Anderson, Perry. El papel de las ideas en la construcción de alternativas. En libro: Nueva Hegemonía Mundial. Alternativas de cambio y movimientos sociales. Atilio A. Boron (compilador). CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires, Argentina. 2004. p. 208.
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El papel de las ideas en la construcción de alternativas
Perry Anderson*
Mi tema de esta noche es centralmente el papel de las ideas en la construcción de alternativas. Pues bien, si Marx tenía razón, diciendo que las ideas dominantes en el mundo son siempre las ideas de las clases dominantes, es muy claro que estas clases –en sí mismas– no han cambiado nada en los últimos cien años. Es decir, los dueños del mundo siguen siendo los propietarios de los medios materiales de producción, a escala nacional e internacional. Sin embargo, es igualmente evidente que las formas de su dominación ideológica sí han cambiado, y de modo significativo. Quiero comenzar mi intervención, entonces, con algunas observaciones respecto de este punto.
Si atendemos a la situación mundial después de la derrota del fascismo en 1945, el escenario internacional se polarizaba entre el capitalismo y el comunismo. Cabe distinguir, sin embargo, que mientras en Oriente los soviéticos utilizaban los términos según la dupla mencionada, en la contraparte occidental, en cambio, los conceptos oficiales del enfrentamiento eran completamente distintos. En Occidente, la Guerra Fría fue presentada como una batalla entre la democracia y el totalitarismo. El bloque occidental no utilizaba el término “capitalismo” para autoreferenciarse, ya que éste era considerado básicamente un concepto del enemigo, un arma contra el sistema en lugar de una descripción del mismo. Occidente se expresaba en nombre del “Mundo Libre” y no del “Mundo Capitalista”.
En este sentido, el fin de la Guerra Fría produjo que, por primera vez en la historia, el capitalismo comenzara a proclamarse como lo que era, una ideología que anunciaba la llegada de un punto final del desarrollo social construido sobre los supuestos del libre mercado más allá del cual resultaba imposible pensar mejoras substanciales. Francis Fukuyama dio la expresión teórica más amplia y ambiciosa de esta visión del mundo en su libro El Fin de la Historia. Pero en otras expresiones más vagas y populares también se difundió el mismo mensaje: el capitalismo es el destino universal y permanente de la humanidad. No hay nada fuera de este destino pleno.
Este es el núcleo del neoliberalismo en tanto doctrina económica todavía masivamente dominante a nivel de los gobiernos en todo el mundo. Esta jactancia fanfarrona de un capitalismo desregulado, como el mejor de todos los mundos posibles, es una novedad del sistema hegemónico actual. Ni siquiera en los tiempos victorianos se proclamaba tan clamorosamente las virtudes y necesidades del reino del capital. Las raíces de este cambio histórico son claras: es un producto de la victoria cabal de Occidente en la Guerra Fría. Entiéndase bien, no simplemente de la derrota sino más bien de la desaparición total de su adversario soviético, y de la consiguiente embriaguez de las clases poseedoras, que ahora no necesitaban más eufemismos o circunlocuciones para disfrazar la naturaleza de su dominio.
Aquella contradicción entre capitalismo y comunismo del período de la Guerra Fría había estado siempre sobredeterminada por otra contradicción global; me refiero a la lucha entre los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo y las potencias coloniales e imperialistas del Primer Mundo. En ocasiones ambas luchas se fusionaron o entrecruzaron, como aquí en Cuba, o en China y Vietnam.
El resultado de una larga historia de combates anti-imperialistas fue la emergencia en todo el mundo de estados nacionales formalmente emancipados del yugo colonial y dotados de una independencia jurídica, gozando incluso de sede en las Naciones Unidas. El principio de la soberanía nacional muchas veces violado en la práctica por las grandes potencias, pero jamás puesto en entredicho, o en otras palabras, siempre afirmado por el derecho internacional e inscrito solemnemente en la Carta de las Naciones Unidas, ha sido la gran conquista de esta ola de luchas tercermundistas.
Pero en sus luchas contra el imperialismo, los movimientos de liberación nacional se vieron beneficiados –objetivamente– por la existencia y la fuerza del campo soviético. Aún cuando le faltara un apoyo material o directo por parte la Unión Soviética, la simple existencia del campo comunista impedía a Occidente, y sobre todo a Estados Unidos, aplastar estas luchas con todos los medios a su disposición y sin temor de resistencias o represalias. La correlación de fuerzas globales no permitía, después de la Segunda Guerra Mundial, el tipo de campañas de exterminio libremente practicadas (por Francia en Marruecos, o Inglaterra en Irak) después de la Primera Guerra Mundial. Incluso Estados Unidos siempre trató de presentarse ante los países del Tercer Mundo como un país anti-colonialista, como el producto de la primera revolución anti-colonialista del continente americano. La competencia diplomática y política entre Occidente y Oriente en el Tercer Mundo favorecía a los movimientos de liberación nacional.
Con la desaparición del campo comunista se desvanecieron también las inhibiciones tradicionales que condicionaban al Norte en sus relaciones con el Sur, y éste es el segundo gran cambio de las últimas décadas. Su expresión en el campo de la confrontación de ideas ha sido un creciente asalto contra el principio de la soberanía nacional. Aquí el momento decisivo lo constituyó la guerra de los Balcanes (1999). La agresión militar contra Yugoslavia lanzada por la OTAN fue abiertamente justificada como una superación histórica del fetiche de la soberanía nacional, en nombre de valores más altos, es decir, en favor de los derechos humanos. Desde entonces, un ejército de juristas, filósofos e ideólogos ha construido una nueva doctrina de “humanismo militar”, buscando demostrar que la soberanía nacional es un anacronismo peligroso en esta época de globalización, y que puede y debe pisotearse para universalizar los derechos humanos, tal como estos son entendidos por los países mas avanzados y, por supuesto, ilustrados. Hoy, en Irak, vemos el fruto de esta “apoteosis” de los derechos humanos.
Innovaciones ideológicas: el “humanismo militar”
Así, se puede decir que en el campo de las ideas la nueva hegemonía mundial está basada en dos transformaciones fundamentales respecto del discurso dominante durante la Guerra Fría: a) la autoafirmación del capitalismo, declarado como tal y no simplemente como un mero sistema socioeconómico preferible al socialismo, sino como el “único” modo de organizar la vida moderna concebible para la humanidad de aquí a la eternidad; b) la abierta anulación de la soberanía nacional como clave de las relaciones internacionales entre los estados en nombre de los derechos humanos.
Demos cuenta brevemente de una conexión estructural entre estos dos cambios. El reinado ilimitado del capital presupone la cancelación de hecho de muchas de las prerrogativas clásicas de un estado nacional que, en consecuencia, pierde capacidades que le eran propias, como controlar la tasa de cambio, la tasa de interés, su política fiscal y finalmente la estructura misma de su presupuesto nacional. En este sentido, la anulación jurídica de la soberanía nacional –en provecho del humanismo militar– completa y formaliza un proceso de erosión ya bastante avanzado de la estructura del estado-nación.
Ahora bien, ¿son suficientes estas dos transformaciones ideológicas para constituir una nueva hegemonía mundial? No, porque una hegemonía exige algo más, exige la existencia de una potencia particular que organice y haga cumplir las reglas generales del sistema. En una palabra, no hay hegemonía internacional sin estado hegemónico. Una potencia hegemónica tiene que ser un estado particular –con una serie de atributos que, por definición, no pueden ser compartidos por otros estados, dado que son estas peculiaridades las que precisamente lo hacen una superpotencia por encima de los otros estados. Un estado particular capaz, pues, de desempeñar un papel universal como garantía del “buen funcionamiento” del sistema.
Nos resta mencionar, entonces, el tercero y más inesperado de los cambios en marcha. Mientras el neoliberalismo ofrece un marco socioeconómico universal, el “humanismo militar” propone un marco político universal. Con el colapso del bloque soviético, el radio de acción de la hegemonía norteamericana se ha extendido enormemente, volviéndose por primera vez verdaderamente global.
Cabe preguntarse entonces: ¿cómo se articula esta nueva prepotencia norteamericana con las innovaciones ideológicas del neoliberalismo y del humanismo militar? Lamentablemente, bajo una forma totalmente impensable hace sólo unos años atrás. Con paso firme el imperialismo ha sido rehabilitado plena y cándidamente como un régimen político de alto valor, modernizante y civilizador. Fue el consejero de Anthony (Tony) Blair en materia de seguridad nacional, Robert Cooper, quien inició esta transvaluación contemporánea del imperialismo, dando como ejemplo conmovedor el asalto de la OTAN contra Yugoslavia. Después, el nieto de Lyndon Johnson, el jurista constitucional y estratega nuclear Philip Bobbit, con su libro –enorme por cierto– El Escudo de Aquiles, predijo la teorización más radical y ambiciosa de la nueva hegemonía norteamericana. Hoy, artículos, ensayos y libros que celebran el renacer del “Imperio Americano”, típicamente embellecido por largas comparaciones con el Imperio Romano y su papel civilizador, caen en cascadas de las imprentas en Estados Unidos.
Se debe subrayar que esta euforia neo-imperialista no es un exceso efímero de la derecha norteamericana; hay tanto demócratas como republicanos en el rango de sus próceres. Para cada Robert Kagan o Max Boot, hay una contraparte como Philip Bobbitt o Michael Ignatieff. Sería un error grave creer que ésta es la obra de un solo hombre. Que Ronald Reagan, o los Bush –padre e hijo– han sido capaces por sí solos de dar vida y crecimiento a estas ideas. Esto no es así. También James Carter y Bill Clinton, con sus Zbigniew Brzezinskis y Samuel Bergers, realizaron su contribuciones, jugando papeles igualmente fundamentales en el desarrollo de este escenario político.
Podríamos expresarlo del siguiente modo: tanto el neoliberalismo como el neo-imperialismo han sido políticamente bipartidarios en Estados Unidos, así como también en su más estrecho aliado, el Reino Unido. No es que el papel de la centro-derecha y el desempeño de la centro-izquierda hayan sido idénticos en su emergencia y consolidación. Sin embargo, en ambos casos hubo una breve pero significativa intervención en el derrotero de este fenómeno. Así, el monetarismo neoliberal se inició en el Norte bajo los gobiernos de James Carter y Callaghan en los tardíos años setenta; fue dinamizado y ampliado enormemente bajo Ronald Reagan y Margaret Thatcher; y finalmente afianzado por Bill Clinton y Tony Blair. De modo análogo, las primeras iniciativas audazmente neo-imperiales fueron conformadas en Afganistán por Brzezinski; extendidas a Nicaragua, Grenada, Libia y otros sitios bajo Casey y Weinberger; y normalizadas como parte del sistema en el Medio Oriente y en los Balcanes por Albright y Berger.
Ahora, si tales son hoy en día los rasgos principales de la nueva hegemonía mundial en el campo de batalla de las ideas, ¿dónde se localizan los principales focos de resistencia a esta hegemonía, y qué formas específicas toman? Si miramos al escenario político global, podemos distinguir tres zonas geográficas distintas donde aparecen reacciones adversas a la hegemonía norteamericana.
Focos de resistencia global
A comienzos de 2003 Europa ha visto las manifestaciones callejeras más grandes de toda su historia en contra de la guerra que se preparaba en Medio Oriente. En España, Italia, Francia, Alemania, Inglaterra, millones de personas salieron a las calles a expresar su oposición a la invasión de Irak –incluso muchos ciudadanos norteamericanos optaron por manifestarse en contra de esta guerra. El centro de gravedad del movimiento pacifista internacional ha sido innegablemente europeo. ¿Cuánta esperanza se puede depositar en los alcances de esta importante reacción de la opinión pública europea? ¿Acaso se trató de un mero impulso inmediato y efímero? Sin duda influyó la inocultable hostilidad frente a la política de la Casa Blanca que sigue apareciendo reflejada en todos los sondeos posteriores a la guerra, como también en un torrente de artículos, manifiestos e intervenciones en los medios masivos de comunicación de los principales países del continente. Un tema concreto de esta ola reciente de anti-americanismo es la afirmación de una identidad histórica, propia de las sociedades europeas y absolutamente distinta respecto de la norteamericana. El filósofo J. Habermas y muchos otros intelectuales y políticos europeos teorizan esta diferencia como un contraste de valores. Europa sigue siendo más humana, más tolerante, más pacífica y más socialmente responsable frente a sus gobernados que su contraparte norteamericana.
Es claro que el modelo capitalista europeo ha sido, desde la Segunda Guerra Mundial, más regulador e intervencionista que el norteamericano, y que ningún estado europeo, y aún menos la Unión Europea, goza de un poder militar lejanamente comparable con el que está a disposición de Washington. Pero hoy en día el neoliberalismo reina en todas las sociedades europeas con los mismos lemas que en el resto del mundo en términos de reducción de los gastos del estado, disminución de los beneficios sociales, desregulación de los mercados, privatización de las industrias y los servicios públicos. En este sentido, las diferencias estructurales entre la Unión Europea y Estados Unidos son cada vez menores. Lo que aparece es una vaga noción que da cuenta de la existencia de una distancia cultural entre dichas unidades políticas, aunque obviamente, las sociedades europeas se encuentran cada año que pasa más subordinadas a los productos de Hollywood y de la Sillicon Valley. Sin embargo, esta distancia o reacción cultural europea a la que hacíamos referencia constituye una base muy débil en términos de una resistencia política duradera frente a Estados Unidos. Eso se ve muy claramente en el hecho de que la mayoría abrumadora de los manifestantes contra la guerra de Irak han apoyado fervorosamente la guerra contra Yugoslavia, cuya justificación y modus operandi eran más o menos idénticos. La diferencia principal parece centrarse en que en aquel entonces el presidente era Bill Clinton, un demócrata suntuoso y efusivo con el que tantos europeos se identificaban, y no el republicano George Bush, que les recuerda a un vaquero inaceptablemente hosco y rústico. En otras palabras, no hay oposición de principio contra el neo-imperialismo, solamente existe una “aversión de etiqueta” contra la figura de su mandatario actual. Por ello, no es casual que después de la conquista de Irak el movimiento pacifista europeo se encuentre en una situación de reflujo, aceptando el hecho consumado, y sin expresar ningún tipo de manifestación significativa de solidaridad con la resistencia nacional a la ocupación. A esto se suma el hecho de que los gobiernos europeos que se han opuesto inicialmente a la invasión de Irak (tal como Alemania, Francia y Bélgica) se han rápidamente acomodado a la conquista, buscando reparar tímidamente sus relaciones con la Casa Blanca.
Situémonos ahora en Medio Oriente. Aquí, el escenario es totalmente distinto, pues se combate armas en mano contra la nueva hegemonía mundial. Tanto en Afganistán como en Irak, a la conquista relámpago norteamericana le siguió una resistencia guerrillera tenaz en el espacio territorial que aún le causa serias dificultades a Estados Unidos. Además, no hay la más mínima duda del apoyo masivo de la opinión pública árabe de toda la región respecto a estas luchas de liberación nacional contra los ocupantes y sus títeres. Sería sorprendente si el mundo árabe no reaccionara de tal modo frente a las agresiones norteamericanas, dado que éstas se desarrollan en una zona ex-colonial que experimenta cada día, con la bendición de Washington, la expansión del colonialismo israelí en los territorios palestinos. Este trasfondo histórico separa desde el principio el modo en que se lleva a cabo la oposición árabe y la oposición europea con relación a la nueva hegemonía mundial, y para esto hay que tener en cuenta que algunas de las potencias europeas aludidas fueron ellas mismas los colonizadores originales de la región. Pero hay dos factores más que diferencian la resistencia árabe de la europea. Aquí también entra en juego un contraste cultural con la superpotencia –mucho más profundo que el desarrollado más arriba– porque se sostiene en una religión milenaria: el Islam. El islamismo contemporáneo, con todos sus matices, es infinitamente más impermeable a la penetración de la cultura e ideología norteamericana que la vaga identidad bienestarista de la que se jactan lo europeos. Como lo hemos visto repetidamente, aquel es capaz de inspirar actos de contrataque de una ferocidad sin par.
Además, esta antigua fe religiosa se conjuga con un sentimiento de nacionalismo moderno, rebelándose contra las miserias y humillaciones de una zona regida durante décadas por regímenes feudales o títeres corruptos y brutales. La combinación de lo cultural-religioso y de lo nacional hace de la resistencia islamo-árabe una fuerza que no se agotará fácilmente. Pero al mismo tiempo, ésta tiene sus límites. Le falta lo social, una visión creíble de una sociedad moderna alternativa a lo que busca imponer en el Medio Oriente la potencia hegemónica. Mientras tanto, siguen oprimiendo a sus pueblos los diversos regímenes tiránicos y atrasados de la región, todos sin excepción alguna prontos a colaborar con Estados Unidos, como han demostrado ad libitum la Liga Árabe, y la experiencia del la Primera Guerra del Golfo.
Mencionamos ya dos de los focos de resistencia existentes: Europa y Medio Oriente. Pasamos ahora a desarrollar el tercer foco de resistencia, localizado en América Latina.
Singularidades de las resistencias latinoamericanas
En América Latina encontramos una combinación de factores mucho más fuerte y prometedora que en Europa o en Medio Oriente. Aquí y solamente aquí, la resistencia al neoliberalismo y al neo-imperialismo conjuga lo cultural con lo social y nacional. Es decir, comporta una visión emergente de otro tipo de organización de la sociedad, y otro modelo de relaciones entre los estados en base a estas tres dimensiones diferentes. De los tres rasgos decisivos que distinguen a esta región de las anteriores, éste es el primero a subrayar.
En segundo lugar, América Latina –y esto es un hecho que a menudo se olvida– es la única región del mundo con una historia continua de trastornos revolucionarios y luchas políticas radicales que se extienden por algo más del último siglo. Ni en Asia, ni en África, ni en Europa, encontramos equivalentes a la sucesión de revueltas y revoluciones que han marcado la específica experiencia latinoamericana. El siglo XX ha empezado con la Revolución Mexicana que tuvo lugar antes de la Primera Guerra Mundial. Se trató de una revolución victoriosa, pero que también fue “purificada” en lo que hace a muchas de sus aspiraciones populares. Entre las dos guerras hay una serie de levantamientos heroicos y experimentos políticos que fueron derrotados pero merecen recordarse: el Sandinismo en Nicaragua, la revuelta aprista en Perú, la insurrección en El Salvador, la revolución del ‘33 en Cuba, la intentona en Brasil, la breve república socialista y el frente popular en Chile. Con la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, comenzó un nuevo ciclo. El primer peronismo en su fase jacobina en Argentina, el bogotazo en Colombia y la revolución boliviana del ‘52. Al final de la década estalla la Revolución Cubana. Sigue una nueva ola de luchas guerrilleras a lo largo y ancho del continente, y finalmente no podemos dejar de mencionar la elección del gobierno de Salvador Allende en Chile.
Todas estas experiencias fueron aplastadas con el ciclo de dictaduras militares que comenzaron en Brasil en el ‘64 y luego allanaron el camino a Bolivia, Uruguay, Chile, Argentina en los años setenta de plomo. A mediados de la década, la reacción parecía victoriosa casi en todas partes. De nuevo, sin embargo, se encendió el fuego de la resistencia con el triunfo de la revolución sandinista, la lucha de los guerrilleros salvadoreños, y la campaña masiva para elecciones directas en Brasil. También este embate de insurgencia popular fue desmontado sin piedad. A mediados de los años noventa reinaban en casi todos los países latinoamericanos versiones criollas del neoliberalismo norteamericano, instaladas o apoyadas por Washington: los gobiernos de Carlos S. Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú, Fernando Henrique Cardoso en Brasil, Salinas de Gortari en México, Sánchez Losada en Bolivia, etcétera. Finalmente, con una democracia estable restaurada, y políticas económicas excelentes, el Departamento de Estado creía que América Latina se había convertido en una retaguardia segura y tranquila del Imperio global. Sin embargo, pronto el paisaje político se radicalizaría una vez más. El ciclo popular más reciente, que comenzó con la revuelta zapatista en Chiapas, ya ha visto la llegada al poder de Chávez en Venezuela, las victorias de Ignacio Lula da Silva y Néstor Kirchner en Brasil y Argentina respectivamente, el derrumbe de Sánchez Losada en Bolivia, y los estallidos sociales repetidos en Perú y Ecuador.
Nos resta mencionar un tercer rasgo distintivo del escenario latinoamericano: aquí, y solamente aquí, encontramos coaliciones de gobiernos y de movimientos en un frente amplio de resistencia a la nueva hegemonía mundial. En Europa, el movimiento pacifista y alterglobalista ha sido mucho más extenso que la oposición diplomática de algunos gobiernos a la guerra de Irak. Esta asimetría entre la calle y el palacio ha sido una de las características más significativas de la situación europea, donde la mayoría de los gobiernos –Gran Bretaña, España, Italia, Holanda, Portugal, Dinamarca y todos los nuevos satélites de Washington en Europa del Este– no solamente apoyaron la agresión contra Irak, sino que participan en la ocupación, mientras que la mayoría de sus poblaciones se opusieron a la guerra. En Medio Oriente, esta asimetría entre la hostilidad casi unánime de la calle a la conquista de Irak y la complicidad casi unánime de los regímenes con el agresor es aún más dramática, o en efecto total. En América Latina, en contraste, se ve una serie de gobiernos que en grados y campos diversos tratan de resistir a la voluntad de la potencia hegemónica, y un conjunto de movimientos sociales típicamente más radicales que luchan para un mundo diferente, sin inhibiciones diplomáticas o ideológicas; allí se encuentran desde los zapatistas en México y los integrantes del Movimiento Sin Tierra (MST) en Brasil, a los cocaleros y mineros de Bolivia, los piqueteros de Argentina, los huelguistas de Perú, el bloque indígena en Ecuador, y tantos otros. Esta constelación dota al frente de resistencia de un repertorio de tácticas y acciones, y de un potencial estratégico, superior a cualquier otra parte del mundo. En Asia, por ejemplo, puede haber gobiernos más firmes en su oposición a los mandos económicos y ideológicos norteamericanos –la Malasia de Mahathir es un caso obvio– pero faltan poderosos movimientos sociales; y donde existen tales movimientos, los gobiernos típicamente se muestran más o menos serviles, como en Corea del Sur, cuyo presidente ahora promete tropas para ayudar a la ocupación de Irak.
Limitaciones de la articulación gobierno-movimientos sociales
Teniendo en cuenta todo lo dicho hasta aquí, resulta lógico que las dos iniciativas más importantes de resistencia internacional a la nueva hegemonía mundial hayan sido concebidas y puestas en marcha en América Latina. La primera, por supuesto, ha sido la emergencia del Foro Social Mundial, con sus raíz simbólica en Porto Alegre; y la segunda, la creación del G-22, en Cancún. En ambos casos, lo notable es un verdadero frente intercontinental de resistencia, que englobó de manera muy diversa movimientos en un caso y gobiernos en el otro. Ahora bien, tanto los Foros Sociales como el G-22 han concentrado sus esfuerzos de resistencia en el sector neoliberal del frente enemigo, es decir, esencialmente en la agenda económica de la potencia hegemónica y sus aliados en los países ricos. Aquí, correctamente, los blancos centrales han sido el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial del Comercio (OMC). En esta batalla de ideas, la noción de mercados libres, es decir, sistemas de intercambio de las mercancías, del trabajo, y del capital puros y autónomos, sin interferencias políticas u otras, ha sido cada vez más claramente expuesta con una mitificación. Todos los mercados, en todos los tiempos, son construidos y regulados políticamente: la única cuestión pertinente es qué tipo de política los moldea y determina. El neoliberalismo busca imponer su Gran Transformación (para usar la formula acuñada por Karl Polanyi). Como su predecesor, el estado victoriano, este proyecto a escala mundial comporta la imposición de reglas de comercio que favorecen los intereses de los estados y corporaciones metropolitanos en detrimento de los intereses de los países periféricos. El proteccionismo se vuelve un privilegio reservado al Norte, mientras que en el Sur es visto como una infracción a las leyes fundamentales de toda economía sana. Comparada con estas hipocresías, la noción medieval de un precio justo podría parecer un modelo de ilustración. El ataque que se llevó a cabo en Cancún contra las arrogancias ideológicas y abusos prácticos de la potencia hegemónica y sus aliados fue un acierto.
Sin embargo, y aquí las discrepancias entre gobiernos y movimientos se destacan, resistir a las pretensiones hegemónicas en el área del comercio, defender por ejemplo el MERCOSUR contra el ALCA, no puede conducir a resultados muy alentadores, si al mismo tiempo se obedece dócilmente al FMI y los mercados financieros en materias tan cruciales como la tasas de interés, el patrón fiscal, el sistema de pensiones, el así llamado superávit primario, para no hablar de respuestas a la exigencia popular de una redistribución igualitaria de tierras. Aquí el papel de los movimientos sociales se vuelve decisivo. Sólo su capacidad de movilizar a las masas de campesinos, obreros, trabajadores informales y empleados que combaten, si es necesario sin treguas, a gobiernos oscilantes u oportunistas, puede asegurar políticas sociales más igualitarias y justas. La democracia de la que se jactaban los gobiernos neoliberales de la última década siempre ha sido un asunto restringido y elitista, con baja participación electoral, y alta interferencia del poder del dinero. Una democracia que cuente con una resistencia efectiva a la nueva hegemonía mundial es algo distinto: requiere de un ejercicio del poder desde abajo, cuyas formas embrionarias se van delineando en los presupuestos populares de Porto Alegre, los comités de la insurgencia boliviana, la autoorganización de los ranchitos venezolanos, las ocupaciones del MST.
¿Quiénes y cómo combaten contra el neo-imperialismo?
Dejamos debida constancia de la existencia de brotes prometedores de resistencia regional e internacional contra el neoliberalismo. Se impone ahora interrogarse por la actual situación de impugnación del neo-imperialismo. Aquí el escenario se torna sombrío. Los primeros Foros Sociales han evitado cuidadosamente el tópico aparentemente demasiado candente del nuevo belicismo norteamericano. En Europa hubo no poca gente que, engullendo la idea de un humanismo militar en defensa de los derechos humanos, apoyó el bombardeo de Belgrado. Entre los gobiernos, naturalmente, se ve aun menos apetito para enfrentar la potencia hegemónica en su terreno más fuerte, el campo militar. La reacción de los varios gobiernos latinoamericanos a la invasión de Irak se podría resumir en el repudio inmediato del cual fue objeto el desgraciado embajador chileno en las Naciones Unidas por parte del Presidente socialdemócrata Lagos, cuando en un momento distraído de una charla informal condenó la agresión anglo-americana, y por ello recibió una telegrama furioso por parte de La Moneda en donde se le ordenaba rectificar su lapsus. Chile no condenó la agresión, la lamentó. Los otros gobiernos latinoamericanos no han demostrado mayor coraje: las únicas dos excepciones fueron Cuba y Venezuela.
Ahora bien, este frente de resistencia a la nueva hegemonía mundial exige una crítica consistente de sus conceptos-claves. Aquí la batalla de ideas para la construcción de una alternativa tiene que concentrar sus miras en dos puntos decisivos: los derechos humanos y las Naciones Unidas, que se han vuelto hoy en día instrumentos de la estrategia global de la potencia hegemónica. Tomemos primero los derechos humanos. Históricamente, la declaración que la introdujo al mundo, de 1789, ha sido una de las grandes proezas políticas de la revolución francesa. Pero, como era de esperar, a esta noción fruto de la ideología de una gran revolución burguesa le faltaba una base filosófica que la sostenga. El derecho no es un fenómeno antropológico: es un concepto jurídico, que no tiene significado fuera de un marco legal que instituye tal o cual derecho en un código de leyes. No puede haber derechos humanos en abstracto, es decir, trascendentes respecto a cualquier estado concreto, sin la existencia de un código de leyes. Hablar de derechos humanos como si estos pudiesen pre-existir más allá de las leyes que les darían vida es una mitificación.
El hecho obvio es que no puede haber derechos humanos como si fuesen dados de una antropología universal, no solamente porque su idea es un fenómeno relativamente reciente, sino también porque no hay ningún consenso universal en la lista de tales derechos. De acuerdo con la ideología dominante, la propiedad privada inclusive, naturalmente la que concierne los medios de producción, es considerada un derecho humano fundamental proclamado como tal, por ejemplo, en la guerra contra Yugoslavia, cuando el ultimátum norteamericano a Rambouillet que deflagró el ataque de la OTAN exigió no solamente libertad y seguridad para la población de Kosovo, el libre movimiento de las tropas de la OTAN a través del territorio yugoslavo, sino también tranquilamente estipuló –cito– que Kosovo tiene que ser una economía del mercado. Incluso, dentro de los parámetros de la ideología dominante en los Estados Unidos, se contrapone diariamente el derecho a decidir con el derecho a vivir respecto al tema del aborto. No hay ningún criterio racional para discriminar entre tales construcciones, pues los derechos son constitutivamente maleables y arbitrarios como toda noción política: cualquiera puede inventar uno a su propio antojo. Lo que normalmente representan son intereses, y es el poder relativo de estos intereses lo que determina cuál de las diversas construcciones rivales predomina. El derecho al empleo, por ejemplo, no tiene ningún estatuto en las doctrinas constitucionales de los países del Norte; el derecho a la herencia, sí. Entender esto no implica ninguna postura nihilista. Si bien los derechos humanos (pero no los derechos legales) son una confusión filosófica, existen necesidades humanas que en efecto prescinden de cualquier marco jurídico, y corresponden en parte a fenómenos antropológicos universales –tales como la necesidad de alimentación, de abrigo, de protección contra la tortura o el maltrato– y en parte corresponden a exigencias que son, hegelianamente, productos del desarrollo histórico tales como las libertades de expresión, diversión, organización, y otras. En este sentido, en vez de derechos, es siempre preferible hablar de necesidades: una noción más materialista, y menos equívoca.
Pasemos ahora a nuestro humanismo militar, escudo ilustrado de los derechos humanos en la nueva hegemonía mundial. He observado que el Foro Social y más generalmente los movimientos alterglobalistas han prestado poca atención al neo-imperialismo, prefiriendo concentrar su fuego en el neoliberalismo. Sin embargo, hay un lema internacional movilizador muy sencillo que podrían adoptar. Este consiste en exigir el cierre de todas las bases militares extranjeras en todo el mundo. Actualmente, Estados Unidos mantiene tales bases en más de cien países a través del planeta. Debemos exigir que cada una de estas bases sea cerrada y evacuada, desde la más antigua e infame de todas, aquí en Guantánamo, hasta las más nuevas, en Kabul, Bishkek y Baghdad. Lo mismo para las bases británicas, franceses, rusas y otras. ¿Qué justificación tienen estos tumores innumerables en el flanco de la soberanía nacional, si no es simplemente la raison d’etre del Imperio y sus aliados?
Las bases militares norteamericanas constituyen la infraestructura estratégica fundamental de la potencia hegemónica. Las Naciones Unidas proveen una superestructura imprescindible de sus nuevas formas de dominación. Desde la primera Guerra del Golfo en adelante, la ONU ha funcionado como un instrumento dócil de sus sucesivas agresiones, manteniendo durante una década el bloqueo criminal de Irak, que ha causado entre 300 y 500 mil muertos, la mayoría niños, consagrando el ataque de la OTAN contra Yugoslavia, donde propició y sigue propiciando servicios post-ventas a los agresores en Kosovo, y ahora colaborando con los ocupantes de Irak para edificar un gobierno de marionetas norteamericanas en Bagdad, y coleccionando fondos de otros países para financiar los costos de la conquista del país. Desde la desaparición de la Unión Soviética, el mando de Washington sobre la ONU se volvió casi ilimitado. La Casa Blanca escogió directamente, sin ningún pudor, al actual Secretario General como su mayordomo administrativo en Manhattan, descartando a su predecesor como insuficientemente servil a los Estados Unidos. El FBI abiertamente escucha a escondidas a todas las delegaciones extranjeras en la Asamblea General. La CIA penetró sin siquiera desmentir sus actividades, de conocimiento público, el cuerpo de los así llamados inspectores en Irak, de pie a cabeza. No hay medida de soborno o chantaje que no utilice diariamente el Departamento de Estado para doblegar a los representantes de las naciones a su voluntad. Hay ocasiones, aunque cada vez más raras, cuando la ONU no aprueba explícitamente los proyectos y decisiones de Estados Unidos en los que Washington toma la iniciativa unilateralmente, y entonces la ONU lo autoriza post-facto, como un hecho consumado. Lo que jamás acontece ahora es que la ONU rechaza o condena una acción estadounidense.
La raíz de esta situación es muy simple. La ONU fue construida en los tiempos de F. D. Roosevelt y Truman como una máquina de dominación de las grandes potencias sobre los demás países del mundo, con una fachada de igualdad y democracia en la Asamblea General, y una concentración férrea del poder en manos de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, arbitrariamente escogido entre los vítores de una guerra que no tiene ninguna relevancia hoy. Esta estructura profundamente oligárquica se presta a cualquier tipo de mando y manipulación diplomáticos. Es esto lo que ha conducido a la organización –que en principio debería ser un baluarte de la soberanía nacional de los países pobres del mundo– a su prostitución actual, convertida en una mera máscara para la demolición de esta soberanía en nombre de los derechos humanos, transformados a su vez naturalmente en el derecho de la potencia hegemónica de bloquear, bombardear, invadir y ocupar países menores, según le venga en gana.
¿Qué remedio es concebible a esta situación? Todos lo proyectos de reforma del Consejo de Seguridad se han hundido a partir del rechazo de los monopolistas del veto a renunciar a sus privilegios, que ellos tienen además el poder de proteger. Todos los reclamos de la Asamblea General para una democratización de la organización han sido, y serán, en vano. La única solución plausible a este impasse parecería ser el retiro de la organización de uno o varios países grandes del Tercer Mundo, que podrían deslegitimarla hasta que el Consejo de Seguridad sea forzado a aceptar su ampliación y una redistribución de poderes reales dentro de la Asamblea General. De la misma manera, además, la única esperanza de desarme nuclear serio es el retiro de uno o varios países del Tercer Mundo del infame Tratado de No Proliferación Nuclear –que debiera ser llamado Tratado para la Preservación del Oligopolio Nuclear– para forzar a los verdaderos detentores arrogantes de los armamentos de destrucción masiva a renunciar a sus privilegios.
Es necesario restaurar y promover cualquier resistencia seria a la nueva hegemonía mundial, ha dicho aquí Samir Amin. Estoy de acuerdo. Sólo añadiré que los principios de igualdad que se reclamen y ejerzan sean inclusivos, es decir, que no se restrinjan a lo económico-social dentro de las naciones, sino también a lo aspectos político-militares entre las naciones.
Tal y como yo lo veo, estamos aún muy lejos de haber logrado este orden de cosas. Tan lejos como puede verse en la última resolución del Consejo de Seguridad, votada en este mismo mes de octubre, y en la cual el órgano supremo de las Naciones Unidas le da solemnemente su bienvenida al consejo títere de las fuerzas de ocupación de Irak designándolo como la encarnación de la soberanía iraquí, condenando los actos de resistencia a la ocupación, llamando a todos los países a ayudar en la reconstrucción de Irak bajo los designios de esas mismas fuerzas títeres, y nombrando a los Estados Unidos como el mandatario reconocido de una fuerza multinacional de ocupación del país. Esta resolución, que no es otra cosa que el acto de bendición de la ONU a la conquista de Irak, fue aprobada unánimemente. La firmaron Francia, Rusia, China, Alemania, España, Bulgaria, México, Chile, Guinea, Camerún, Angola, Siria, Pakistán, Reino Unido y Estados Unidos. La Francia supuestamente gaullista, la China supuestamente popular, Alemania y Chile supuestamente social-demócratas, Siria supuestamente baasista, Angola rescatada una vez por Cuba de su propia invasión, para no hablar de los demás clientes más familiares de Estados Unidos, todos cómplices de la recolonización de Irak. Esta es la nueva hegemonía mundial. Combatámosla.
Nota
*Profesor del Departamento de Historia de la Universidad de California, Los Angeles (UCLA), y editor de la New Left Review.