lunes, diciembre 16, 2013

GÉRARD NOIRIEL: SIN DISTANCIA TEMPORAL, HACEMOS PERIODISMO HISTÓRICO



El portal nonfiction publica una amplia entrevista con Gérard Noiriel bajo el título de “Pratique de l’histoire et réflexivité“. El diálogo se divide en tres partes: “Des usages historiens de la philosophie”, “Le jeu de la socio-histoire” y “Le profane et le scientifique”. Todas ellas son igualmente interesantes, aunque quizá la segunda esté más fresca tras la publicación de su Introducción a la sociohistoria (Siglo XXI). Así que, puestos a escoger, nos quedaremos con “Des usages historiens de la philosophie“, apartado que discurre en los siguientes términos:
Nonfiction.fr - En un libro teórico sobre el trabajo de los historiadores publicado hace doce años, usted repasaba los debates sobre una posible “crisis” de la historia y percibía la dificultad de los historiadores para establecer un diálogo fructífero con la filosofía. Para desarrollar una epistemología que pudiera tener resonancias reales con la práctica, sugería el interés particular que podría tener cierta institucionalización de la formación epistemológica de los historiadores. ¿Ha notado cambios en este ámbito desde la publicación de este libro?

Gérard Noiriel - Los términos “historia” y “historiador” cubren una multitud de prácticas y en la actualidad lo que ha empeorado o en todo caso se ha desarrollado  -sin hacer un juicio de valor en relación a cuando escribí Sobre la crisis de la historia- es la división del trabajo en el campo. Ahora encontramos historiadores que están mejor formados en epistemología que hace treinta o cincuenta años y algunos colegas tienen una verdadera cultura epistemológica. Pero hoy, como ayer, representan sólo una pequeña parte de la profesión. Creo que esta tendencia, que ha sido impulsada por gente como Paul Veyne y Michel de Certeau, no ha transformado lo que he llamaba en aquel libro “la ciencia normal de la historia”, tal como se practica por la mayoría de los historiadores.
Desde este punto de vista, la epistemología -también debería definir la palabra, pero tomémosla en su sentido filosófico- no ha sido eficaz para la  disciplina. La razón por la que no lo es, creo yo, es que una disciplina científica es ante todo una práctica social, no algo abstracto, una “idea” de la historia, una meta a la que tenderíamos. En esta práctica nos enfrentamos a fuerzas pesadas, sobre todo institucionales, especialmente las relacionadas con la enseñanza, pero también su recepción, más allá del mercado profesional, entre el público en general, etc. Es dentro de esa perspectiva en la que hice la crítica de la epistemología Paul Veyne, ya que parecía estar escrita en una lengua desconocida para casi todos los historiadores. Lo que también me llamó la atención es el grado de alienación que existe entre los historiadores. Yo lo viví cuando era estudiante, con Marx, cuya influencia me había llevado a educarme como autodidacta en la filosofía:  hice historia durante el día e iba a cursos nocturnos de filosofía, cursos dirigidos principalmente a la comprensión de El Capital. Al desencantarme del marxismo, ese conocimiento teórico apenas me era de ayuda. Sin embargo, dado que traté de “aprender a caminar por la teoría”, como nos solicitaba el filósofo marxista Louis Althusser, me han quedado unos pocos rudimentos de gimnasia intelectual que me sirven para criticar a los que van de farol con sus pseudo-tratados de filosofía histórica o de epistemología histórica para justificar su poco conocimiento.

Por decirlo de otra manera, la concepción de la epistemología histórica que presentaba Paul Veyne en Cómo se escribe la historia me parecía ineficaz, porque se dirigía explícitamente a un público de historiadores profesionales -él dice constantemente en ese libro: “Nosotros los historiadores”- hablando en una lengua que sólo los profesionales de la filosofía podían entender.
Este libro se publica a principios de los años setenta, en un momento en que la teoría estaba muy de moda. En la Facultad de Letras de Nancy, donde hice mis primeros años de Universidad, asistí a un curso de “teoría literaria” impartido por Guy Scarpetta, discípulo de Philippe Sollers. En ese momento yo no había leído Bourdieu, pero entendí esta enseñanza -de la que no entendí nada, probablemente porque no había nada que entender- como una forma de dominación simbólica. Esto ahuyentó a muchos estudiantes. Pero en mi caso funcionó como una incitación a la lectura, porque no podía admitir que no lo entendiera. Y eso me llevo a sumergirme en la lectura de libros que estaban en boga (Lévi-Strauss, Althusser, Foucault, Deleuze, Lacan, etc.), libros que poco a poco forjaron las armas con las que luego defendí mi práctica de investigador contra los que me miraban por encima del hombro.
La mayoría de los historiadores que citan este libro de Paul Veyne se contentan simplemente con una frase del tipo de: “Como dice Paul Veyne, la historia es una intriga”. Me recuerda a mi época marxista donde la fórmula “como dice Marx” bastaba para cerrar una discusión. Cuando Marx ya no estaba de moda, mucha gente simplemente cambiaba de caballo. Citaban a Derrida, Gadamer, Ricoeur, etc. Por mi parte, el desencanto con el marxismo me ha llevado a cambiar mi relación con la filosofía.
Si examinamos lo que se publica hoy por parte de los historiadores académicos, está claro que el interés en las ciencias sociales ha retrocedido, a pesar de la diversificación de las areas de investigación.

Usted dice que se debe definir lo que entendemos por epistemología: ¿qué puede ser la epistemología de la historia?
La epistemología, en realidad, se puede definir de diferentes maneras. Para Bourdieu consistía en “conocer lo que hacemos cuando investigamos”. Esta es una definición que me sirve. A principios del siglo XX, Max Weber escribió que el historiador no tiene necesidad de conocer epistemología para investigar, que los individuos no necesitan conocer anatomía para caminar. Y es cierto que los mejores historiadores (como los mejores físicos) rara vez son los mejores epistemólogos.
En ese libro sobre la “crisis” de la historia insistía en distinguir claramente entre la historia como práctica profesional y el discurso de la historia. Durante mucho tiempo estuve literalmente obsesionado con el problema de la brecha entre la práctica y el discurso sobre la práctica. Fue eso lo que me llevaó, incluyendo en ello mi trabajo empírico, a dar mucha más importancia a la cuestión de las justificaciones que las personas dan a sus acciones.
En suma: si definimos la epistemología  como el hecho de “reflexionar sobre lo que hacemos”, estoy a favor. Pero si se trata de identificar las leyes de la historia o de construir una teoría que se presenta como la llave para abrir todas las cerraduras, no me interesa.
En una nota reciente de su blog, inspirada en las ideas de Pierre Bourdieu, usted mencionó “la enorme brecha que existe (e) entre las prácticas de los historiadores y su discurso sobre estas prácticas”. Y ya en 2003 escribió que “los discursos sobre la historia no son la historia,  pero no podemos prescindir de ellos, porque tenemos que justificar lo que sabemos hacer”. Entonces, ¿qué puede ser la cientificidad o, en palabras de Foucault, el “régimen de verdad” de la historia
Usted ve, una vez más, cómo me siguen preocupando estas cuestiones de justificación. Creo que no podemos desprendernos de los criterios que definen la Verdad (con V mayúscula) en historia. El régimen de la verdad de la historia es lo que ofrecen los historiadores. La filosofía pragmatista (en el sentido amplio de la palabra) nos ha ayudado a aclarar estas cuestiones. Creo que los historiadores tienen interés en definir la verdad histórica remitiéndose a filosofías que no les pidan que se aparten,  con una varita mágica,  de su esfera de competencia. En lugar de ir a buscar en no sé cuál filósofo los secretos de nuestra disciplina, asegúremonos de que nuestros actos sean coherentes con las normas que rigen nuestra profesión. Nuestras instituciones imponen normas -por ejemplo, las reglas de la defensa de la tesis, la contratación de jóvenes investigadores, etc.-, que  son también normas implícitas para el saber en general. La primera de estas normas implícitas es la idea de que nuestras prácticas se basan en una comunicación compartida por todos los miembros de nuestra comunidad profesional. Es postulando que hay una comunicación compartida -por ejemplo, entre un estudiante que defiende su tesis y su tribunal- que nuestra actividad tiene sentido. Una vez que aceptamos ser parte de esta comunidad profesional, aceptamos esta norma, incluso aunque no seamos conscientes. Ese es el punto desde el que hay que partir cuando se quiere reflexionar seriamente sobre la historia, en tanto  conocimiento científico.
La verdad es también un problema práctico. Cuando se le da una beca a un estudiante a expensas de otro, debemos dar razones, de lo contrario caemos en una absoluta arbitrariedad. Esto me preocupa tal vez más que a otros, pues me parece importante saber qué tipo de poder ejerzo, porque tenemos un poder que no es despreciable, al orientar las carrera y la vida de estas personas. Debemos darnos cuenta de esto y adoptar reglas para no caer en la arbitrariedad. Estas reglas implican criterios, y criterios que se compartan. Estos son los principios que funcionan de hecho en nuestras disciplinas, y son estos los problemas que debemos afrontar como historiadores en lugar de bloquearnos con grandes discusiones teóricas que no dominamos porque no somos filósofos profesionales. Como puede ver, tengo una relación muy práctica con el conocimiento.

En 2003, con Penser avec, penser contre, vuelve sobre su relación personal con la filosofía, especialmente con los trabajos de Foucault y R. Rorty. De todos modos, mientras el primero se ha convertido en un referente importante dentro de la historiografía francesa contemporánea, la referencia al pragmatismo sigue siendo particularmente rara. ¿Podría explicar su relación con estos autores? Y también ¿qué otros autores u otras áreas de la filosofía le parece que merecen particular atención entre los historiadores de hoy?
Podríamos hablar mucho sobre el tema del “mérito”. Para mí, no se trata de elaborar un panteón de grandes autores, sino de encontrar en la literatura filosófica herramientas útiles para mi trabajo y mis intereses. Yo he estado muy influido por la lectura de las obras de Richard Rorty, porque he encontrado allí muchas de mis preocupaciones. He buscado en la filosofía argumentos que me permitieran defender mi práctica como historiador o, mejor dicho, como socio-historiador. Una vez más, es una referencia a Max Weber la que me viene a la mente. No sé exactamente en qué texto les dice a los historiadores, más o menos, aquello de: la epistemología (concebida como discurso sobre los fundamentos de la ciencia) no os servirá de nada, salvo que os proporcionará el lenguaje con el que podréis defender vuestra práctica contra aquellos que os querrán silenciar con las grandes teorías.
He leído a Richard Rorty con la misma perspectiva. Estos escritos me han sido muy útiles para combatir a  aquellos que, en mi disciplina, tratan de imponer la supremacía de su campo de investigación en nombre de los argumentos teóricos. Pero insisto en el hecho de que no me considero un filósofo. Mi objetivo no es hacer un juicio global sobre el trabajo de Rorty (sería incapaz, por lo demás), sino intervenir en los usos que los historiadores hacen de la filosofía, movilizando el pragmatismo contra las teorías que llamamos “fundacionalistas”. Todo esto puede sonar complicado, pero en el fondo es muy simple. Siempre tengo por principio defender lo que estoy haciendo mientras no se demuestre lo contrario.





Tengo que decir ótra cosa sobre el contexto intelectual en el que escribí el libro sobre la “crisis” de la historia. La historia social, a la que estaba próximo, estaba entonces fuertemente devaluada por los partidarios del linguistic turn, que descubrieron muy ingenuamente la importancia del lenguaje. Básicamente, estos historiadores afirmaban que su campo de investigación (historia del lenguaje, del imaginario, de las representaciones) era más importante que los otros, porque la realidad solo era accesible a través del lenguaje. Me basé en los escritos de Richard Rorty para criticar ese viejo argumento nominalista. Creo que estos problemas son menos graves hoy en día porque la controversia se ha apagado, pero en aquel momento estaba en auge. Eso incluye defender a nuestros estudiantes, porque cuando los estudiantes vienen y hacen una tesis bajo nuestra dirección, tenemos que defender la legitimidad de su trabajo. Ya ve que, en cualquier caso, son siempre cuestiones prácticas las que han motivado mis elecciones y compromisos en el campo de la filosofía. Al contrario de lo que Roger Chartier escribió en su reseña, por otra parte muy positiva, sobre La crisis de la historia, nunca he sido hostil a la filosofía. Decir eso es reducir la filosofía a uno de sus componentes: la filosofía fundacionalista. Pero la gente a la que remito, como Wittgenstein, Rorty o Bouveresse, son también filósofos, y no menores. Conocía mal la obra de Jacques Bouveresse en aquel momento, pero estoy muy cerca intelectualmente. Aunque sea un filósofo profesional por excelencia, ha luchado siempre contra el uso policíal (o judicial) la filosofía.
Tomemos ese caso: ¿cree que hay en Bouveresse herramientas que pueden ser útiles para los historiadores de hoy?
Cuando leemos, entendemos que la filosofía es una disciplina de profesionales. Descubrí sus trabajos tratando de entender mejor la noción de “juegos de lenguaje” desarrollada por Wittgenstein. Pero leyendo a Bouveresse me di cuenta de que todo era muy complicado. Bouveresse es un filósofo útil para los historiadores, en primer lugar porque nos permite medir nuestros límites, mientras que otros filósofos disertan sobre el sentido común haciéndonos creer que la filosofía está espontáneamente al alcance de todos, que es la trampa por excelencia. Y, además,  en otros ensayos de Bouveresse,  sobre todo en los cursos publicados por Agone sobre la creencia o el conocimiento del escritor, también he encontrado cosas que me han servido de manera más directa y rápida. En una forma más general, creo que puede ser útil a los historiadores como yo por las batallas que ha mantenido en defensa de la ciencia contra aquellos que, como Bruno Latour, quieren hacernos creer que las ciencias sociales no son más que una forma de literatura. Todo individuo que ejerce un oficio defiende aquello que sabe hacer.  Para mí, los científicos sociales que se niegan a asumir el carácter científico de su trabajo se comportan como aristócratas que se niegan a justificar su práctica.
He visto cómo historiadores-periodistas como François Furet habían utilizado la denuncia del “positivismo” para cuestionar la autonomía de la investigación histórica haciendo creer a sus lectores que un artículo de Le Nouvel Observateur se podía colocar en el mismo plano que un artículo en una revista académica. La crítica del positivismo permitía situarse en las alturas de la reflexión filosófica para denunciar a los necesitados de archivo. Esta división del trabajo me parecía (y todavía me parece) muy injusta. Mi aprendizaje también lo hice en aquel  mundo. Viniendo del exterior, no lo entendía al principio, y poco a poco busqué puntos de referencia que me permitieran tomar las posiciones que se ajustaban realmente a lo que yo era, a lo que yo quería hacer en esta disciplina.
Defender la autonomía de la ciencia no quiere decir que no podamos tener alguna actividad fuera de la investigación. Yo mismo tengo muchas. Pero no hay que mezclar géneros. El pragmatismo, repito, es la clarificación de las actividades: sí, tenemos derecho a participar en diferentes tipos de ejercicios, pero debemos caracterizar a cada uno de ellos. Cuando hago un libro de divulgación, siempre encuentro la manera de deslizar que es una síntesis, que no es un trabajo de primera mano, para darle al lector las herramientas para evaluar lo que lee.
A finales de la década de 1990, trató de lanzar un debate sobre la historia del tiempo presente, deplorando la gran dificultad a la hora de plantear debates y negociar acuerdos en las ciencias sociales. ¿Ese debate pudo finalmente llevarse a cabo? En general, ¿le parece que los historiadores han avanzado en el desarrollo de una nueva ética de la discusión adaptada a su tipo específico de conocimiento?
El primer capítulo de este libro se inscribía, en efecto, en un debate sobre la historia del tiempo presente, y decía que esa relación con el presente se podría contemplar de diferentes maneras. Lo que proponía el Institut du temps présent, ligado a Sciences Po Sciences Po, era una entre otras. Lo que me molestaba de esta concepción de la historia, muy dominante en la época, era el valor dado a la condición del historiador experto (era la época del juicio Papon). Me pareció inaceptable porque pensaba -todavía lo pienso- que la autonomía de la disciplina quedaba deteriorada. Los historiadores positivistas al menos habían tenido el mérito de decir que se necesita una distancia temporal para poder hacer ciencia objetiva. Hoy en día, puede parecer ingenuo, por supuesto, pero tenían razón al señalar que si se elimina la distancia temporal sin reemplazarla por nada, hacemos periodismo histórico o hacemos de expertos, pero no ciencia histórica. En ese libro puse  un buen número de ejemplos a partir de las polémicas de la época. Obviamente, recibí bastantes palos de colegas que tenían acceso directo a los principales periódicos. Sin embargo, la controversia ha tenido efecto retardado. Siempre es así en nuestro mundo. Cuando se tiene el coraje -hay que decirlo así- de saltar a la palestra contra personas que están en una posición dominante, no tienes ninguna oportunidad de ganar de inmediato. Pero las cosas están cambiando con la renovación de las generaciones. He visto recientemente cierto número de jóvenes historiadores que no dependen de las redes dominantes retomar la problemática del pasado/presente que opuse a la historia del tiempo presente.
¿Han mejorado las cosas en cuanto al debate científico en el mundo de los historiadores? Primero tengo que admitir honestamente -porque también hemos de ser lúcidos con nosotros mismos- que siempre he defendido la discusión, pero no soy necesariamente un modelo en este sentido. Traté de mejorar mediante la adopción de una forma de escritura más respetuosa desde el punto de vista de los otros. Animo a los jóvenes a poner tal vez más énfasis en las formas, a ser más sociables y amables con sus colegas de que yo he podido ser. Probablemente se es más eficaz cuando uno es más tolerante en su escritura. Dicho esto, no creo que tal cosa sea suficiente para crear un espacio público de la historia donde  los argumentos puedan ser intercambiados de una manera amistosa. Hay un progreso general en la sociabilidad de las ciencias sociales -ya no es un momento de grandes controversias-, pero eso no quiere decir que en la trastienda de la investigación no haya siempre los mismos enfrentamientos.
Me he impuesto como regla deontológica expresar públicamente mis opiniones, mis críticas. Así que nunca he sido parte interesada en las múltiples controversias de carácter privado que existen en nuestro medio. Sin embargo, he estado muy expuesto en el debate público, porque esa es también mi idea sobre el respeto a las personas: cuando uno critica a alguien públicamente manifiesta una forma de respeto por lo que el otro escribe -de lo contrario, no dices nada. Es algo que a menudo tampoco se entiende bien. En cuanto a la forma, podría haber planteado determinadas cuestiones de una manera diferente, pero en el fondo soy fiel a lo que he escrito


No hay comentarios.: