Un artículo de Julián Casanova tomado de http://www.juliancasanova.es/que-hacemos-los-historiadores-en-recuerdo-de-charles-tilly/
o que hacemos, y cómo lo hacemos, los historiadores presenta algunas peculiaridades respecto a lo que hacen, y cómo lo hacen, los sociólogos históricos o los profesionales de las restantes ciencias sociales. Voy a centrarme en esas peculiaridades, para insistir de nuevo, como he hecho continuamente aceptando diferentes estímulos e influencias, en una defensa de la historia y, más específicamente, de la historia social.[1]
Es cierto, como Charles Tilly ha insistido en más de una ocasión, que la mayoría de los historiadores, pese a no presentar este argumento de forma explícita, asumen que dónde y cuándo ocurre un proceso social o un fenómeno afecta significativamente a cómo ocurre. El tiempo y el espacio constituyen así las dos variables fundamentales para el historiador, de lo cual se derivan dos importantes consecuencias metodológicas: la primera, que nunca hay que interpretar un fenómeno hasta que no se le sitúa en su tiempo y espacio apropiado; la segunda, que conviene ser muy cautos a la hora de hacer generalizaciones y comparaciones sobre fenómenos diferentes en el tiempo o en el espacio. Para la mayoría de los historiadores, por ejemplo, un libro como el de Theda Skocpol, Los estados y las revoluciones sociales, resulta bastante ajeno a esos rasgos que identifican nuestro oficio porque analiza tres revoluciones claramente separadas por la historia, desde el siglo XVIII al XX, por la geografía, desde China a Francia, y por la ideología, liberal o comunista, en un único marco interpretativo.
Con algunas excepciones, los historiadores profesionales casi siempre se especializan en una, o dos como mucho, posibles combinaciones de tiempo y lugar. El argumento para hacerlo así suele ser, y resulta bastante legítimo y convincente, la dificultad que conlleva el aprendizaje de idiomas diferentes, controlar las fuentes, la historiografía y el contexto social de varios países en amplios períodos. La mayoría de los historiadores, con el rigor y la honradez intelectual como carta de presentación, se especializan en una zona única y específica del mundo durante un espacio corto de tiempo. Los campos de investigación histórica definidos por fenómenos diferentes al espacio y el tiempo existen –y ahí están la ciencia, el parentesco o los grandes cambios demográficos-, pero los practican una pequeña minoría de historiadores. La historia nacional, de la política nacional para ser más exactos, marca los planes y prácticas de investigación, en el plano local o en marcos más generales, de la mayoría de los historiadores.
El historiador cree y confía sobre todo en las fuentes primarias (escritas, aunque en los últimos tiempos las orales o visuales han sido perfectamente aceptadas). La capacidad de localizar y transmitir información de documentos relevantes constituye una parte significativa del oficio del historiador, una habilidad que reconocen y consideran muy positivamente el resto de los colegas. Como ya hemos señalado, aceptar o no la división entre fuentes primarias y secundarias, textos históricos y literarios, ha sido, en las últimas décadas, una fuente de debate entre la historia y las ciencias sociales y entre los historiadores y el postmodernismo.
Cualquier estudioso del comportamiento humano oscila entre tratar a la gente como objeto de fuerzas externas o como protagonistas de sus decisiones. Una buena parte de los historiadores asumen que ellos describen las acciones y decisiones de los actores de la historia –individuos, familia, clases, naciones o cualquier otra categoría- y que pueden, de una forma razonable, disponer esas acciones en secuencias narrativas coherentes.
Esos rasgos del oficio del historiador –insistencia en el tiempo y en el espacio, evitar comparaciones más allá de la política nacional, extrema confianza en los documentos y construcción de narraciones sobre actores concretos- marcan las señas de identidad de una empresa muy peculiar. Una disciplina organizada de esa forma no es probable que se interese mucho por descubrir principios que se apliquen a través de grandes estructuras de tiempo y espacio, o por tratar con cambios sociales que operen a través de una acumulación de acciones diversas derivadas de millones de actores. Quienes intentan hacerlo suelen tener más problemas para hacerse entender, y respetar, por otros historiadores.
Hay fronteras o límites que, obviamente, en las últimas décadas se han cruzado con cierta flexibilidad. Los historiadores han aceptado las contribuciones que a la investigación histórica han hecho gentes procedentes de otros campos científicos, ensayistas, novelistas e incluso cronistas no profesionales. Pero hay una respuesta básica a la pregunta de por qué nos interesa y preocupa la historia: todo el conocimiento fidedigno de los asuntos humanos descansa en acontecimientos que son ya historia. Quien quiera comprender las guerras, la acumulación del capital, el crecimiento de la población, las estructuras de opresión y desigualdad y cualquier otro fenómeno crucial, o menos crucial, debería tomar en serio la historia. La historia proporciona la llave para comprender el presente y puede ser guía para el futuro, aunque muchos podrán seguir diciendo que para qué preocuparnos de lo que ocurrió en el pasado y aducirán también que no puede conocerse el futuro.
La historia social ha ocupado, desde la Segunda Guerra Mundial, una posición especial en todo ese debate. Algunos de los logros mayores de los historiadores, así como algunas de las controversias más relevantes, se han desarrollado en el marco de la historia social. Sin ella, por ejemplo, nunca hubiéramos descubierto los rostros de las multitudes y gracias a ella se han realizado investigaciones empíricas notables sobre la cuestión de si las clases se forman como respuesta directa a los cambios en la organización de la producción.
Casi todas las cuestiones e investigaciones de esa historia social se han concentrado en una vasta empresa: reconstruir las experiencias de la gente ordinaria en el marco de amplios cambios estructurales. En general, eso ha significado, desde la historia local o menos local, trazar el impacto del capitalismo y los cambios en las características de los estados nacionales. Los estudios sobre las clases, la vida cotidiana, los modos de vida, los movimientos sociales y otros muchos temas más clásicos o recientes se adaptan a esa descripción general.
Los historiadores nos diferenciamos mucho entre nosotros por la escala que empleamos en nuestro trabajo, por el balance que establecemos entre el análisis de amplios procesos o de experiencias individuales, por el uso de la explicación o de la narración, y por la relación que establecemos con las restantes ciencias sociales. Todo eso es lo que intento transitar por diversos caminos. Varios estímulos e influencias se han cruzado en mi trabajo como historiador, aunque siempre he intentado explicar explícitamente y sin ambigüedades el valor de las historias que cuento. En esa formación “híbrida”, me he identificado con una historia social guiada por teorías y procesos de creación siempre en estrecho diálogo y relación con los restos que las fuentes materiales nos dejan. He valorado, y he intentado practicar, el rigor, la libertad y la honradez intelectual. Mis investigaciones sobre la violencia en la guerra civil y en el franquismo, el proyecto de investigación en el que he involucrado a varios discípulos y colaboradores, resume perfectamente esa trayectoria profesional. Eso es parte de lo que he aprendido de la historia y de los historiadores.
[1]
Tuve la ocasión de debatir ese asunto con Charles Tilly, a partir de su
trabajo presentado en el seminario del Center for Studies of Social
Change, de la New School for Social Research de Nueva York, que entonces
él dirigía: “How –and what- ara historians doing?”, The Working Paper Series,
New School for Social Research, n. 58, enero 1988. Charles Tilly,
Chuck, autor de una decena de libros fundamentales para entender el
mundo moderno, murió en Nueva York el 29 de abril de 2008.