domingo, noviembre 10, 2013

Entrevista a Alain Corbin

Le Point.fr - Publicado el 30/06/2012 a las 15:57 Entrevista realizada por SOPHIE PUJAS Traducción de Luis Alfonso Paláu Alain Corbin: “La exclamación (¡!) es una confesión de que se hace mala Historia” Tomado de http://colombiakritica.blogspot.com/2013/03/entrevista-alain-corbin_6.html

Inagotable Alain Corbin. Ya sea que evoque su infancia normanda, o las investigaciones de una vida, este historiador a propósito irónico, cultiva el mismo gusto  por el detalle, la misma precisión en la anécdota rica de significación. Nacido en 1936, Alain Corbin siempre ha preferido los caminos de través, a reserva de empujar violentamente una historiografía ronroneante. Desde los años setenta,este especialista en el siglo XIX escogió poner el cuerpo en el proscenio  de la escena histórica.

Se hundió en temas hasta entonces reprobados: el imaginario de la prostitución (Les Filles de noces. Misère sexuelle et prostitution), el libro que lo lanzó a la celebridad, o las representaciones de la sexualidad (L’Harmonie des plaisirs. Les manières de jouirdu siècl des Lumières à l’avènement de la sexologie). Con el propósito de explorar las más inefables, como el olfato (Le Miasme et la Jonquille. L’odorat et l’imaginaire social, XVIIIe--‐ XIXe siècles) o el oído (LesCloches de la terre). E incluso las metamorfosis de la mirada, gracias a las cuales los hombres comenzaron un día a ver en la playa no un espacio salvaje sino un objeto de delicias (Le Territoire du vide. L’Occident et le désir du rivage).

Enseñó en París I y contribuyó así a escribir una historia de los sentidos que actualmente tiene sus émulos en las universidades del mundo entero. Su otro terreno de estudio son los campos, y la vida cotidiana de los campesinos del siglo XIX. Especialmente con Le Monde retrouvé de Louis--‐ François Pinagot. Sur les traces d’un inconnu (1798-¬‐1876), donde trató de recomponer –a partir de frágiles huellas– la vida de un rústico desconocido, elegido al azar en los archivos del Orne. Pero también con Le village des “cannibales”, donde buscó desenmarañar las causas subterráneas de un hecho diverso atroz: el salvaje asesinato en 1870 de un joven noble sospechoso de ser prusiano a manos de todo un pueblo. Una violencia bien real, nacida de un imaginario colectivo. Nos encontramos pues con un apasionado.

© Jacques Graf / JDD/SIPA

LE POINT.FR : La Historia, en su vida, fue primero la irrupción de la guerra…

Alain Corbin: En efecto. Hago parte de la generación cuyo sentimiento de existir es contemporáneo del sentimiento de estar en guerra. Uno de mis primeros recuerdos es el de mi padre que me dice: “Juicioso pues ¡es la guerra!” Me imaginaba el “tiempo de paz” del que hablaban los adultos como una especie de eldorado… En junio del 40, cuando tenía 4 años, mis padres me llevaron en su éxodo que los condujo hasta las Landas. Más tarde, en agosto de 1944, pasé un mes en casa de un campesino, un antiguo artillero de la guerra del 14, que había cavado una trinchera en pleno soto. Recuerdo también muy bien a esos soldados norteamericanos del ejército del general Patton que, en el momento de la Liberación, nos lanzaban limonada, chocolates, y después sus jeeps…

El mundo de los campos que Ud. tanto ha estudiado ¿es también el de su infancia?

¡Por supuesto! Mi padre, un mulato antillano, era medico rural. Yo crecí en lo profundo del bosque normando, en una pequeña aldea que se llama  Lonlay-l’Abbaye, llena de encanto y de austeridad. Era un mundo cerrado ¡y muy arcaico! El cura dirigía todo. Los caminos, por los que ahora voy en bicicleta, ni siquiera tenían cascajo. Había muchos artesanos: talabarteros, guarnicioneros, siete tiendas de especias… ¡Para nada tuve que cambiar de costumbres o de ambiente cuando estudié los campesinos del siglo XIX!

¿Cómo nació su gusto por la Historia?

A partir de 1945, estudié en el seminario menor de Flers, en el Orne, que de hecho era un simple colegio confesional. Me aburría espantosamente. El reglamento era de 1858, y la disciplina era aterradora. Levantada a las seis de la mañana, misa en latín, no había calefacción, estaba prohibido hablar en la mesa, excepto en el momento del postre, luego de que el director tocaba una campanita… Me refugié entonces en la lectura de las novelas históricas como Notre-Dame de Paris de Victor Hugo. Y los manuales de historia ¡eran más divertidos que los de matemáticas!

Pero ¿por qué apasionarse por una historia de las representaciones?

Estudié en la facultad de Caen, donde uno de mis profesores era un fanático de los Annales, la revista que Marc Bloch & Lucien Febvre habían fundado. Él me hizo leer precisamente a Febvre. Me dije que era exactamente lo que había que hacer: una historia de la sensibilidad, que por entonces se llamaba historia de las mentalidades. No he hecho nunca otra cosa. Luego leí con gran interés los trabajos de sus continuadores: Georges Duby, Robert Mandrou, Alphonse Dupront. Por mi parte, tenía unas ganas de hacer una historia de los gestos. Se me amenazó con que ¡nunca haría carrera con eso!

¿Fue pues por esta razón que Ud. comenzó por una tesis más clásica, sobre los trabajadores del Limousin?

Sí, ¡pero también por azar! Al día siguiente de aprobar la agregación, se  hacía la fila ante el inspector para escoger un puesto. Me dieron algunos minutos para decidirme entre Pau y Limoges, dos ciudades, en las que nunca había puesto mis pies. Opté por Limoges porque estaba más cerca de París. En 1959, el Limousin era una región abandonada por la historiografía. Escogí consagrarle mi tesis. Pero desde que la terminé, me pasé a la historia de las “muchachas de vida alegre”, que nunca había sido hecha en Francia. Los emigrantes limusinos que estudié fueron los que construyeron París. Se alojaban en el barrio de la Alcaldía, allí donde estaban las prostitutas. Se pretendía siempre que ellos le eran fieles a la mujer que habían dejado en casa, pero yo no me creía el cuento… Pasé pues muy fácilmente de las casas amobladas limusinas, a las casas de “farolito rojo” que estaban al lado. Y es ante todo el estudio de la miseria sexual de los hombres.

Ud. fue el primero en trabajar ese tema, a fines de los años setenta. ¿Por qué ese desdén de los historiadores por un tema tan “social”?

¡Era tabú! A causa del dolorismo y del deseo de respetabilidad del mundo universitario. Estudiar el dolor, la muerte, el hospital, ¡vamos que está bien! Pero los placeres, sobre todo no… Algunos colegas eran guasones cuando yo llegaba a los coloquios. A veces se me reprochó haber estudiado ¡a las “rameras”!

Y hoy ¿cuán lejos está la sociedad de ese moralismo?

Ud. sabe, hay muchos libros sobre la prostitución o la sexualidad, así como sobre otros placeres. Los ensayos sobre la gastronomía, por ejemplo, están en aumento constante… En literatura también, el erotismo se ha vuelto un objeto de estudio, pero sólo hace poco tiempo. La Pléiade esperó a los alrededores del año 2000 para publicar los autores libertinos. Antes había que ir a los libreros especializados en las curiosa, los libros eróticos. Actualmente están por todas partes presentes.

Dedicándose a la historia de las sensaciones desde aquella época, Ud. se apropió de un objeto de estudio particularmente inefable…

Por supuesto, ¡es la evanescencia por excelencia! En el Perfume y el miasma, describí el imaginario social ligado a los olores. Mis trabajos sobre las prostitutas me habían conducido allí, puesto que se las llamaba putas, es decir literalmente mujeres que huelen maluco. Había muchas, pero muchas ocurrencias olfativas en los textos que trataban sobre ellas. Esto también me había sido sugerido por la novela A contrapelo de Huysmans, en la que el héroe, des Esseintes, busca reconstituir los mensajes sensoriales de antaño. Constato
que de mis libros es uno de los que más eco ha tenido; fue escrito hace treinta años y siguen apareciendo aún traducciones nuevas, y reediciones. Me contaron que, incluso el novelista alemán Patrick Süskind ha confesado que ese libro le había inspirado para escribir el Perfume. En la actualidad, la antropología, la historia de la recepción y de la emisión de los mensajes de los sentidos se ha desarrollado mucho. Se escribe libros sobre el tacto, sobre el olfato… en aquella época eso parecía extravagante.


¿Era natural pasar del imaginario del cuerpo al de los lugares, con El territorio del vacío. Occidente y la invención de la playa (1750-1840), de 1988?

La playa implica todos los sentidos. El tacto, con la arena, la vista, el olfato… Yo iba a la playa en el Cotentin cuando estaba niño. Muchos de mis temas de estudio están ligados a mi experiencia personal. Esto le hacía decir a uno de mis colegas que nunca había hecho nada mas que lo que me daba la gana y lo que me divertía… ¿Y por qué no? Por lo demás seguí con las Campanas de la tierra. Cuando era niño, en Lonlay-l’Abbaye, se escuchaba las campanas todo el día. Mostré que hasta el siglo XIX, si no se conocía la retórica
de las campanas se estaba por fuera del sistema de comunicación pueblerino.

Pero este placer que lo apasiona tanto ¿estaba entonces presente en esos campos?

¡Por supuesto! Todo es relativo. Las necesidades no eran las mismas. Las gentes de campo tenían su huerto, su marrano, hacían su mantequilla. Y ¡tenían sus alegrías! Placeres que nos parecerían irrisorios, eran para ellos grandes placeres. Las relaciones entre muchachos y muchachas, las comilonas por primeras comuniones, las fiestas de la cosecha, los paseos de olla… Por supuesto que si los miramos con nuestros ojos ¡no podemos sino llorar por su suerte! La Historia consiste en hacer un viaje en el tiempo para cambiar de costumbres y de cabeza, exactamente como se lo puede hacer por medio de un viaje en el espacio. Es menester no indignarse retrospectivamente, es absurdo. Es necesario mirar, ver la felicidad como la desgracia. Pero si se desembarca allí con nuestras maneras de pensar, lo único que se ve es la miseria, y lo único que tiene para preguntarse es por qué no se suicidaron todos… Un poco como uno se indignaría ¡de que los indios de Amazonas no tuviesen televisión! Tratemos pues de comprender su goce, su bienestar, sus placeres. La exclamación (¡!), dado que supone un juicio de valor, es pues la confesión de que se está haciendo mala historia. No entremos demasiado en lo compasivo. La Historia atrae hacia el dolor porque el dolor produce texto, y denuncia. Incluso en los diarios íntimos, el bienestar produce poco texto…

Sin embargo, el campo tal como Ud. lo cuenta no tiene nada de idílico… Así mismo Ud. ha descrito una masacre colectiva de una rara violencia, en ¡el Pueblo de los “caníbales” (1990)!

Pero ¡porque la masacre constituye un objeto histórico fascinante! Los habitantes de Hautefaye, ese pueblito de la Dordogne, que amaba a Napoléon III, querían defenderlo. Juntos, en grupo, tomaron a un infortunado aristócrata por un prusiano republicano, lo quemaron, y quizás se lo comieron un poco. Pero este género de cosas no son hechos aislados. Pasé dos días en Hautefaye con ocasión de un reportaje para el periódico Libération. Un habitante nos contó que en el momento de la Liberación y de la depuración, las gentes borrachas habían masacrado a muchos…

Estos pueblos son el juego de pulsiones colectivas. En 1988, a Ud. se le ocurrió trazar el destino de un individuo, Louis-François Pinagot. ¿Por qué?

En el cementerio de mi abuela se habían destruido muchas tumbas. Yo creo que es lo que los especialistas llaman una reducción. De este modo, las gentes de las que hablaba mi abuela habían desaparecido. Esta interrogación sobre la desaparición me llevó a tratar de resucitar a un desconocido. Me fui a los archivos de Orne para escoger a alguno al azar, y ver lo que se podía decir de su vida. ¿Hasta dónde puede ir el fracaso de la biografía? No se puede escribir la biografía de un hombre desaparecido sin dejar huellas, pero quizás se
pueda resucitar su entorno. Es el principio, en el cine, de la cámara subjetiva: se ve lo que veía el personaje; él no lo veía. Me parece que en historia no se pueden encontrar los sentimientos y las emociones de una persona que no ha dejado ni diario íntimo ni correspondencia, pero se puede ver lo que vio. Al lector le toca reconstituir la novela histórica de la que he dado los elementos.

Escribir la historia de la Historia, ¿es un envite de memoria esencial?

Por supuesto. En Les Héros de l’histoire de France expliqués à mon fils, mi último libro, mostré las fluctuaciones de nuestras glorias nacionales. Quería mostrar la historicidad de los resortes de la admiración. Mi hijo más pequeño está en el colegio. A su edad, me habían enseñado a admirar a Bayard & Du Guesclin, héroes a la Plutarco. A él se le ha hablado de Martin Luther King y de Mandela. La cultura de la victoria se hundió en Francia. Pero, curiosamente, se tiende a sustituirle una cultura del derrotado. Cuando se trata de hablar de Napoleón en la televisión, en la fecha de aniversario, se ha tenido ya mucho Trafalgar, pronto será Waterloo… Esto es algo no válido en los EE.UU., donde los ciudadanos han conservado la cultura de la victoria. Admiran al general Patton, por ejemplo.

Ud dice que los héroes de la República no le interesan a nadie…

¡Es un hecho! La fundación de la República, de la que tanto se habla, ¡aburre a la gente! Hay un número inmenso de colegios y de calles Gambetta, o Jules Ferry, todo el mundo es republicano, y sin embargo los fundadores de la República no apasionan para nada. Por lo demás no tengo ni idea por qué; quizás es algo muy cercano. Que los grandes militares no interesen ya es algo lógico; por ejemplo, el mariscal Foch, gran héroe por excelencia cuando yo era niño. Es una consecuencia del hundimiento de lo militar, del colonialismo, de la aventura. Antiguamente la aventura era un desafío a la muerte. Eso terminó con Malraux. Hoy, en la mar, los navegantes solitarios ¡tienen radio! Cuando Monfreid iba al mar Rojo, o Lawrence a Arabia, era otra cosa… Lo que es interesante es que el hundimiento de los modelos se produce por censuras subrepticias, que no tienen necesidad de ser dichas, que están en el aire del tiempo. A veces, me pongo a leer lo que subrepticiamente se me ha prohibido leer; es una manera de no ser víctima de la censura y de lo “políticamente correcto” de nuestro tiempo.

tr. Luis Alfonso Paláu, Medellín, febrero 15 de 2012.

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