“Internet es solo una ilusión de conocimiento”
elarcadigital
—Muchos
comentaristas vienen evocando desde hace unos 10 años una suerte de
malestar generalizado que se ha acuñado en casi todas las sociedades
humanas. ¿Cuál es, para usted, el origen de esta extraña sensación
planetaria?
—Creo que el gran malestar proviene del cambio de escala. Cuando reflexionamos sobre el contexto de cualquier acontecimiento, este se sitúa a escala planetaria. Ello conduce a que, incluso con un acontecimiento pequeño, el mundo entero está en tela de juicio. También somos conscientes de que el capitalismo consiguió su internacionalización. Estamos encerrados en el sistema, y no sólo en el del mercado. Las referencias locales son insuficientes, los individuos son más individuales pero o son consumidores o excluidos del consumo. Este conlleva cierto vértigo, y bajo cientos ángulos un vértigo metafísico. Creo entonces que la instalación del sistema planetario nos hace sufrir. Podríamos tener una percepción gloriosa de todo esto y decirnos que todos los seres humanos son hermanos, o celebrar la humanidad y la universalidad. Pero estamos lejos de todo esto por dos razones: la primera porque estos cambios intervienen bajo el signo de la economía; la segunda porque las transformaciones acarrean resistencias que a menudo son opacas y un poco locas. Vemos por ejemplo el desencadenamiento de los integrismos más radicales. Uno se pregunta hacia dónde habría que mirar para encontrar algo alentador.
—Hay algo a la vez nefasto y tentador en la instantaneidad con la cual funciona el mundo. En uno de sus libros, Las formas del olvido, usted planteó el olvido como condición para saborear el presente, y el instante, para recuperar lo que las formas actuales de la instantaneidad nos substraen.
—La instantaneidad es hoy la consigna del mundo. Paul Virilio ha descrito muy bien esta ubicuidad de la instantaneidad. Pero yo me refiero a otro instante, a un instante más íntimo, el instante de la relación con nosotros mismos, el instante del encuentro con los otros, con una mirada, con un paisaje, con una idea. No hay identidad individual o colectiva que pueda construirse sin el otro. La soledad absoluta es impensable. El itinerario del individuo pasa por el encuentro con los demás. Por eso, cuando evoco el instante, es por oposición a todo lo que está marcado por el pasado. Tenemos una tendencia a encontrar la explicación de todos los fenómenos en el pasado, sea en la perspectiva marxista o analítica. Desde luego, no se puede negar la importancia del pasado en la construcción individual y colectiva, pero diría que los momentos de creación son los momentos que escapan a esa gravedad. Para mí, el instante es justamente eso, un momento en el que el tiempo cambia de registro, hay un tiempo que circula pero que no depende de lo que pesa sobre él. Un instante sin culpabilidad.
—Usted escribió en una ocasión que bastaba con ampliar la distancia para que los peores horrores se borren. Sin embargo, hoy la distancia se ha estrechado y los horrores se borran igual. La proximidad no nos redime del olvido.
—Sí, es cierto, hay un efecto doble. Cuando escribí eso pensaba en esos aviadores que lanzan bombas. Para ellos el daño ocasionado era abstracto. Hoy basta con encender la televisión para ver cadáveres en abundancia. Pero, en cierto modo, lo que torna las cosas abstractas es la acumulación. La visión de proximidad de la televisión produce el mismo efecto que la distancia. Creo que no nos damos cuenta de lo que pasa, de la gravedad. —¿Usted diría que el relato a través de la imagen nos deshumanizó?
—En cierta forma sí. La imagen es la mejor y la peor de las cosas. Estamos orgullosos porque la imagen nos acerca de todo. Sin embargo, al mismo tiempo que nos acerca nos aleja. La imagen también tiene otro efecto perverso: nos hace ilusionar con que conocemos porque nos permite reconocer. Pero el reconocimiento no es el conocimiento. Es un juego perverso, es la ignorancia que se desconoce a sí misma.
—En su último libro usted hace una asombrosa recomendación: “Debemos escapar a la pesadilla mítica”.
—Con ello me refiero a la fórmula de Walter Benjamin, cuando cuenta que, en el fondo, la aparición del relato organizado, de los cuentos donde el niño triunfa ante el grande o ante el ogro, todo eso deshace el impacto de los relatos míticos donde las brujas se comen a los hombres y unos cuantos horrores más. La pesadilla mítica son los mitos originales, las cosmogonías, las cosmologías y toda una panoplia de mitos horribles y caóticos. Benjamin pensaba que el relato era una forma de alejarse de esos horrores. La pesadilla mítica siempre se relaciona con la indistinción, la indistinción entre el bien y el mal, entre los sexos, entre las distintas generaciones, etc., etc. Podemos preguntarnos entonces si no hay un riesgo de una nueva indistinción a raíz de la abundancia de imágenes. Esa abundancia nos remite a una suerte de amenaza mítica. Hay que tener cuidado. Debe haber formas narrativas capaces de poner la imagen a distancia para que la imagen se quede en lo que es, o sea, una ilustración y no una realidad. Los progresos tecnológicos nos llevan a tomar la imagen por algo real. El pensamiento escrito es mucho más articulado y es eso precisamente lo que necesitamos: un pensamiento articulado frente a la cascada de imágenes. La escritura aporta otra cosa. Sin embargo, también es lícito interrogarse sobre la noción de escritura dado que el enemigo se instaló en ese campo. Basta con abrir Internet para darse cuenta de que casi todo lo que circula allí es oralidad primitiva, primaria. —Internet es también, para usted, una suerte de ilusión. —Sí. Creemos que Internet es un fin en sí, y eso es una ilusión. Se cree que basta con ingresar en ese universo para pertenecer a la comunidad de los comunicantes. Eso es ilusorio. No pertenecemos a nada. Recién hablaba de la ilusión del conocimiento. Con Internet ocurre algo similar. En nuestra computadora tenemos toda la ilusión del mundo, pero ese conocimiento sólo es útil para quienes ya saben algo.
—Pareciera que el mundo moderno es una sinfonía de ilusiones. Usted sugiere, por ejemplo, que la misma idea de comunidad es ilusoria.
—Hay palabras detrás de las cuales ya no se ponen conceptos. Esas palabras funcionan como códigos para pasar. Cuando decimos cultura, cuando decimos diferencia, cuando decimos comunidad, yo me pregunto ¿de qué estamos hablando? Por ejemplo, cuando se dice “sociedad multicultural” no sé de qué se está hablando. Trabajé un tiempo en una localidad muy pequeña de Costa de Marfil. Pues allí había una multitud de grupos cuyas culturas diferían. Sus referencias eran distintas y sus idiomas también. En cada cultura cada individuo tiene una relación diferente y desigual con esa cultura. La multiplicidad de la referencia cultural es enorme. Cuando hablamos de sociedades multiculturales nos estamos refiriendo a la coexistencia de culturas en el sentido más impreciso, más borroso. ¿Qué son la cultura africana o la cultura asiática sino un conjunto de lugares comunes que no dicen gran cosa? La noción de multiculturalismo es abstracta. En suma, cada vez que hablamos de colectividad estamos recurriendo al lenguaje de la ilusión. Ponemos las cosas al revés. Habría que darlas vueltas a partir del individuo, que es nuestra única referencia concreta. No se trata de una sociología del egoísmo o del egocentrismo. No hay individuo sin relación. Por ello se puede estudiar la elaboración de las relaciones entre los individuos. Esto está en el corazón de la democracia, la cual debe fijar la manera en que nos relacionamos con el otro. La soberanía del individuo está limitada por el hecho de que no está sólo. La soledad absoluta conduce a la locura. Lo mismo ocurre con la totalidad impuesta, que también conduce a la locura. El papel de la democracia debería consistir en elaborar un compromiso para conciliar la individualidad y la alteridad.
—Usted introdujo un concepto hipermoderno en su definición de los bloques del mundo. Tomando como base el famoso artículo de Francis Fukuyama en el cual, con el triunfo de la democracia liberal, promovió la idea del fin de la historia, usted escribió que eso condujo al enfriamiento de Occidente.
—Me referí con ello a la idea de Claude Lévi-Strauss sobre las sociedades frías y las sociedades calientes. Si se afirma que la historia se terminó entonces pasamos al lado frío. La idea sobre el fin de la historia no significa que los acontecimientos se acabaron sino que la fórmula, la receta, fue encontrada: es decir, el mercado liberal y la democracia representativa. Pero esa idea choca con muchas objeciones. La primera: el mercado liberal se las arregla muy bien con los regímenes dictatoriales. Esto significa que la liberalización de los mercados, la libertad de los intercambios, no garantizan el advenimiento de la democracia. Hay una paradoja en el postulado del fin de la historia: es una suerte de marxismo al revés. Es la idea de que la organización de la producción desemboca en formas sociales. Creo que ha sido el último gran relato que conocimos. La segunda objeción es que no nos dirigimos hacia un mundo de desigualdades reforzadas. El ascenso de algunos Estados, los llamados países emergentes, alimenta la ilusión de que el mundo va hacia más igualdad. Es cierto que hay países emergentes pero, al igual que en los países desarrollados, dentro de los emergentes se constatan fenómenos de desigualdad creciente. La distancia entre ricos y pobres es cada vez más importante, y lo mismo ocurre con el acceso al conocimiento y a la ciencia. Diría que la globalización no difiere mucho de la colonización. Vivimos una suerte de colonización anónima o multinacional. La globalización nos ha emparejado. El Tercer Mundo tiene problemas que no son muy distintos a los de Occidente, por ejemplo en lo que atañe la migración. Los migrantes ya no van del Sur al Norte sino también del Sur hacia el Sur. En Occidente hay una tradición de arrogancia que no encontramos en el Sur, pero no estoy seguro de que los problemas sean fundamentalmente distintos. La globalización creó las mismas problemáticas en todas partes. No creo que sea oportuno hacer la apología de Occidente o cuestionarlo. El cuestionamiento de Occidente permite a las dictaduras locales fabricarse una virtud a cuenta propia. Soy más universalista. Creo que todos compartimos el horror.
—Hay, de hecho, una tecnooligarquía y una oligarquía financiera que colonizaron el mundo.
—Sí, y cada vez más nos dirigimos hacia ese modelo de oligarquías. En algunos lugares del mundo vemos una concentración muy fuerte de poder, conocimiento y riqueza. Hay entonces una clase oligárquica debajo de la cual encontramos una clase de consumidores –sin ellos el sistema no funciona–, y después vienen los excluidos, esas clases que no son necesarias para que la máquina funcione. Este esquema excluye todo modelo de revolución. Para que hoy una revolución tenga lugar, debería situarse a escala planetaria. Conservé una idea mítica de la Revolución francesa, que, desde luego, también cometió horrores. Pero conservé la idea de que la Revolución francesa se hacía en nombre de principios. Hoy no sé cuáles son los principios. Lo que está en juego es enorme: transformar el planeta en un lugar donde todos los seres humanos se reconozcan es un desafío formidable. Pero la historia no funciona así.
—Recuerdo el libro que usted escribió sobre la bicicleta y en el cual apuntaba que andar en bicicleta es una suerte de nuevo humanismo. ¿Deberíamos todos andar en bicicleta para recuperar un poco de humanidad? ¿Acaso ya no es demasiado tarde ante el avance de la globalización, la pobreza, la especulación, el vacío planetario de las imágenes?
—La experiencia de la bicicleta me permitió subrayar que todo está en relación con el tiempo y el espacio. En ese sentido, la bicicleta corresponde a la necesaria dimensión individual. Cuando estamos sentados ante nuestras computadoras estamos sumergidos en un universo ficticio de instantaneidad e ubicuidad. Si tenemos trabajo estamos asfixiados por la manera en que está concebido fuera de nosotros, y si no tenemos trabajo estamos aplastados como individuos. Hay una suerte de totalitarismo liberal muy pesado. Entonces ¿qué podemos hacer? A escala individual, creo que el único medio de escapar a la ilusión es tener su propia relación con el tiempo y el espacio. La bicicleta es un buen instrumento: nos remite a la infancia, a la vejez, nos remite a la noción de las distancias que es preciso recorrer, al control, etc., etc. ¡Desde luego, no se puede reformar el mundo pregonando la reforma individual y la bicicleta! Estamos todos condenados a la utopía mientras seamos mortales. Aún no hemos terminado de redefinir la finitud del ser humano, la materialidad del espíritu y el devenir de la historia.
*Corresponsal de Página 12 en Francia. Esta entrevista fue publicada en ese diario el 21.11.11.
http://www.elarcadigital.com.ar/modules/suplementos/articulo.php?id=168
—Creo que el gran malestar proviene del cambio de escala. Cuando reflexionamos sobre el contexto de cualquier acontecimiento, este se sitúa a escala planetaria. Ello conduce a que, incluso con un acontecimiento pequeño, el mundo entero está en tela de juicio. También somos conscientes de que el capitalismo consiguió su internacionalización. Estamos encerrados en el sistema, y no sólo en el del mercado. Las referencias locales son insuficientes, los individuos son más individuales pero o son consumidores o excluidos del consumo. Este conlleva cierto vértigo, y bajo cientos ángulos un vértigo metafísico. Creo entonces que la instalación del sistema planetario nos hace sufrir. Podríamos tener una percepción gloriosa de todo esto y decirnos que todos los seres humanos son hermanos, o celebrar la humanidad y la universalidad. Pero estamos lejos de todo esto por dos razones: la primera porque estos cambios intervienen bajo el signo de la economía; la segunda porque las transformaciones acarrean resistencias que a menudo son opacas y un poco locas. Vemos por ejemplo el desencadenamiento de los integrismos más radicales. Uno se pregunta hacia dónde habría que mirar para encontrar algo alentador.
—Hay algo a la vez nefasto y tentador en la instantaneidad con la cual funciona el mundo. En uno de sus libros, Las formas del olvido, usted planteó el olvido como condición para saborear el presente, y el instante, para recuperar lo que las formas actuales de la instantaneidad nos substraen.
—La instantaneidad es hoy la consigna del mundo. Paul Virilio ha descrito muy bien esta ubicuidad de la instantaneidad. Pero yo me refiero a otro instante, a un instante más íntimo, el instante de la relación con nosotros mismos, el instante del encuentro con los otros, con una mirada, con un paisaje, con una idea. No hay identidad individual o colectiva que pueda construirse sin el otro. La soledad absoluta es impensable. El itinerario del individuo pasa por el encuentro con los demás. Por eso, cuando evoco el instante, es por oposición a todo lo que está marcado por el pasado. Tenemos una tendencia a encontrar la explicación de todos los fenómenos en el pasado, sea en la perspectiva marxista o analítica. Desde luego, no se puede negar la importancia del pasado en la construcción individual y colectiva, pero diría que los momentos de creación son los momentos que escapan a esa gravedad. Para mí, el instante es justamente eso, un momento en el que el tiempo cambia de registro, hay un tiempo que circula pero que no depende de lo que pesa sobre él. Un instante sin culpabilidad.
—Usted escribió en una ocasión que bastaba con ampliar la distancia para que los peores horrores se borren. Sin embargo, hoy la distancia se ha estrechado y los horrores se borran igual. La proximidad no nos redime del olvido.
—Sí, es cierto, hay un efecto doble. Cuando escribí eso pensaba en esos aviadores que lanzan bombas. Para ellos el daño ocasionado era abstracto. Hoy basta con encender la televisión para ver cadáveres en abundancia. Pero, en cierto modo, lo que torna las cosas abstractas es la acumulación. La visión de proximidad de la televisión produce el mismo efecto que la distancia. Creo que no nos damos cuenta de lo que pasa, de la gravedad. —¿Usted diría que el relato a través de la imagen nos deshumanizó?
—En cierta forma sí. La imagen es la mejor y la peor de las cosas. Estamos orgullosos porque la imagen nos acerca de todo. Sin embargo, al mismo tiempo que nos acerca nos aleja. La imagen también tiene otro efecto perverso: nos hace ilusionar con que conocemos porque nos permite reconocer. Pero el reconocimiento no es el conocimiento. Es un juego perverso, es la ignorancia que se desconoce a sí misma.
—En su último libro usted hace una asombrosa recomendación: “Debemos escapar a la pesadilla mítica”.
—Con ello me refiero a la fórmula de Walter Benjamin, cuando cuenta que, en el fondo, la aparición del relato organizado, de los cuentos donde el niño triunfa ante el grande o ante el ogro, todo eso deshace el impacto de los relatos míticos donde las brujas se comen a los hombres y unos cuantos horrores más. La pesadilla mítica son los mitos originales, las cosmogonías, las cosmologías y toda una panoplia de mitos horribles y caóticos. Benjamin pensaba que el relato era una forma de alejarse de esos horrores. La pesadilla mítica siempre se relaciona con la indistinción, la indistinción entre el bien y el mal, entre los sexos, entre las distintas generaciones, etc., etc. Podemos preguntarnos entonces si no hay un riesgo de una nueva indistinción a raíz de la abundancia de imágenes. Esa abundancia nos remite a una suerte de amenaza mítica. Hay que tener cuidado. Debe haber formas narrativas capaces de poner la imagen a distancia para que la imagen se quede en lo que es, o sea, una ilustración y no una realidad. Los progresos tecnológicos nos llevan a tomar la imagen por algo real. El pensamiento escrito es mucho más articulado y es eso precisamente lo que necesitamos: un pensamiento articulado frente a la cascada de imágenes. La escritura aporta otra cosa. Sin embargo, también es lícito interrogarse sobre la noción de escritura dado que el enemigo se instaló en ese campo. Basta con abrir Internet para darse cuenta de que casi todo lo que circula allí es oralidad primitiva, primaria. —Internet es también, para usted, una suerte de ilusión. —Sí. Creemos que Internet es un fin en sí, y eso es una ilusión. Se cree que basta con ingresar en ese universo para pertenecer a la comunidad de los comunicantes. Eso es ilusorio. No pertenecemos a nada. Recién hablaba de la ilusión del conocimiento. Con Internet ocurre algo similar. En nuestra computadora tenemos toda la ilusión del mundo, pero ese conocimiento sólo es útil para quienes ya saben algo.
—Pareciera que el mundo moderno es una sinfonía de ilusiones. Usted sugiere, por ejemplo, que la misma idea de comunidad es ilusoria.
—Hay palabras detrás de las cuales ya no se ponen conceptos. Esas palabras funcionan como códigos para pasar. Cuando decimos cultura, cuando decimos diferencia, cuando decimos comunidad, yo me pregunto ¿de qué estamos hablando? Por ejemplo, cuando se dice “sociedad multicultural” no sé de qué se está hablando. Trabajé un tiempo en una localidad muy pequeña de Costa de Marfil. Pues allí había una multitud de grupos cuyas culturas diferían. Sus referencias eran distintas y sus idiomas también. En cada cultura cada individuo tiene una relación diferente y desigual con esa cultura. La multiplicidad de la referencia cultural es enorme. Cuando hablamos de sociedades multiculturales nos estamos refiriendo a la coexistencia de culturas en el sentido más impreciso, más borroso. ¿Qué son la cultura africana o la cultura asiática sino un conjunto de lugares comunes que no dicen gran cosa? La noción de multiculturalismo es abstracta. En suma, cada vez que hablamos de colectividad estamos recurriendo al lenguaje de la ilusión. Ponemos las cosas al revés. Habría que darlas vueltas a partir del individuo, que es nuestra única referencia concreta. No se trata de una sociología del egoísmo o del egocentrismo. No hay individuo sin relación. Por ello se puede estudiar la elaboración de las relaciones entre los individuos. Esto está en el corazón de la democracia, la cual debe fijar la manera en que nos relacionamos con el otro. La soberanía del individuo está limitada por el hecho de que no está sólo. La soledad absoluta conduce a la locura. Lo mismo ocurre con la totalidad impuesta, que también conduce a la locura. El papel de la democracia debería consistir en elaborar un compromiso para conciliar la individualidad y la alteridad.
—Usted introdujo un concepto hipermoderno en su definición de los bloques del mundo. Tomando como base el famoso artículo de Francis Fukuyama en el cual, con el triunfo de la democracia liberal, promovió la idea del fin de la historia, usted escribió que eso condujo al enfriamiento de Occidente.
—Me referí con ello a la idea de Claude Lévi-Strauss sobre las sociedades frías y las sociedades calientes. Si se afirma que la historia se terminó entonces pasamos al lado frío. La idea sobre el fin de la historia no significa que los acontecimientos se acabaron sino que la fórmula, la receta, fue encontrada: es decir, el mercado liberal y la democracia representativa. Pero esa idea choca con muchas objeciones. La primera: el mercado liberal se las arregla muy bien con los regímenes dictatoriales. Esto significa que la liberalización de los mercados, la libertad de los intercambios, no garantizan el advenimiento de la democracia. Hay una paradoja en el postulado del fin de la historia: es una suerte de marxismo al revés. Es la idea de que la organización de la producción desemboca en formas sociales. Creo que ha sido el último gran relato que conocimos. La segunda objeción es que no nos dirigimos hacia un mundo de desigualdades reforzadas. El ascenso de algunos Estados, los llamados países emergentes, alimenta la ilusión de que el mundo va hacia más igualdad. Es cierto que hay países emergentes pero, al igual que en los países desarrollados, dentro de los emergentes se constatan fenómenos de desigualdad creciente. La distancia entre ricos y pobres es cada vez más importante, y lo mismo ocurre con el acceso al conocimiento y a la ciencia. Diría que la globalización no difiere mucho de la colonización. Vivimos una suerte de colonización anónima o multinacional. La globalización nos ha emparejado. El Tercer Mundo tiene problemas que no son muy distintos a los de Occidente, por ejemplo en lo que atañe la migración. Los migrantes ya no van del Sur al Norte sino también del Sur hacia el Sur. En Occidente hay una tradición de arrogancia que no encontramos en el Sur, pero no estoy seguro de que los problemas sean fundamentalmente distintos. La globalización creó las mismas problemáticas en todas partes. No creo que sea oportuno hacer la apología de Occidente o cuestionarlo. El cuestionamiento de Occidente permite a las dictaduras locales fabricarse una virtud a cuenta propia. Soy más universalista. Creo que todos compartimos el horror.
—Hay, de hecho, una tecnooligarquía y una oligarquía financiera que colonizaron el mundo.
—Sí, y cada vez más nos dirigimos hacia ese modelo de oligarquías. En algunos lugares del mundo vemos una concentración muy fuerte de poder, conocimiento y riqueza. Hay entonces una clase oligárquica debajo de la cual encontramos una clase de consumidores –sin ellos el sistema no funciona–, y después vienen los excluidos, esas clases que no son necesarias para que la máquina funcione. Este esquema excluye todo modelo de revolución. Para que hoy una revolución tenga lugar, debería situarse a escala planetaria. Conservé una idea mítica de la Revolución francesa, que, desde luego, también cometió horrores. Pero conservé la idea de que la Revolución francesa se hacía en nombre de principios. Hoy no sé cuáles son los principios. Lo que está en juego es enorme: transformar el planeta en un lugar donde todos los seres humanos se reconozcan es un desafío formidable. Pero la historia no funciona así.
—Recuerdo el libro que usted escribió sobre la bicicleta y en el cual apuntaba que andar en bicicleta es una suerte de nuevo humanismo. ¿Deberíamos todos andar en bicicleta para recuperar un poco de humanidad? ¿Acaso ya no es demasiado tarde ante el avance de la globalización, la pobreza, la especulación, el vacío planetario de las imágenes?
—La experiencia de la bicicleta me permitió subrayar que todo está en relación con el tiempo y el espacio. En ese sentido, la bicicleta corresponde a la necesaria dimensión individual. Cuando estamos sentados ante nuestras computadoras estamos sumergidos en un universo ficticio de instantaneidad e ubicuidad. Si tenemos trabajo estamos asfixiados por la manera en que está concebido fuera de nosotros, y si no tenemos trabajo estamos aplastados como individuos. Hay una suerte de totalitarismo liberal muy pesado. Entonces ¿qué podemos hacer? A escala individual, creo que el único medio de escapar a la ilusión es tener su propia relación con el tiempo y el espacio. La bicicleta es un buen instrumento: nos remite a la infancia, a la vejez, nos remite a la noción de las distancias que es preciso recorrer, al control, etc., etc. ¡Desde luego, no se puede reformar el mundo pregonando la reforma individual y la bicicleta! Estamos todos condenados a la utopía mientras seamos mortales. Aún no hemos terminado de redefinir la finitud del ser humano, la materialidad del espíritu y el devenir de la historia.
*Corresponsal de Página 12 en Francia. Esta entrevista fue publicada en ese diario el 21.11.11.
http://www.elarcadigital.com.ar/modules/suplementos/articulo.php?id=168
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