Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra Fría
Vladislav M. Zubok
Traducción de Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda. Crítica, 2008. 692 páginas., 39 euros
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primer día de la construcción del muro de berlín, en agosto de 1961. Foto: archivo
No nos encontramos ante un retorno de la guerra fría, pero tampoco está de más revisar la política rusa de entonces. En Estados Unidos se publicaron el año pasado dos notables libros sobre el tema y ambos aparecen ahora en edición española, publicados por Crítica. Se trata de La guerra después de la guerra, de Melvyn P. Leffler, y Un imperio fallido, de Vladislav M. Zubok. El segundo es particularmente interesante porque expone la guerra fría desde el lado soviético, basándose en la amplia documentación interna que se ha dado a conocer en los últimos años, y lo hace además desde la perspectiva de un autor ruso. Zubok se doctoró en Moscú por el Instituto de Estudios sobre Estados Unidos y Canadá en 1985 y fue un cualificado observador de la política exterior de Gorbachev antes de emigrar a Estados Unidos, donde es profesor de historia en la Temple University e investigador del Nacional Security Archive en la George Washington University.
Zubok está convencido que para comprender la política exterior soviética resulta crucial prestar atención a la personalidad y a las decisiones concretas de quienes la dirigieron; por ello Un imperio fallido se centra básicamente en la historia de los cuatro principales líderes soviéticos del período, es decir Stalin, Khruschev, Brezhnev y Gorbachev. El primero fue el fundador del imperio y el forjador del paradigma imperial-revolucionario, una combinación de política de gran potencia y de apoyo a la expansión mundial del comunismo que continuaron sus sucesores. En mi opinión, sin embargo, Zubok no ofrece grandes novedades en sus tratamiento de la política de Stalin, mientras que resultan muy sugestivos, incluso provocativos, sus retratos de Khruschev (sobre quien disponemos de una excelente biografía de William Taubman, traducida por La Esfera de los Libros en 2005 y ya comentada aquí), de Brezhnev y de Gorbachev. En Occidente Khruschev tiene relativamente buena imagen, al recordarse sobre todo que denunció el estalinismo y en la crisis de Cuba supo frenar a tiempo, y Gorbachev tiene una excelente imagen por buenos motivos, mientras que Brezhnev encarna el prototipo de la gerontocracia soviética, que condujo a su país al estancamiento interior y tomó las funestas decisiones de invadir Checoslovaquia y, once años más tarde, Afganistán. Así es que resulta refrescante comprobar cómo Zubok destaca los defectos de Khruschev y de Gorbachev y subraya las virtudes de Brezhnev, una perspectiva que no debe resultar insólita en Moscú.
Fue sin duda un alivio que en 1956 la Unión Soviética abandonara la doctrina de la inminencia de una guerra mundial y adoptara la de la coexistencia pacífica, pero no por ello abandonó Khruschev el paradigma imperial-revolucionario, del que acentuó el componente revolucionario de la expansión mundial del comunismo frente al de la consolidación de un imperio ruso, en contraste con lo ocurrido en la era de Stalin. Creyó que el poderío nuclear soviético, que se incrementó muchísimo durante su mandato, ofrecía una baza excelente para esa expansión, pues esperaba que la amenaza nuclear forzara a los occidentales a ceder, sin que se llegara a producir la temida tercera guerra mundial. No tenía unos objetivos estratégicos claros y carecía por completo de tacto diplomático, como lo demostró en sus encuentros con Mao, Eisenhower y Kennedy, pero lo más grave fue el extremismo con el que jugó la carta nuclear en sus relaciones con Estados Unidos, sobre todo en el caso de la crisis de los misiles de Cuba, que representó el momento más peligroso de toda la guerra fría. Todo sumado, su caída en 1964 no supuso una pérdida para la causa de la paz mundial.
Brezhnev y Nixon no parecían condenados a entenderse, pero fueron quienes iniciaron en 1972 la corta primavera de la distensión. Zubok sostiene que a ello contribuyó decisivamente la voluntad de Brezhnev, quien no tenía una gran talla intelectual y carecía de experiencia en temas internacionales cuando alcanzó la cima del poder soviético, pero tenía la firme convicción de que era necesario evitar una guerra mundial. Como primer paso hacia ese fin buscó con empeño un acuerdo sobre armamento nuclear y, a diferencia de lo ocurrido durante el mandato de Khruschev, dio prioridad a los intereses de seguridad de la Unión Soviética sobre la solidaridad con los regímenes radicales del Tercer Mundo: él no se habría arriesgado a una guerra mundial por Cuba. Sus acuerdos con Estados Unidos y con Alemania occidental, basados en un entendimiento con Nixon y con Brandt, fueron sus grandes triunfos. Sin embargo, desde mediados de los años 70, las relaciones entre la URSS y Occidente se deterioraron de nuevo. La salud de Brezhnev decayó, como resultado de una arterioesclerosis cerebral y de su excesiva dependencia de fármacos sedativos, hasta limitar gravemente su capacidad de liderazgo. Los astronómicos gastos de defensa y el mantenimiento de los regímenes clientes representaban una carga excesiva para la economía soviética y el régimen mostraba una decreciente capacidad de innovación. En 1979 llegó el gran error, la invasión de Afganistán, que en contra de lo que pensaban Carter y Brzezinski no se encuadraba en ninguna gran estrategia de expansión soviética en el Medio Oriente. Como a menudo ocurre, aquella fatídica decisión se tomó sin haber valorado debidamente sus implicaciones.
La huella del individuo en la historia se observa con especial claridad en el caso de Gorbachev, cuya sorprendente gestión ha llevado a valoraciones contrapuestas de su legado. Gorvachev tenía en común con Khruschev un gran optimismo y una enorme confianza en sí mismo, pero en contraste con la impetuosidad del irascible Nikita, buscaba el consenso. Su política fue un fracaso, ya que no logró ni reformar el sistema soviético ni asegurar un lugar preeminente a su país en un nuevo mundo libre de las tensiones de la guerra fría. Así es que hoy se le recuerda por los resultados no intencionados de su política: en Occidente se le admira porque condujo a que el imperio soviético desapareciera de una forma tan rápida como pacífica, mientras que en Rusia muchos le consideran culpable de la desintegración de la URSS. Zubok se muestra duro con sus errores, pero en su último párrafo le hace justicia: Gorbachev y los que le apoyaron “no estaban dispuestos a derramar sangre por una causa en la que no creían y por un imperio del que no sacaban provecho alguno”. El resultado fue la emancipación de la Europa centro-oriental y el fin del comunismo. El imperio soviético podría haber resistido algún tiempo más, pero prefirió suicidarse.
La traducción de Un imperio fallido es mediocre e incurre en ocasionales despistes. Uno de ellos produce un involuntario efecto humorístico, cuando el discurso secreto de Khruschev sobre los crímenes de Stalin se convierte en su “discreto secreto”. Algún otro es garrafal, como cuando la evitada Tercera Guerra Mundial (Third World War) se convierte en la “la guerra del Tercer Mundo”. También es peculiar que en una página Gorbachev logre convencer a Reagan de que renuncie a su proyecto de defensa espacial y en la página siguiente fraca-
se en ese mismo intento. La verdad es que Reagan mantuvo su proyecto. Llama la atención que una editorial de prestigio como Crítica no haga revisar las traducciones que publica, pero a pesar de ello vale la pena leer Un imperio fallido.
Un imperio fallido. La URSS durante la Guerra Fría – Vladislav Zubok
Luego llegó Gorbachov y la cosa comenzó a decaer a toda velocidad. La URSS había caído en manos de un visionario que caía muy bien en Occidente, moderno, moderado y simpático. Y, claro, el chiringuito no duró ni cinco años. En 1986 explotó Chernobil, en 1989 se cayó tanto el Muro de Berlín como el telón de acero en su conjunto, y para 1991 desaparecería la propia URSS. En menos de lo que canta un gallo, la geopolítica había dado un giro de 180º (o de 360º, que diría cualquier contertulio radiofónico).Puede que muchos de Ustedes ya no se acuerden, pero hace no tanto tiempo estábamos inmersos en la maravillosa década de los años 80, con su pelo cardado, sus hombreras y su Ronald Reagan. En aquellos tiempos, los que comenzábamos a tener conciencia de sí, a poco que nos despistásemos, caíamos en la cuenta de que el mundo occidental vivía el terror diario del holocausto nuclear que en cualquier momento podía caer sobre nuestras cabezas; el ansia de poder y de destrucción que caracterizaba al ogro ruso; la última línea de defensa de Occidente, etc. La Guerra Fría en toda su extensión.
Bueno, para ser justos hay que decir que esa retórica se vendía mejor con el Anterior Jefe del Estado. Con el que hay ahora, campechano él, la cosa ya no estaba tan clara. En primer lugar porque en España había felipismo. Mucho felipismo. Le saludabas amablemente al concejal de tu pueblo y te caía una subvención. Grababas una maqueta infame, o un ridículo cortometraje existencialista, y entrabas en el maná cultural, pesebre inagotable de creación, arte e intelectualismo del bueno. Veías el felipismo, luego veías que el arsenal soviético en armamento convencional era muy superior al yanqui, casi paritario en armas nucleares, sumabas a ello el atávico espíritu de sacrificio del pueblo ruso y más de uno se volvía filosoviético en aquellos buenos tiempos.
Bueno, para ser justos hay que decir que esa retórica se vendía mejor con el Anterior Jefe del Estado. Con el que hay ahora, campechano él, la cosa ya no estaba tan clara. En primer lugar porque en España había felipismo. Mucho felipismo. Le saludabas amablemente al concejal de tu pueblo y te caía una subvención. Grababas una maqueta infame, o un ridículo cortometraje existencialista, y entrabas en el maná cultural, pesebre inagotable de creación, arte e intelectualismo del bueno. Veías el felipismo, luego veías que el arsenal soviético en armamento convencional era muy superior al yanqui, casi paritario en armas nucleares, sumabas a ello el atávico espíritu de sacrificio del pueblo ruso y más de uno se volvía filosoviético en aquellos buenos tiempos.
¿Qué había ocurrido? Contrariamente a lo que desde entonces profesa la propaganda neoconservadora (“la URSS cayó por la firmeza del presidente Reagan y su programa de defensa estratégica SDI”), que a estas alturas ya no se creen ni ellos, la Unión Soviética cayó víctima del envejecimiento (físico, tecnológico y moral) de sus estructuras de poder, del brutal endeudamiento financiero generado por mantener a un sinfín de países satélite y supuestos aliados en todos los continentes, y del agotamiento causado por cuarenta años de Guerra Fría. Para cuando llegó Reagan, la URSS ya estaba al límite de su capacidad.
Y no sería Reagan, sino Gorbachov y sus delirantes medidas -a los efectos de mantener la URSS en funcionamiento- en el plano económico y político quien desactivaría al gigantesco imperio. Su renuncia casi absoluta al uso de la fuerza, su absoluto desconocimiento de la gestión de la economía (se le ocurrió, por poner un ejemplo, lanzar una campaña contra el alcoholismo que redujo enormemente los ingresos del Estado, que monopolizaba la distribución y venta de bebidas alcohólicas; ¡una semi “ley seca” en los ochenta!) y su aventurerismo político, caracterizado por lo que él llamaría el “nuevo pensamiento” (sustitutivo del tradicional paradigma revolucionario-imperial, que venía a fusionar el comunismo con el imperialismo ruso de toda la vida, genial invento estalinista), una especie de humanismo vacuo prooccidental, le llevarían a desmantelar tanto el imperio como la propia administración y estructuras de poder soviéticos, lo cual, en un país comunista de tan largo recorrido, significaba destruirlo todo.
De manera que la URSS se desintegró en un montón de repúblicas a cual más absurda, un antagonista medio serio y aparente de EE.UU. se desvaneció de forma increíblemente pacífica, casi con resignación, y Gorbachov se convertiría, desde entonces y para siempre, en el héroe que acabó con la Guerra Fría, tan amado en Occidente como odiado en su país (cuanto le dio por presentarse a las elecciones presidenciales rusas, en la década de los 90, sacó entre el 1% y el 2% de los votos), pues no en vano había convertido el imperio ruso en un erial, dejándolo a merced de las mafias y provocando un colapso social (que llegó al desabastecimiento absoluto en casi todo el país, durante semanas, de productos básicos, incluyendo medicinas y alimentos, a unos niveles desconocidos desde la invasión nazi de 1941) del que aún están recuperándose.
Pues bien, más o menos esto es lo que cuenta el libro de Zubok, que comienza con el fin de la II Guerra Mundial y llega precisamente hasta 1991. El libro no se pierde demasiado en consideraciones sobre la sociedad soviética, las grandes cifras de armamento o el PIB comparado de la URSS con Occidente (lo cual, en función de lo enfermos que estén Ustedes, puede ser algo bueno o malo), centrándose fundamentalmente en relatar el proceso de toma de decisiones de los sucesivos líderes soviéticos, desde Stalin hasta Gorbachov. La cosa, resumiendo mucho, viene a ser:
- Reconocimiento de la inteligencia y capacidad estalinistas para cimentar un poderoso imperio y enfrentarse, con ciertas garantías de éxito, a Occidente. Sí, se denuncian sus repugnantes métodos, el asesinato de masas, etcétera, pero con un evidente poso de “pero Stalin sabía muy bien lo que se hacía”.
- Crítica acerba de los excesos de Jruschov. Esto constituye una primera novedad respecto de lo habitual. Jruschov tiene muy buena prensa, por lo general, porque denunció el estalinismo y comenzó un proceso de deshielo con el mundo capitalista. Sin embargo, Zubok le critica su carácter irreflexivo y su tendencia a la improvisación y a farolear con Occidente, que provocaron diversas situaciones de tensión diplomática manifestadas en la crisis de los misiles cubanos, la construcción del Muro de Berlín, etc.
- Defensa, por el contrario (2ª novedad), de la política de distensión llevada a cabo por Brezhnev (con la ayuda de Richard Nixon, por cierto) y sus logros. Brezhnev, tradicionalmente considerado una especie de gestor gris de la decadencia soviética, sale aquí mucho mejor librado.
- Y el balance ambivalente que ya hemos explicado de la figura de Gorbachov, que se nos retrata como una persona de moralidad íntegra, pero profundamente irreflexivo, al que Occidente más o menos se habría llevado al huerto a cambio de casi nada. Gorbachov fue bueno para el mundo y malo para la URSS.
En resumen: se trata de un libro muy interesante, aunque con algunos irritantes errores en la traducción (estoy cada vez más harto de encontrarme traslaciones literales de “last, but not least” y de “in the first place”, entre otros grandes éxitos), y que va ganando conforme nos acercamos a la época actual, sobre todo por lo fascinante que resulta que la URSS se hundiera desde tan alto, en tan poco tiempo, y sin apenas violencia, para felicidad eterna de fondos de inversión, sociedades financieras y altos ejecutivos de todo el mundo. Muerto el perro, se acabó la rabia, y aquí nos tienen, desmantelando a marchas forzadas el Estado del Bienestar “porque todos tenemos que hacer sacrificios”. Y ellos, los esforzados capitalistas, ya hicieron bastantes cuando, a partir de los años cincuenta, tuvieron que sacarse de la manga un Estado del Bienestar que conjurase el peligro rojo.
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