Nonfiction.fr Clionauta tomado de http://www.rebelion.org/noticia.php?id=162618
El portal
nonfiction publica una amplia entrevista con
Gérard Noiriel bajo el título de “
Pratique de l’histoire et réflexivité“.
El diálogo se divide en tres partes: “Des usages historiens de la
philosophie”, “Le jeu de la socio-histoire” y “Le profane et le
scientifique”. Todas ellas son igualmente interesantes, aunque quizá la
segunda esté más fresca tras la publicación de su
Introducción a la sociohistoria (
Siglo XXI). Así que, puestos a escoger, nos quedaremos con “
Des usages historiens de la philosophie“, apartado que discurre en los siguientes términos:
En un libro teórico sobre el trabajo de los historiadores publicado hace doce años,
usted repasaba los debates sobre una posible “crisis” de la historia y
percibía la dificultad de los historiadores para establecer un diálogo
fructífero con la filosofía. Para desarrollar una epistemología que
pudiera tener resonancias reales con la práctica, sugería el interés
particular que podría tener cierta institucionalización de la formación
epistemológica de los historiadores. ¿Ha notado cambios en este ámbito
desde la publicación de este libro?Gérard Noiriel - Los términos “historia” y
“historiador” cubren una multitud de prácticas y en la actualidad lo que
ha empeorado o en todo caso se ha desarrollado -sin hacer un juicio de
valor en relación a cuando escribí
Sobre la crisis de la historia-
es la división del trabajo en el campo. Ahora encontramos historiadores
que están mejor formados en epistemología que hace treinta o cincuenta
años y algunos colegas tienen una verdadera cultura epistemológica. Pero
hoy, como ayer, representan sólo una pequeña parte de la profesión.
Creo que esta tendencia, que ha sido impulsada por gente como Paul Veyne
y Michel de Certeau, no ha transformado lo que he llamaba en aquel
libro “la ciencia normal de la historia”, tal como se practica por la
mayoría de los historiadores.
Desde este punto de vista, la epistemología -también debería definir
la palabra, pero tomémosla en su sentido filosófico- no ha sido eficaz
para la disciplina. La razón por la que no lo es, creo yo, es que una
disciplina científica es ante todo una práctica social, no algo
abstracto, una “idea” de la historia, una meta a la que tenderíamos. En
esta práctica nos enfrentamos a fuerzas pesadas, sobre todo
institucionales, especialmente las relacionadas con la enseñanza, pero
también su recepción, más allá del mercado profesional, entre el público
en general, etc. Es dentro de esa perspectiva en la que hice la crítica
de la epistemología Paul Veyne, ya que parecía estar escrita en una
lengua desconocida para casi todos los historiadores. Lo que también me
llamó la atención es el grado de alienación que existe entre los
historiadores. Yo lo viví cuando era estudiante, con Marx, cuya
influencia me había llevado a educarme como autodidacta en la
filosofía: hice historia durante el día e iba a cursos nocturnos de
filosofía, cursos dirigidos principalmente a la comprensión de
El Capital.
Al desencantarme del marxismo, ese conocimiento teórico apenas me era
de ayuda. Sin embargo, dado que traté de “aprender a caminar por la
teoría”, como nos solicitaba el filósofo marxista Louis Althusser, me
han quedado unos pocos rudimentos de gimnasia intelectual que me sirven
para criticar a los que van de farol con sus pseudo-tratados de
filosofía histórica o de epistemología histórica para justificar su poco
conocimiento.
Por decirlo de otra manera, la concepción de la epistemología histórica que presentaba Paul Veyne en
Cómo se escribe la historia
me parecía ineficaz, porque se dirigía explícitamente a un público de
historiadores profesionales -él dice constantemente en ese libro:
“Nosotros los historiadores”- hablando en una lengua que sólo los
profesionales de la filosofía podían entender.
Este libro se publica a principios de los años setenta, en un momento
en que la teoría estaba muy de moda. En la Facultad de Letras de Nancy,
donde hice mis primeros años de Universidad, asistí a un curso de
“teoría literaria” impartido por Guy Scarpetta, discípulo de Philippe
Sollers. En ese momento yo no había leído Bourdieu, pero entendí esta
enseñanza -de la que no entendí nada, probablemente porque no había nada
que entender- como una forma de dominación simbólica. Esto ahuyentó a
muchos estudiantes. Pero en mi caso funcionó como una incitación a la
lectura, porque no podía admitir que no lo entendiera. Y eso me llevo a
sumergirme en la lectura de libros que estaban en boga (Lévi-Strauss,
Althusser, Foucault, Deleuze, Lacan, etc.), libros que poco a poco
forjaron las armas con las que luego defendí mi práctica de investigador
contra los que me miraban por encima del hombro.
La mayoría de los historiadores que citan este libro de Paul Veyne se
contentan simplemente con una frase del tipo de: “Como dice Paul Veyne,
la historia es una intriga”. Me recuerda a mi época marxista donde la
fórmula “como dice Marx” bastaba para cerrar una discusión. Cuando Marx
ya no estaba de moda, mucha gente simplemente cambiaba de caballo.
Citaban a Derrida, Gadamer, Ricoeur, etc. Por mi parte, el desencanto
con el marxismo me ha llevado a cambiar mi relación con la filosofía.
Si examinamos lo que se publica hoy por parte de los historiadores
académicos, está claro que el interés en las ciencias sociales ha
retrocedido, a pesar de la diversificación de las areas de
investigación.
Usted dice que se debe definir lo que entendemos por epistemología: ¿qué puede ser la epistemología de la historia?
La epistemología, en realidad, se puede definir de diferentes
maneras. Para Bourdieu consistía en “conocer lo que hacemos cuando
investigamos”. Esta es una definición que me sirve. A principios del
siglo XX, Max Weber escribió que el historiador no tiene necesidad de
conocer epistemología para investigar, que los individuos no necesitan
conocer anatomía para caminar. Y es cierto que los mejores historiadores
(como los mejores físicos) rara vez son los mejores epistemólogos.
En ese libro sobre la “crisis” de la historia insistía en distinguir
claramente entre la historia como práctica profesional y el discurso de
la historia. Durante mucho tiempo estuve literalmente obsesionado con el
problema de la brecha entre la práctica y el discurso sobre la
práctica. Fue eso lo que me llevaó, incluyendo en ello mi trabajo
empírico, a dar mucha más importancia a la cuestión de las
justificaciones que las personas dan a sus acciones.
En suma: si definimos la epistemología como el hecho de “reflexionar
sobre lo que hacemos”, estoy a favor. Pero si se trata de identificar
las leyes de la historia o de construir una teoría que se presenta como
la llave para abrir todas las cerraduras, no me interesa.
En una nota reciente de su blog,
inspirada en las ideas de Pierre Bourdieu, usted mencionó “la enorme
brecha que existe (e) entre las prácticas de los historiadores y su
discurso sobre estas prácticas”. Y ya en 2003 escribió que
“los discursos sobre la historia no son la historia, pero no podemos
prescindir de ellos, porque tenemos que justificar lo que sabemos
hacer”. Entonces, ¿qué puede ser la cientificidad o, en palabras de
Foucault, el “régimen de verdad” de la historia
Usted ve, una vez más, cómo me siguen preocupando estas cuestiones de
justificación. Creo que no podemos desprendernos de los criterios que
definen la Verdad (con V mayúscula) en historia. El régimen de la verdad
de la historia es lo que ofrecen los historiadores. La filosofía
pragmatista (en el sentido amplio de la palabra) nos ha ayudado a
aclarar estas cuestiones. Creo que los historiadores tienen interés en
definir la verdad histórica remitiéndose a filosofías que no les pidan
que se aparten, con una varita mágica, de su esfera de competencia. En
lugar de ir a buscar en no sé cuál filósofo los secretos de nuestra
disciplina, asegúremonos de que nuestros actos sean coherentes con las
normas que rigen nuestra profesión. Nuestras instituciones imponen
normas -por ejemplo, las reglas de la defensa de la tesis, la
contratación de jóvenes investigadores, etc.-, que son también normas
implícitas para el saber en general. La primera de estas normas
implícitas es la idea de que nuestras prácticas se basan en una
comunicación compartida por todos los miembros de nuestra comunidad
profesional. Es postulando que hay una comunicación compartida -por
ejemplo, entre un estudiante que defiende su tesis y su tribunal- que
nuestra actividad tiene sentido. Una vez que aceptamos ser parte de esta
comunidad profesional, aceptamos esta norma, incluso aunque no seamos
conscientes. Ese es el punto desde el que hay que partir cuando se
quiere reflexionar seriamente sobre la historia, en tanto conocimiento
científico.
La verdad es también un problema práctico. Cuando se le da una beca a
un estudiante a expensas de otro, debemos dar razones, de lo contrario
caemos en una absoluta arbitrariedad. Esto me preocupa tal vez más que a
otros, pues me parece importante saber qué tipo de poder ejerzo, porque
tenemos un poder que no es despreciable, al orientar las carrera y la
vida de estas personas. Debemos darnos cuenta de esto y adoptar reglas
para no caer en la arbitrariedad. Estas reglas implican criterios, y
criterios que se compartan. Estos son los principios que funcionan de
hecho en nuestras disciplinas, y son estos los problemas que debemos
afrontar como historiadores en lugar de bloquearnos con grandes
discusiones teóricas que no dominamos porque no somos filósofos
profesionales. Como puede ver, tengo una relación muy práctica con el
conocimiento.
En 2003, con Penser avec, penser contre, vuelve
sobre su relación personal con la filosofía, especialmente con los
trabajos de Foucault y R. Rorty. De todos modos, mientras el primero se
ha convertido en un referente importante dentro de la historiografía
francesa contemporánea, la referencia al pragmatismo sigue siendo
particularmente rara. ¿Podría explicar su relación con estos autores? Y
también ¿qué otros autores u otras áreas de la filosofía le parece que
merecen particular atención entre los historiadores de hoy?
Podríamos hablar mucho sobre el tema del “mérito”. Para mí, no se
trata de elaborar un panteón de grandes autores, sino de encontrar en la
literatura filosófica herramientas útiles para mi trabajo y mis
intereses. Yo he estado muy influido por la lectura de las obras de
Richard Rorty, porque he encontrado allí muchas de mis preocupaciones.
He buscado en la filosofía argumentos que me permitieran defender mi
práctica como historiador o, mejor dicho, como socio-historiador. Una
vez más, es una referencia a Max Weber la que me viene a la mente. No sé
exactamente en qué texto les dice a los historiadores, más o menos,
aquello de: la epistemología (concebida como discurso sobre los
fundamentos de la ciencia) no os servirá de nada, salvo que os
proporcionará el lenguaje con el que podréis defender vuestra práctica
contra aquellos que os querrán silenciar con las grandes teorías.
He leído a Richard Rorty con la misma perspectiva. Estos escritos me
han sido muy útiles para combatir a aquellos que, en mi disciplina,
tratan de imponer la supremacía de su campo de investigación en nombre
de los argumentos teóricos. Pero insisto en el hecho de que no me
considero un filósofo. Mi objetivo no es hacer un juicio global sobre el
trabajo de Rorty (sería incapaz, por lo demás), sino intervenir en los
usos que los historiadores hacen de la filosofía, movilizando el
pragmatismo contra las teorías que llamamos “fundacionalistas”. Todo
esto puede sonar complicado, pero en el fondo es muy simple. Siempre
tengo por principio defender lo que estoy haciendo mientras no se
demuestre lo contrario.
Tengo que decir ótra cosa sobre el contexto intelectual en el que
escribí el libro sobre la “crisis” de la historia. La historia social, a
la que estaba próximo, estaba entonces fuertemente devaluada por los
partidarios del
linguistic turn, que descubrieron muy
ingenuamente la importancia del lenguaje. Básicamente, estos
historiadores afirmaban que su campo de investigación (historia del
lenguaje, del imaginario, de las representaciones) era más importante
que los otros, porque la realidad solo era accesible a través del
lenguaje. Me basé en los escritos de Richard Rorty para criticar ese
viejo argumento nominalista. Creo que estos problemas son menos graves
hoy en día porque la controversia se ha apagado, pero en aquel momento
estaba en auge. Eso incluye defender a nuestros estudiantes, porque
cuando los estudiantes vienen y hacen una tesis bajo nuestra dirección,
tenemos que defender la legitimidad de su trabajo. Ya ve que, en
cualquier caso, son siempre cuestiones prácticas las que han motivado
mis elecciones y compromisos en el campo de la filosofía. Al contrario
de lo que Roger Chartier escribió en
su reseña, por otra parte muy positiva, sobre
La crisis de la historia,
nunca he sido hostil a la filosofía. Decir eso es reducir la filosofía a
uno de sus componentes: la filosofía fundacionalista. Pero la gente a
la que remito, como Wittgenstein, Rorty o Bouveresse, son también
filósofos, y no menores. Conocía mal la obra de
Jacques Bouveresse
en aquel momento, pero estoy muy cerca intelectualmente. Aunque sea un
filósofo profesional por excelencia, ha luchado siempre contra el uso
policíal (o judicial) la filosofía.
Tomemos ese caso: ¿cree que hay en Bouveresse herramientas que pueden ser útiles para los historiadores de hoy?
Cuando leemos, entendemos que la filosofía es una disciplina de
profesionales. Descubrí sus trabajos tratando de entender mejor la
noción de “juegos de lenguaje” desarrollada por Wittgenstein. Pero
leyendo a Bouveresse me di cuenta de que todo era muy complicado.
Bouveresse es un filósofo útil para los historiadores, en primer lugar
porque nos permite medir nuestros límites, mientras que otros filósofos
disertan sobre el sentido común haciéndonos creer que la filosofía está
espontáneamente al alcance de todos, que es la trampa por excelencia. Y,
además, en otros ensayos de Bouveresse, sobre todo en los
cursos publicados por Agone
sobre la creencia o el conocimiento del escritor, también he encontrado
cosas que me han servido de manera más directa y rápida. En una forma
más general, creo que puede ser útil a los historiadores como yo por las
batallas que
ha mantenido en defensa de la ciencia contra aquellos que, como
Bruno Latour, quieren
hacernos creer que las ciencias sociales no son más que una forma de
literatura. Todo individuo que ejerce un oficio defiende aquello que
sabe hacer. Para mí, los científicos sociales que se niegan a asumir el
carácter científico de su trabajo se comportan como aristócratas que se
niegan a justificar su práctica.
He visto cómo historiadores-periodistas como François Furet habían
utilizado la denuncia del “positivismo” para cuestionar la autonomía de
la investigación histórica haciendo creer a sus lectores que un artículo
de
Le Nouvel Observateur se podía colocar en el mismo plano
que un artículo en una revista académica. La crítica del positivismo
permitía situarse en las alturas de la reflexión filosófica para
denunciar a los necesitados de archivo. Esta división del trabajo me
parecía (y todavía me parece) muy injusta. Mi aprendizaje también lo
hice en aquel mundo. Viniendo del exterior, no lo entendía al
principio, y poco a poco busqué puntos de referencia que me permitieran
tomar las posiciones que se ajustaban realmente a lo que yo era, a lo
que yo quería hacer en esta disciplina.
Defender la autonomía de la ciencia no quiere decir que no podamos
tener alguna actividad fuera de la investigación. Yo mismo tengo muchas.
Pero no hay que mezclar géneros. El pragmatismo, repito, es la
clarificación de las actividades: sí, tenemos derecho a participar en
diferentes tipos de ejercicios, pero debemos caracterizar a cada uno de
ellos. Cuando hago un libro de divulgación, siempre encuentro la manera
de deslizar que es una síntesis, que no es un trabajo de primera mano,
para darle al lector las herramientas para evaluar lo que lee.
A finales de la década de 1990, trató de lanzar un debate
sobre la historia del tiempo presente, deplorando la gran dificultad a
la hora de plantear debates y negociar acuerdos en las ciencias
sociales. ¿Ese debate pudo finalmente llevarse a cabo? En general, ¿le parece que los historiadores han avanzado en el desarrollo de una nueva ética de la discusión adaptada a su tipo específico de conocimiento?
El primer capítulo de este libro se inscribía, en efecto, en un
debate sobre la historia del tiempo presente, y decía que esa relación
con el presente se podría contemplar de diferentes maneras. Lo que
proponía el Institut du temps présent, ligado a Sciences Po Sciences Po,
era una entre otras. Lo que me molestaba de esta concepción de la
historia, muy dominante en la época, era el valor dado a la condición
del historiador experto (era la época del juicio Papon). Me pareció
inaceptable porque pensaba -todavía lo pienso- que la autonomía de la
disciplina quedaba deteriorada. Los historiadores positivistas al menos
habían tenido el mérito de decir que se necesita una distancia temporal
para poder hacer ciencia objetiva. Hoy en día, puede parecer ingenuo,
por supuesto, pero tenían razón al señalar que si se elimina la
distancia temporal sin reemplazarla por nada, hacemos periodismo
histórico o hacemos de expertos, pero no ciencia histórica. En ese libro
puse un buen número de ejemplos a partir de las polémicas de la época.
Obviamente, recibí bastantes palos de colegas que tenían acceso directo
a los principales periódicos. Sin embargo, la controversia ha tenido
efecto retardado. Siempre es así en nuestro mundo. Cuando se tiene el
coraje -hay que decirlo así- de saltar a la palestra contra personas que
están en una posición dominante, no tienes ninguna oportunidad de ganar
de inmediato. Pero las cosas están cambiando con la renovación de las
generaciones. He visto recientemente cierto número de jóvenes
historiadores que no dependen de las redes dominantes retomar la
problemática del pasado/presente que opuse a la historia del tiempo
presente.
¿Han mejorado las cosas en cuanto al debate científico en el mundo de
los historiadores? Primero tengo que admitir honestamente -porque
también hemos de ser lúcidos con nosotros mismos- que siempre he
defendido la discusión, pero no soy necesariamente un modelo en este
sentido. Traté de mejorar mediante la adopción de una forma de escritura
más respetuosa desde el punto de vista de los otros. Animo a los
jóvenes a poner tal vez más énfasis en las formas, a ser más sociables y
amables con sus colegas de que yo he podido ser. Probablemente se es
más eficaz cuando uno es más tolerante en su escritura. Dicho esto, no
creo que tal cosa sea suficiente para crear un espacio público de la
historia donde los argumentos puedan ser intercambiados de una manera
amistosa. Hay un progreso general en la sociabilidad de las ciencias
sociales -ya no es un momento de grandes controversias-, pero eso no
quiere decir que en la trastienda de la investigación no haya siempre
los mismos enfrentamientos.
Me he impuesto como regla deontológica expresar públicamente mis
opiniones, mis críticas. Así que nunca he sido parte interesada en las
múltiples controversias de carácter privado que existen en nuestro
medio. Sin embargo, he estado muy expuesto en el debate público, porque
esa es también mi idea sobre el respeto a las personas: cuando uno
critica a alguien públicamente manifiesta una forma de respeto por lo
que el otro escribe -de lo contrario, no dices nada. Es algo que a
menudo tampoco se entiende bien. En cuanto a la forma, podría haber
planteado determinadas cuestiones de una manera diferente, pero en el
fondo soy fiel a lo que he escrito
(…)
Fuente: http://clionauta.wordpress.com/2013/01/18/gerard-noiriel-sin-distancia-temporal-hacemos-periodismo-historico/