eliminaba la actividad práctica humana. Frente a este mecanicismo redivivo,  aquello que afirmaba el idealismo como tesis distintiva era el no reconocimiento de un mundo exterior objetivo ajeno a la conciencia. ¿Por qué razón? Porque lo real externo se concibe como una pura creación del espíritu, lo que, a su vez, permite reevaluar el elemento activo del sujeto, es decir, la actividad práctica humana. Como constata Gramsci, en Italia existiría una fuerte corriente idealista de inspiración hegeliana cuyos máximos representantes serían  Croce y  Gentile. La principal tarea que Gramsci se impone en los Quaderni del carcere es justamente tomarse en serio el idealismo, analizarlo, comprobar sus debilidades y separar "lo que esta vivo de lo que está muerto". O, dicho en otros términos, aquello que se propone es elaborar un AntiCroce bien fundado y respetuoso con el interlocutor al que se toma como referente polémico. Pues bien, más allá de las críticas grasmcianas a Croce, que son muchas y duras, lo que le reconoce es haber puesto el acento en el ser humano como único protagonista de la historia, reconocimiento que a Gramsci le sirve para depurar las deformaciones más arraigadamente mecanicistas, economicistas y, en fin, fatalistas del materialismo histórico.
        

         ¿Qué tiene que ver Gramsci con Gentile y, a la vez, con White? Sin duda, aquello que es su nexo de unión, aquello que da fundamento a dicho continuum, es Croce, pero también, ¡atención!, Marx. Hay, dice Ginzburg, una lectura de izquierdas de la obra de Gentile, al igual que hubo, en origen, una lectura neoidealista y gentileana de Marx, cuya expresión más evidente fue un volumen titulado La filosofia di Marx, de 1899, y cuya dedicatoria se brindaba a Benedetto Croce. En este volumen, "la prassi veniva considerata come un concetto che implicava l'identità tra soggetto e oggetto, in quanto lo Spirito (il soggetto trascendentale) crea la realtà. L'affermazione, fatta da Gentile molto più tardi, sulla storiografia che crea la storia ‑‑apostilla Ginzburg en "Unus testis"‑‑ non era altro che un corollario di questo principio".
        
         A la filosofía gentileana se la denominó actualismo o idealismo actual, e implicaba llevar a sus últimas consecuencias el supuesto idealista de la disolución del objeto en el sujeto puro. Se le llame actualismo o idealismo gentileano sin más, lo cierto es que el supuesto al que aludía Ginzburg  puede ser identificado como una forma extrema de subjetivismo, subjetivismo que, diríamos ahora recuperando el argumento del propio White, está en la base de la restauración de la concepción sublime de la historia, de una historia no domesticada por la disciplina de lo sedicentemente profesional.

Sostener lo anterior, además, es derivar hacia formas más o menos explícitas de escepticismo epistemológico en tanto no habría criterio externo, extrasubjetivo o extratextual al que remitir la validez del conocimiento obtenido, tal y como señala White. O como apuntaba Gentile en su momento, no hay historia entendida como res gestae que deba presuponerse como referente anterior de la historiografía, en este caso concebida como historia rerum gestarum. Y este argumento no estaría en contradicción con la concepción foucaultiana que defiende la artificialidad constitutiva de los aprioris históricos. En fin, tampoco estaría en oposición al relieve dado por Barthes a la ilusión referencial, al efecto de realidad que busca el discurso de la historia.


         5. La defensa de este último punto es el que, a juicio de Ginzburg,  emparenta a Hayden White con otro autor que es contemporáneo suyo y cuya empresa tiene una dirección similar:  Michel de Certeau. En "Unus testis" nos habla de él, menciona su reflexión sobre la narración, pero inmediatamente lo abandona para centrarse en el norteamericano. Sin embargo, en El juez y el historiador, Ginzburg recupera los paralelismos entre ambos autores y, más allá de cuestiones de detalle,  los hace partícipes de una misma aventura intelectual: aquella que identifica con el escepticismo epistemológico en la historiografía. Con ello, nuestro autor reitera alguno de sus argumentos ya sabidos y los encarna.


En El juez, las referencias a White no tienen la entidad ni la extensión que habían alcanzado anteriormente. Es decir, son más circunstanciales y además están subordinadas por entero al argumento que desarrolla, las pruebas judiciales y la inculpación. La alusión explícita se produce en nota y su fin es de entrada meramente informativo: aquello que pretende el autor es ejemplificar y personificar una tendencia histórica reciente que no es otra que la del escepticismo gnoseológico. Según leemos, Michael de Certeau en Francia y Hayden White en Estados Unidos serían los exponentes máximos de dicha orientación y compartirían una noción de representación a la hora de describir las fuentes del historiador. De acuerdo con esto, el documento, lejos de ser el pasado, es sólo una representación a la que acceden y con la que trabajan los historiadores. Dicha representación estaría construida según un código determinado, que sería la mediación, filtro o barrera imposible de franquear, dado que "alcanzar la realidad histórica (o la realidad) directamente es por definición imposible", como apostilla la paráfrasis de Ginzburg. La peculiaridad de este escepticismo  estriba en que la idea de representación les sirve no para depurar las vías de acceso a lo real, sino para declarar "la incognoscibilidad de la realidad", para declarar, dicho de otro modo, que la realidad sólo tiene una existencia lingüística o textual.

Fuera de esta alusión literal, White pierde protagonismo. Ahora bien, la propia brevedad es altamente significativa en tanto Ginzburg parece entender que, dadas las referencias, no se requiere mayor esfuerzo erudito. ¿Cuál sería, pues, ese significado? La nota bibliográfica incluida en El juez en la que Ginzburg recuerda a White tiene una doble mención que añade algo nuevo a lo visto hasta ahora: se trata de la remisión del autor a otros análisis de la obra de White para evitar extenderse así en más pormenores.  Por un lado, Ginzburg cita el estudio de Momigliano que se publicara en 1981 y sobre el que ya nos hemos extendido. Por otro, envía a su propia producción, en concreto a "Montrer" y a la versión inglesa de "Unus testis".

Eso mismo, o algo parecido, es lo que Ginzburg hace cuando  en abril de 1994 publica "Aristotele, la storia, la prova". Es decir,  insiste en parecidos argumentos y en idénticas referencias, ampliando con ello tesis ya conocidas o modificando ligeramente puntos de vista ya sostenidos. Muy pronto, en la primera página del artículo y en la tercera nota bibliográfica, nos tropezamos otra vez con Hayden White, con el cual parece medirse nuevamente, al menos en lo que al argumento básico se refiere. Ahora bien,  esta vez, la biografía de White deja de ser el pretexto más o menos razonable que justificaría un excursus. Es como si Ginzburg diera, en efecto, por sabido el itinerario del norteamericano, dado que el lector o el seguidor del historiador italiano estarían ya al tanto de la breve incursión biográfica que aquél realizó. Por contra, lo que ahora nos propone en unas líneas rotundas, claras y sintéticas es enunciar una tesis e identificar a sus defensores.
        
         En ese sentido, el nombre de Hayden White reaparece como uno de los portavoces o  principales responsables de la difusión del argumento  que va a sostener. Pero el norteamericano tampoco esta vez aparece sólo. En este caso, el par que Ginzburg le adjudica ya no es Michel de Certeau, el Michel de Certeau de La escritura de la historia, según pudimos leer en "Unus testis" o en El juez. Y no lo es a pesar de que el objeto por el que convoca a White es el mismo por el que mencionaba al historiador francés en sus trabajos anteriores. Es, por contra, uno de los referentes que Ginzburg le había adjudicado en su propio itinerario intelectual, en concreto aquel cuya lectura más se había demorado y que, por tanto, más tardíamente  había producido sus rendimientos: nos referimos, claro, a Roland Barthes, al que convierte en su igual y al que hace copartícipe de una misma operación cognoscitiva.  De todos modos, Ginzburg no ofrece referencia alguna en relación con Barthes, no cita ninguna de sus obras.


¿Cuál sería la tesis que la fundamentaría? En sustancia, el argumento principal sostenido por Hayden White y por Roland Barthes sería el de la "riduzione della storiografia alla retorica", como operación antipositivista y finalmente escéptica. ¿De dónde procedería esa  tesis  o, dicho en otros términos, cuál sería el referente privilegiado de dónde arrancaría? Quizá el lector familiarizado con las alusiones de White hechas por Ginzburg respondería sin dudarlo: Giovanni Gentile. Pues bien, el historiador italiano nos desconcierta nuevamente con sus atribuciones eruditas y frente a la figura de Gentile, a la que tanto relieve se le dio en el origen de las concepciones epistemológicas de White, nos propone ahora a Nietzsche como precedente más o menos remoto de los postulados del norteamericano.  ¿Cuál es la razón de este cambio? En primer lugar, el nombre de Nietzsche puede resultar obvio si hablamos de la historia como retórica y, en ese sentido, es lógico que la introducción de su último libro (History, Rhetoric and Proof) acabe concediendo a este filósofo la relevancia que merece en una genealogóa del escepticismo. Por tanto, la pregunta en este caso debería invertirse y sería, pues, por qué no había aparecido hasta ahora. En segundo lugar, en cambio, quizá resulte de mayor interés averiguar por qué desaparece Gentile como referente si tanto relieve se le dio con anterioridad. Probablemente, aunque de manera explícita Ginzburg no lo señale, la razón haya que atribuirla ahora al hecho de hacer copartícipes a White y a Barthes: en "Unus testis", Ginzburg admitía la falta de conocimiento directo de la obra de Gentile en el caso de Roland Barthes; por tanto, la figura de Gentile se desvanece y queda reemplazada por el referente más obvio y más conocido, es decir, por Nietzsche.

En cualquier caso, este filósofo alemán ya había aparecido como adversario un año antes, en 1993, cuando Ginzburg publicara el prefacio a La donation de Constantin, de Lorenzo Valla. Como se sabe, este texto toma por objeto el problema clásico de la falsificación documental, y las reflexiones que Ginzburg añade tienen que ver precisamente con la naturaleza de las fuentes, con su uso y, en último término, con la verdad. Desde este punto de vista, la alusión a Nietzsche está en relación con el escepticismo epistemológico y con los riesgos de concebir la historia como mera retórica. Ginzburg remite la actualidad de este problema y, por ende, la  de este filósofo a los años sesenta, justamente cuando Barthes publicara sus textos sobre el discurso de la historia y sobre el efecto de realidad que provoca. ¿Dónde está White o qué papel desempeña en esta moda intelectual? Como suele ser habitual, al menos en este asunto, Ginzburg nos desconcierta nuevamente modificando los protagonistas. Guarda silencio sobre el norteamericano, no lo menciona en absoluto,  a pesar de que el objeto implícito siempre es el mismo.


En este prefacio, Ginzburg aborda el problema de la retórica y anticipa lo que tratará más ampliamente en "Aristotele". Nos habla de una genealogía, la que relacionaría a Nietzsche con los sofistas, en la que el escepticismo liquida la idea de verdad y, por tanto, subordina el conocimiento a la retórica. Ahora bien, en ambos textos el argumento central se refiere a  las diferentes formas y concepciones sobre la retórica que los clásicos greco-romanos nos han legado. A su juicio, el referente clásico por excelencia es el de Aristóteles. Como se sabe,  en la Poética se distingue entre la historia y la poesía, la primera ocupada de lo particular y la segunda de lo general. De ahí que ésta última sea para el griego "más filosófica y noble que la historia". Sin embargo, Ginzburg no cree que éste sea el pasaje aristotélico más relevante acerca de este asunto y nos remite a la Retórica. Su intención es poner de relieve que el núcleo racional de la retórica aristotélica reside en la noción de prueba y que tal concepción contradice la propugnada por White o Barthes. Por eso, se pregunta cómo ha sido posible que se haya dado una mutación tal de ese concepto clásico que ha llevado a contraponer retórica y prueba. En White y en Barthes, la prueba es un recurso de la retórica con el fin de persuadir; en cambio, según lo que nos dice Ginzburg, la prueba de la retórica aristotélica es el instrumento que nos permite acceder a la verdad. Pues bien, esta nueva concepción se derivaría del De oratore de Cicerón. La autoridad del senador romano habría determinado esta versión de la retórica como técnica meramente persuasiva, emotiva, en la que el examen de la prueba ocuparía un lugar muy marginal. En cambio, la visión de Ginzburg sería aquella que se condensaría en la tradición que, partiendo de Aristóteles y pasando por Quintiliano, desembocaría tempranamente en Valla y, más tarde, en Mabillon. Por contra,  si la historia es retórica en el sentido ciceroniano, su propósito, como el de ésta, sería únicamente persuasivo, es decir, tendría como única meta convencer a un auditorio, a un destinatario. En ese sentido, la persuasión es fruto de la eficacia lograda por los argumentos empleados y no necesariamente de la verdad que contengan.

Después de lo visto, ¿qué queda de Hayden White? Como hemos podido apreciar, el retrato que traza Ginzburg, los perfiles que a su juicio lo dibujan, es recurrente y evanescente. Por un lado, lo toma como adversario con el que medirse, pero, a la vez, no nos da de él una imagen acabada. Además, los rasgos tentativamente elaborados en diferentes textos no son totalmente complementarios ni sucesivos, es decir, no añaden una información que sea siempre coherente con lo que ya ha ofrecido. Por último, los nutrientes intelectuales de White, sus interlocutores,  varían en cada caso, de modo que el énfasis es desigual y lo que en principio era un gran descubrimiento (Croce-Gentile) cede después en favor de otra tradición (Nietzsche o Cicerón). En cada una de sus contribuciones, el lector cree hallarse ante el paso definitivo, ante el rasgo verdaderamente característico de White y del escepticismo, pero la erudición de Ginzburg siempre nos sorprende con nuevos itinerarios y nuevas identificaciones. Así, el retrato siempre es provisional y sus perfiles siempre se desvanecen.

Sin embargo, aquello que se mantiene en todos los casos como objeto implícito es la crítica a un concepto de historia, el de White,  entendido como un sistema enunciativo, cerrado y coherente, con dispositivos diversos a partir de los cuales se crea, se construye, lo que, por convención, se admite que es la realidad histórica. ¿Realidad interna, textual, o externa y, por tanto, extratextual? ¿verdad como correspondencia o verdad como coherencia? La realidad externa es incognoscible, dado que no está en acto y sólo alcanza a ser representada, jamás copiada, como denuncia Ginzburg. Para el norteamericano, la única entidad ontológicamente observable es interna, autorreferencial, pero, a la vez, gracias a determinados mecanismos retóricos, es decir, persuasivos, se le atribuyen rasgos extratextuales. Por tanto, la historia es sobre todo escritura. Más aún, es un estructura verbal que se expresa bajo la forma de un discurso narrativo en prosa, no muy distinto, es cierto, del que caracteriza a la novela, a la ficción.
        

Según Ginzburg, sostener lo anterior es defender una concepción epistemológica antirrealista, subjetivista y finalmente escéptica, y tal concepción le disgusta profundamente.  ¿Por qué? Si repasamos su itinerario intelectual, resulta evidente que Ginzburg, al tiempo que crea sus predecesores, también se da sus oponentes. Como hemos visto, el primero de ellos es Foucault, pero también Derrida. Este último aparecía en el prefacio de El queso como el representante más radical del escepticismo y volverá a reaparecer cuando se le interrogue años después, a mediados de los ochenta, a propósito de la verdad y de la realidad históricas. Ahora bien, habrá que esperar al fin de esa década para que encuentre en White su  siguiente adversario. A pesar de ello, como hemos visto, la fuerte andanada que le va a dirigir no se materializa en ningún texto definitivo.  Varias pueden ser las razones de esta actitud. En primer lugar, aunque Metahistoria se publica en 1973, su difusión entre los historiadores es reciente. Así, los pronunciamientos de Ginzburg se manifestarán cuando las repercusiones de la obra de White se hagan evidentes dentro de esa comunidad académica. En efecto, cuando la disciplina histórica recoja  las discusiones acerca de la posmodernidad será el momento en el que la presencia de White domine en los debates históricos. Un sólo ejemplo bastará. En el reciente The Postmodern History Reader, editado por Keith Jenkins,  la obra del historiador norteamericano es el referente dominante, tanto para quienes defienden el giro posmoderno de la disciplina como para los que lo rechazan. Además, sobre todo en el ámbito anglosajón, el denominado giro lingüístico ha acentuado esa presencia en la medida en que los problemas de representación han acabado por ser el asunto básico de la investigación y de los debates.

Precisamente esto último es lo que más parece molestar  a Ginzburg. A fuerza de conceder tanta importancia a la noción misma de representación, se devalúa la relación que pueda establecerse entre la realidad externa y el texto. Así lo decía en El juez y lo repite  en un capítulo de Occhiacci di legno, concretamente en el que lleva por título "Rappresentazione. La parola, l'idea, la cosa", texto previamente publicado en 1991 en Annales. De hecho, en este texto arremete nuevamente contra "i critici del positivismo, i postmodernisti scettici, i cultori della metafisica dell'assenza", justamente porque éstos se habrían apropiado de esta noción subrayando la idea de ausencia. Para ellos, lo representado es una realidad efectivamente ausente, una distancia irrecuperable. Sin embargo, en este uso torcido de la idea se deja fuera la contraparte: la realidad representada está efectivamente evocada, está presente, y es lo que motiva la representación misma. Ahora bien, como siempre, toda la erudición de la que nuevamente Ginzburg se sirve no le conduce a una crítica sistemática, explícita y nominal de los argumentos escépticos.


Sin embargo, aunque ésta  sea la cuestión de fondo, la irritación de Ginzburg contra los escépticos puede también obedecer a otro elemento mucho más concreto. El historiador italiano arremete con fuerza contra White cuando la negación de la realidad extratextual se pone en relación con el holocausto. No se trata de que White adopte una postura revisionista, lo cual lo excluiría de la comunidad normal de los historiadores. De lo que se trata es de la solución que el norteamericano da al problema de la verdad. Y esto ocurre en uno de los ensayos que se recogen en El contenido de la forma, aquel que hacía alusión a la "disciplinización" de la historia. Allí, White rechazaba la jerarquía de los relatos históricos en función de una realidad externa puesto que no habría una verdad como correspondencia, y sólo la eficacia de las narraciones, la capacidad persuasiva y fundamentadora de la acción pública de cada uno de los discursos, es lo que permitiría discriminar entre textos o interpretaciones inconmensurables. Es de suponer que un argumento de este género resulte intolerable para Ginzburg por su propia condición de judío. Recordemos que incluso Momigliano, mucho más amable con White e igualmente judío, ya había expresado su preocupación por las consecuencias que podrían derivarse de la concepción del norteamericano.  Es decir, la consecuencia perniciosa es que ahora la idea de eficacia, tan inquietante, se ponga de relieve para poder subrayar la superioridad de la versión hebraica del holocausto frente a la revisionista. Es decir, la verdad de esa versión, en palabras de White, "como interpretación histórica, está precisamente en su efectividad para justificar una amplia gama de políticas israelíes actuales". Es por eso por lo que la verdad de, por ejemplo, la historia palestina estaría arruinada por la falta de "una respuesta políticamente efectiva  a las políticas israelíes" y por la falta de "una ideología similarmente efectiva, unida a una interpretación de su historia capaz de dotarla de un sentido".

La posición de Ginzburg se va manifestando a partir de ese texto y en un tono ciertamente muy crítico, una posición que aclara su noción de realidad y el papel que le cabe al historiador como lector e intérprete de fuentes. En ese sentido, el historiador italiano centra en Metahistoria la principal diatriba porque entiende que esta obra es el origen embrionario del escepticismo reciente en la disciplina histórica. En ningún momento afirma que White sea un fascista sedicente o vergonzante y si toma el ejemplo del holocausto es porque el norteamericano lo aduce en su argumentación posterior. Finalmente, Ginzburg no ignora el papel que desempeña el investigador a la hora de enfrentarse a los documentos, no ignora que éste establece tanto unos hechos como las interpretaciones que les convienen, las mejores interpretaciones. Para argumentar mejor,  ofrece analogías que permitan describir la actividad práctica del historiador. El investigador se asemeja a un juez que sabe que ciertos hechos han ocurrido más allá de la versión o de la representación que de los mismos queden. En una investigación de la verdad (y aquí compartirían tareas el historiador, el juez y el detective), el instrumento fundamental es la prueba, la prueba aristotélica. ¿En qué sentido? Según leemos en El juez, probar es, "según determinadas reglas, que x ha hecho y" y en ese caso "x puede designar tanto al protagonista, aunque sea anónimo, de un acontecimiento histórico, como al sujeto de un procedimiento penal; e y, una acción cualquiera". El juez que interroga y que obtiene declaraciones y deposiciones de acusados y testigos se comporta como un historiador y sus informantes como documentos que "no hablan por sí solos", por lo que "es preciso interrogarlos planteándoles preguntas adecuadas". Ahora bien, más allá de la analogía, hay diferencias que separan al juez y al historiador o al derecho y a la historia. La principal de ellas es el modo en que el juez puede condenar: mientras que el historiador puede basarse en pruebas circunstanciales, en el contexto,  para proponer interpretaciones que rellenen los vacíos documentales, el magistrado necesita aquellas que demuestren de manera incontrovertible la autoría de un delito o, de lo contrario, atenerse al principio del in dubio pro reo. En cualquier caso, esa distinción entre el juez y el historiador que Ginzburg subraya a partir del uso de pruebas circunstanciales había sido ya destacada por Marc Bloch. En su Introducción a la historia, este historiador empleaba palabras prácticamente idénticas a las que mucho después utilizaría el historiador italiano para fundamentar esa analogía y para acentuar las diferencias.

Para Ginzburg, los historiadores trabajan con dos formas de argumentación diferentes. Por un lado, aquella que concluye con una verdad verificada, una verdad en este caso no muy diferente de la condena documentada por parte de un juez; por otro, aquella que se establece como posibilidad. O dicho en términos aristotélicos: por una parte, la prueba necesaria y por otra la probabilidad, lo verosímil. Este último aspecto es fundamental en Ginzburg y en El queso. Las fuentes históricas tienen lagunas, esos vacíos o espacios indeterminados a los que aludíamos parafraseando a Eco, que el historiador rellena con condicionales, con adverbios como "quizá" o "probablemente" y que no son sino conjeturas. La verdad verificada describe, pues, hechos comprobados; la verdad conjeturada se refiere, en cambio,  a posibilidades. El juez no trabaja con estas últimas, pero el historiador sí.

Las analogías que ha empleado Ginzburg a lo largo de su trayectoria intelectual para describir la disciplina histórica (juez, detective, médico, cazador, etcétera) tienen en común la práctica de investigación y excluyen la parte retórica que incorporan en tanto relatos de hechos. Justamente este es el reproche principal que le hace a White. Por eso  la reconstrucción biográfica emprendida por Ginzburg, que se hace tentativamente y añadiendo referentes diversos, acaba volviendo al punto de partida: la crítica a la reducción de la historia a retórica (ciceroniana) y esa reducción que él condena la ve reflejada en mayor o menor medida en los autores de los que se serviría Hayden White. Ahora bien, que se resista a aceptar la historia como retórica no quiere decir aquí que acepte una idea de realidad restituible sin mediación a través de las fuentes. Esto es, sabe que los documentos son representaciones y que, por eso mismo, lo externo, lo ocurrido, lo desaparecido,  es por principio irrecuperable, pero no es incognoscible, porque esos vestigios, incluso un solo vestigio, nos permitirán a la manera del investigador, a la manera del detective,  aludir a ese mundo extratextual, a esa presencia que los escépticos negarían. Si aceptamos la argumentación y la defensa de Ginzburg podrá apreciarse que lo esencial de las mismas está ya en Momigliano y de hecho esa constatación la asume él mismo cuando al final de "Aristotele" nos remite a este historiador. Por tanto, si los argumentos están dados, su tarea ha sido de mero complemento, añadiendo más analogías, multiplicando la erudición y contextualizando el escepticismo que combate.



6. Si esto es así, ¿qué sentido tendría la reconstrucción biográfica de White que emprende Ginzburg y que nosotros hemos documentado? En principio, no se trata sólo de una investigación erudita sobre un autor central en la discusión reciente sobre la historia; no se trata sólo de presentar las fuentes y los materiales de la historia entendida como retórica. Se trata, por el contrario, de mostrar cuál sea la posición implícita de Ginzburg ante el problema de la verdad histórica y su relación con la retórica, no sólo porque sea un problema capital de la historiografía, sino porque además  es uno de los elementos fundamentales y no explícitos de El queso y una de las razones que justifican su éxito. En ese sentido, y dado que él no parece detenerse especialmente en un análisis de cómo ha construido su relato, de cómo ha narrado la historia del molinero, una vía indirecta para esclarecer su posición es nuestra reconstrucción de la diatriba contra White. Lo sorprendente es que todo el ejercicio erudito no modifica sustancialmente el punto de partida, esto es, la crítica ya esbozada por Momigliano. Pero hay más, cada uno de los argumentos que aparecen en los  trabajos citados, incluyendo analogías e incluso ejemplos, estaban ya dados de antemano. En efecto, existe un artículo marginal, aparecido en 1984 con el significativo y aristotélico título de "Prove e possibilità", en el que podemos encontrar el conjunto de elementos que uno tras otro se van a ir desplegando desde finales de los ochenta hasta mediados de los noventa. Este artículo es parasitario de la edición italiana de El regreso de Martin Guerre de Natalie Zemon Davis. En principio, trata de subrayar las características fundamentales de esa investigación mostrando lo que, a su juicio, es el rasgo básico: la conjunción entre el conocimiento basado en pruebas y las reconstrucciones hechas en forma de posibilidad. Mientras el primero describe la verdad verificada a la que antes aludíamos, la verdad documentada de los hechos, las segundas se conciben como ensayos contextuales, como interpretaciones conjeturales, como esa pruebas circunstanciales en las que no podría basarse el juez para condenar. Mientras el primero va en indicativo, esto es, declara el estado del mundo y afirma  datos, las segundas operan con condicionales y van precedidas de expresiones tales como "quizá", "se puede presumir", etcétera. Es decir, lo mismo que apreciábamos en El queso y algo muy similar a lo que hacía y se proponía Freud en el Moisés.

Ahora bien, al igual que ocurriera con sus críticas a White, lo que ahora nos dice Ginzburg puede ser entendido a su vez como un análisis de la obra de N.Z. Davis y como una reflexión indirecta sobre la suya. En este caso, el historiador italiano introduce dos conceptos clave: el de posibilidad y el de imaginación. El primero se aplica a lo que puede ocurrir o  haber ocurrido y, por eso mismo, va unido al segundo, al de imaginación, que él deslinda claramente del de invención. Y eso a pesar de que esta noción es empleada por Davis, a la que, en el fondo, Ginzburg disculpa puesto que se trataría de un término provocador y poco claro. Así, el  concepto alternativo que propone, el de imaginación,  y que describiría mejor el trabajo de la norteamericana, refuerza el protagonismo del historiador, pero no porque invente, sino porque construye un relato dentro del abanico de posibilidades que imagina. De hecho, la invención, tomada así,  no sería diferente del ingenio que produce fantasías y que deploraba Poe en Los crímenes de la Rue Morgue. Por contra, la tarea del investigador, la de Dupin y, en fin, la de Holmes es analítica, es imaginativa, pero en el "verdadero" sentido que le atribuye el narrador norteamericano en dicha obra. Cierto es que aquella construcción y aquel abanico tienen un límite, cierto es que esa imaginación debe estar contenida: han de remitirse a lo real, que, en este caso, es el del conocimiento que se tiene del contexto, de las circunstancias documentadas que rodearon los hechos para los que no se tienen fuente. De todos modos, esa argumentación no es suficiente y, por eso, ha de plantearse inmediata y directamente el problema de la narración. La reflexión que emprende es pro domo sua, es decir, trata sólo aquello que confirma implícitamente los usos del relato que él mismo hiciera en El queso. Es en ese momento cuando aparecen, entre otros, los nombres de Hayden White, de Paul Ricoeur, de Lawrence Stone y de François Hartog, al que presenta como seguidor de Michel de Certeau. Pues bien, descarta un tratamiento teórico e historiográfico sobre la relación entre el relato histórico y las otras narraciones y emprende un breve recorrido por la evolución de la novela.


¿Y qué es lo que descubre? El hallazgo principal es la materia que los novelistas tomaron como objeto de relato: la vida privada, las costumbres, la intimidad, etcétera. En principio, y a partir del siglo XVII sobre todo, los novelistas necesitan aproximarse a la "history" como fuente de legitimación para el género literario que cultivan, un género todavía socialmente desprestigiado. Por eso, Defoe presenta su obra más famosa como "a just history of facts" sin ninguna apariencia de ficción;  por eso, Fielding compara su obra al de un trabajo de archivo, reivindicando la verdad histórica que contiene más allá de los elementos ficticios que se consiente. Más adelante, con el transcurso del tiempo, cuando este género triunfe, el novelista abandona esa posición de inferioridad y reclama como propio el terreno que los historiadores han dejado inexplorado: el de la vida privada (Balzac, Stendhal, Manzoni, Tolstoi, etcétera). Ha sido necesario un siglo, señala Ginzburg, para que los historiadores hayan recogido el desafío lanzado por los grandes novelistas del siglo XIX y hayan abordado campos de investigación, antes olvidados, con la ayuda de modelos explicativos más sutiles y complejos que los tradicionales. Esto es, tal y como Ginzburg lo presenta, el relato aparece como una forma de conocimiento, de acceso a la realidad por vías diversas. Sin embargo, hasta fecha reciente, esa forma no habría interesado a los historiadores por cuanto la suponían felizmente superada con la explicación científica. La consecuencia inmediata a la que llega es la de que no hay discurso histórico que no sea al tiempo discurso narrativo, pero no en el sentido de Stone, no el sentido de que vuelva una historia que cuenta frente a otra que explica. Ahora bien, esa consecuencia no debe entenderse a la manera de White, es decir, el error del norteamericano consistiría en situar la convergencia de esos dos tipos de discursos en el plano del arte, cuando en realidad debería haberse planteado en el de la ciencia, en el de la verdad. Es decir, debería haberse planteado, siguiendo a Momigliano, en el terreno de la discusión sobre problemas concretos ligados a las fuentes, a las técnicas de investigación, al trabajo del historiador. De lo contrario, la historiografía se configura, a  juicio de Ginzburg, como un puro y simple documento ideológico. Para evitar esa deriva, el historiador italiano nos propone distinguir claramente entre ficción e historia, entre narración fantástica y narración con pretensiones de verdad. De este modo, la consciencia actual de la dimensión narrativa que tiene el relato histórico no atenúa sus posibilidades cognoscitivas sino que las intensifica. Dicho de otra manera, subrayar la condición narrativa de la obra histórica no implica para Ginzburg hacerla recaer en la ficción, puesto que la narración es una forma de conocimiento y no sólo el registro ficticio del mundo.

Como hemos visto, son estos mismos argumentos los que se repiten en sus trabajos posteriores, aunque acompañados de una torrencial erudición sobre White, al entender que éste encarna mejor que nadie la posición que Ginzburg critica. Ahora bien, lo esencial de esa crítica estaba ya en Momigliano, como él reconoce reiteradamente, y lo que cambia son las calificaciones. Así,  por ejemplo, allá donde Ginzburg, en 1984, habla de documento ideológico o de arte, después hablará de retórica o, mejor, de la intolerable reducción de la historia a la retórica. Más aún, allá donde Ginzburg hablaba de retórica, hablará luego de retórica ciceroniana. De igual modo, el protagonismo de White es desigual: unas veces se le tiene por representante máximo del escepticismo y otras se le toma por uno más de esa cohorte de relativistas que el historiador italiano combate.

Efectivamente, lo que le interesa a Ginzburg no es la figura de White en sí misma, sino lo que representa. Dicho de otro modo, es un adversario coyuntural a través del cual acceder a las fuentes originarias del escepticismo contemporáneo. En esa reconstrucción genealógica que hemos hecho, los pares intelectuales que le descubre son variados, pero finalmente acaba siendo Nietzsche la fuente doctrinal incontestable. De hecho, en sus dos últimos libros, en Occhiacci di legno y en History, Rhetoric and Proof, su objeto es combatir el escepticismo, pero Hayden White ha perdido totalmente el protagonismo. ¿Quiénes han ocupado ahora su lugar? En el primero de esos textos, su oponente es Paul Feyerabend; en el segundo, Paul de Man. Ambos autores, como es bien sabido, tuvieron una relación expresa o estrecha con el nazismo o el antisemitismo. El primero fue oficial del ejército del Reich, el segundo un colaboracionista en las páginas del periódico belga Le Soir, una publicación antisemita. ¿Les reprocha Ginzburg ese pasado? Lo que denuncia en su actitud no es el error o el desvarío juveniles, sino la negación, el ocultamiento o la indiferencia maduras. Lo que les recrimina es, además, que esas posiciones se expresen desde el escepticismo epistemológico. Es decir, si se sostiene que el pasado es incognoscible, si se sostiene que la verdad y la mentira son inextricables desde el punto de vista histórico, en ese caso la falsedad o el ocultamiento de sus vidas acaban intoxicando el escepticismo cognitivo o el relativismo epistemológico.

Admitamos con Ginzburg ese argumento, admitamos, pues, contra White, Feyerabend o Paul de Man, que la narración pueda ser una forma de conocimiento de lo real y de lo que es externo. Ahora bien, el relato tiene una dimensión retórica --ciceroniana, nietzscheana o estética-- sobre la que Ginzburg no se pronuncia abiertamente. De ese modo, nos quedamos sin una explicación acerca del papel que cumplen los recursos retóricos en la persuasión del lector y acerca de los recursos creativos que permiten organizar la trama en forma de intriga dosificando datos e informaciones. Y, como hemos visto, ambos son elementos fundamentales en El queso y sobre los que nada nos dice. Sin embargo, son las elaboraciones imaginarias, pero también las conjeturas más o menos fundadas, las descripciones verosímiles (esto es, "posibles", en el sentido que le atribuye a N. Z. Davis) sobre los estados de ánimo de Menocchio o de sus inquisidores, lo que constituye uno de sus principales atractivos. Más aún, podríamos decir que la organización retórica de la información, el modo en que el historiador italiano presenta sus datos, es también un hallazgo feliz. Ginzburg narra, es consciente de la importancia del relato, protesta en favor de la verdad como correspondencia y enmudece sobre aquello que es la dimensión retórica de sus narraciones y sobre las elaboraciones imaginarias que se consiente. Con ello se blinda, se escuda en la historia como saber y hace depender el relato de esa verdad, con lo que, como añade, cualquier conjetura que realice, del tipo que sea, está dentro de los límites de lo real, dentro de los límites de lo contextualmente "posible", puesto que la historia no es ficción. ¿Y sus usos retóricos (ciceronianos)? ¿Y sus efectos poéticos? ¿Y la imaginación histórica?

Según se defendía White en la entrevista de 1993, Ginzburg pecaría de la misma falta con la que le censura: manipularía los hechos en favor del efecto estético. A nuestro juicio, esa conclusión es incompleta en la medida en que le resta peso a la verdad como horizonte último de su investigación, que es, como él reitera, la idea reguladora de su trabajo. Ahora bien, hemos de conceder frente a Ginzburg que la verdad no es el único eje de esa operación cognoscitiva, dado que el efecto estético es uno de los resultantes voluntarios o involuntarios de su textos y de la organización de las informaciones.  Por otro lado, buena parte de los predecesores que Ginzburg se dará a la hora de describir su trabajo y el del historiador-narrador coinciden con la vanguardia novelística del siglo XX y, en general, con el papel otorgado por White a los narradores de ficción.   En última instancia, quizá podríamos decir que uno de sus hallazgos más celebrados, el paradigma indiciario, está elaborado a partir de un referente estrictamente literario que condiciona la técnica de investigación de la verdad que incorpora. Esto es, esa técnica es indisociable de una determinada forma de presentar el relato: los indicios, la intriga, los descartes, la solución final, etcétera. Si inquietante es aceptar que los datos puedan subordinarse a una adecuada dramatización para que de ese modo alcancen significado en la representación, ¿qué otra cosa diferente hacía el propio Ginzburg en El queso al ordenar la información, su suministro y sus explicaciones?


En definitiva, si hemos de creer lo que nos dice Giovanni Levi en una entrevista publicada en 1990, Carlo Ginzburg sostendría la necesidad de escribir historia pensando en tener un millón de lectores, y éstos no se consiguen sin atender a la parte retórica que dramatiza los hechos y que le da intriga al relato. Recuperando una antigua tradición greco-latina, Ginzburg  llamaba a este efecto de convicción enargeia o evidentia in narratione. Tal y como se puede leer en "Montrer et citer", este recurso se logra al proponerle al lector un relato lleno de vida, un relato que hace palpable, claro o visible lo que es invisible. Si Menocchio cobra fuerza en el relato es al margen de que sea verdadero o no lo sea; si cobra fuerza es porque ha sido sometido al proceso de la demonstratio (otro sinónimo de enargeia), aquel que permite mostrar con exactitud un objeto inexistente. Frente a Ginzburg, añadiríamos en todo caso que esa cualidad o esa capacidad convierten al molinero en un objeto verosímil, y no necesariamente verdadero.

Este elemento y los otros que hemos mencionado prueban nuevamente la importancia que Ginzburg le da a la escritura histórica, pero también la ambivalencia con la que la trata. Por un lado, parece ser muy consciente de sus recursos, pero, por otro, no los hace totalmente explícitos. Algo similar puede decirse de la crítica que él hace a quienes han defendido la narratividad del discurso histórico. Es evidente que él narra, narra con todas sus consecuencias, con el placer evidente y antiguo que obtiene quien relata, pero a la vez rechaza tanto el modelo analítico de aquellos que intentan explicar las formas de narración histórica como las consecuencias que se derivan. No es sólo que se oponga al escepticismo, es que, además, desconfía de la novedad de la escritura como hallazgo metodológico. En efecto, añade Ginzburg, que el historiador escriba no es ningún descubrimiento, e incluso es una certidumbre rastreable en obras y en autores que no se caracterizaron por su vanguardismo. A este propósito, Ginzburg cita expresamente en "Unus testis" a E.H. Carr y en particular ¿Qué es la historia?, un  célebre ensayo metodológico, que a su entender no es particularmente audaz y que él mismo tradujo al italiano en los años sesenta. La referencia a Carr se aduce con fines polémicos y, en concreto, como prueba de la escasa novedad del hallazgo de White y De Certeau. Sin embargo, si se repasa ese texto de Carr, si releemos su obra, la afirmación de Ginzburg es aventurada, discutible, y parece fundarse en un recuerdo creador, el recuerdo de quien fue su traductor, muchos años atrás.


Carr no aborda expresamente en ningún momento la relación que pueda establecerse entre historia y narración y, cuando habla de la escritura histórica, sólo alude al hecho simple, al hecho empírico de que escritura y lectura de las fuentes son dos procesos simultáneos y no sucesivos. Por otra parte, el volumen se edita originalmente en inglés en 1961 y por la fecha en que se publicó hubiera sido verdaderamente extraño que introdujera este asunto de una manera explícita. No es, pues, una carencia de Carr ni de su ensayo, sino que más bien se corresponde al marco contextual de su época y a las preguntas que los historiadores se planteaban por entonces acerca de su trabajo. Por tanto, que Ginzburg compare a Carr con De Certeau, y de forma indirecta con White, puede servir instrumentalmente para rebajar la novedad que estos últimos representan, pero no aclara la duda que él mismo introduce.  En todo caso, esa "presunta" novedad sí que sería tal  en el dominio de los historiadores, pero no en el de los filósofos de la historia, puesto que, como el propio Ginzburg admite, Croce, pero también Raymond Aron, se habría planteado este problema al preguntarse por la epistemología de la historia. Si Ginzburg quería encontrar un referente antiguo, anterior a De Certeau y a White, en ese caso debería haber recurrido a Henri-Irenée Marrou, a un historiador coetáneo de Carr. En efecto, en el último capítulo de El conocimiento histórico abordaba de una manera expresa y breve cómo se escribe la obra histórica. En ese contexto, no es extraño que alguna de sus fuentes principales fueran precisamente Croce o Aron. Ahora bien, ¿por qué no alude Ginzburg a Marrou? Muy probablemente porque del propio Marrou y de Aron arranca una corriente epistemológica asumida por algunos  historiadores, encarnada por Paul Veyne, muy próxima a De Certeau, que desmentiría radicalmente el argumento de Ginzburg.

Sin embargo, el inmenso número de lectores que ha conseguido El queso tampoco puede atribuirse exclusivamente a este factor, tampoco puede reducirse al relato, a la verdad o a la retórica que incorpore y sobre la que nos hemos extendido. Esta característica de El queso, así como todas las que hemos ido enumerando anteriormente, forman un conjunto de razones necesarias pero aún insuficientes para explicar su extraordinario éxito. Falta algo más. Tal vez falte todavía la identificación de esta obra con alguna corriente historiográfica en particular. Todos los grandes libros de historia, aquellos que han adquirido la condición de clásicos y que han sido leídos por varias generaciones, han gozado del favor del público gracias a que se les ha tomado como ejemplos o modelos de escuela. No sólo es que estén bien escritos o que aborden objetos nuevos o que propongan enfoques diferentes, es que además plantean las preguntas básicas que a otros historiadores próximos también les inquietan, convirtiéndose así en referentes de una época. ¿Ocurre esto también con El queso y los gusanos? Si es así, la razón ya no sería propiamente textual, ya no dependería tampoco de ese artefacto material que es el libro, sino que el éxito obedecería a circunstancias externas, historiográficas si se quiere.

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